Navidad de chocolate y canela

Miles de pequeñas luces cálidas se reflejaban en el suelo mojado, interrumpidas por las muchas piernas que pululaban por la plaza. Levantó la vista para observar a familias disfrutando de la iluminación navideña, personas cargadas con bolsas de colores llenas de regalos de última hora, grupos de adolescentes incapaces de caminar en línea recta y algún que otro despistado que no miraba más allá de la pantalla del móvil.

Desde su mesa en la terraza de la esquina se sentía un observador invisible, bien abrigado con chaqueta y bufanda grises como el humo de las castañas que un anciano asaba cerca y que dejaban en el aire un aroma invernal. La niebla empezaba a caer desdibujándolo todo.

Dio un pequeño sorbo a su café, solo y sin azúcar, como hacía tres tardes a la semana, un hábito que adquirió al jubilarse un par de años atrás. Le servía de entretenimiento y le ayudaba a medir el paso del tiempo, algo deslavazado desde que no tenía grandes obligaciones. Era funcionario, uno nunca deja de serlo del todo, venido de la otra punta del país a tomar posesión de su puesto. Su exmujer terminó volviendo a su tierra, no se acostumbraba a ésta tan diferente. Sus hijos vivían felizmente repartidos por el mundo, así que no encontró motivo para marcharse al dejar de trabajar.

Se removió en la silla para encontrar la postura, toda una vida de reacomodarse en espacios que no estaban pensados para medir metro noventa, un poco subido de peso. Pese a la cacofonía de voces y villancicos, el barullo de luces y el enorme árbol no sentía el espíritu navideño que tanto escuchaba en los medios.

Para él la Navidad era otra cosa con menos plásticos de colores y sin el gigantesco engendro coronado por la estrella. “¿Árbol? Un cono de metales recubierto de leds. Ay, señor…” pensó sintiéndose de nuevo un poco extraterrestre. “Un extraterrestre con demasiados años”, sonrió para sí de medio lado. Y de medio lado, por el rabillo del ojo, vio una bola de peluche dorado en el rincón entre la fuente y una caseta roja llena de bisutería. Miró hacia arriba buscando de dónde había caído, quizá desde alguna terraza, pero solo vio señores gordos de trapo trepando balcones que daban un poco de pena, a esa edad…

Miró con más atención el rincón para comprobar que lo que se movía levemente, más bien temblaba como una hoja, era en realidad un cachorro color canela enroscado sobre sí mismo para protegerse del frío y de los pies que le pasaban cerca. Con cara de pánico levantó hacia él, directamente hacia él, unos ojos color chocolate. De un vistazo se dio cuenta de tres cosas: el animal no llevaba collar, nadie parecía buscarle y gordo, lo que se dice gordo, no estaba.

En un único movimiento se levantó dejando en la mesa unas monedas que sonaron a partida de dominó peleada y recogió al animal con una mano, sin doblar siquiera las rodillas, soltando una maldición. El camarero, sorprendido por una agilidad tan impropia, le vio marchar a grandes zancadas con el bicho bajo el brazo al ritmo de los peces en el río que atronaban la calle.

Entrada la noche, se repantingó en ese sillón que se resistía a cambiar pese a que la tapicería estaba lista para dar el relevo. En la mano izquierda, una novela que le tenía picado. Entre la tripa y el brazo derecho el animal, algo menos sucio, algo más gordito en la cintura, dormía aplastujado contra él como una pegatina. 

Levantó la vista de la página y suspiró amenazando en voz baja: “y mañana te baño”. Debajo de su manaza, la bola de pelos también suspiró.

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El cenicero permanecía inmaculado frente a mí, recuerdo venenoso. Kasim se ocupaba...
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