El notario y escribiente real del reino imperial de Aquilonia da fe en el presente legajo con fidelidad de los acontecimientos que antecedieron a la muerte del gran rey Conan I, monarca de Aquilonia y sus posesiones durante veintitrés años, tal y como los observó él mismo con sus propios ojos.

Esa mañana, como cada semana, Su Majestad tenía audiencia como Máxima Autoridad de Justicia, y los postulantes se amontonaban en la antesala bajo la vigilancia de una adusta y fiera guardia. El rey yacía recostado sobre su trono con las desnudas piernas abiertas y descansando su cabeza sobre la mano, seguramente como consecuencia de la fiesta improvisada de la noche anterior que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Vestía la capa y la corona ceremoniales, cosa rara en él, y se hallaba rodeado de sus consejeros, el Sumo Sacerdote Rouccos y una docena al menos de sus alborotadores chiquillos supervisados de cerca por la reina Zenobia, que con la mitad de su atención cosía unas botas de cuero. El primer caso compareció a litigio: se trataba de un par de mujeres que pleiteaban por la custodia de un crío, del cual una se decía madre y la otra nodriza. La segunda acusaba a la primera de no haberse ocupado de él desde el parto, mientras que la primera contraargumentaba el habérselo apropiado su criada indebidamente. El griterío formado entre ambas era tal que el rey, con un golpe del pomo de su espada, tomó una decisión inmediata: se partiría en dos a cada mujer, y la mitad inferior de la madre se uniría a la superior de la nodriza, de manera que al niño no le faltase ni la cuenca que le dio vida ni el alimento que le mantenía en ella. Entonces la que se decía madre chilló horrorizada y cedió entre temblores gustosa la criatura a la otra mujer, ante el gesto cansado y despectivo del rey, en el que los surcos del tiempo se confundían con las cicatrices. Se dio paso, pues, al siguiente caso, que resultó ser el de un gigante solitario de abultadas carnes y cabello y barba cobrizas teñidas por las canas que declaraba venir a este tribunal a reclamar derechos de amistad que largo tiempo le estaban aplazados. El rey dio un respingo que le sacó de su letargo y lanzose presuroso a abrazar al guerrero, con la juventud animándole cada movimiento, como cuando iba de caza o a la guerra, al rugido de “¡¡Sonjo el rojo!! ¡¡Viejo buitre bujarrón!!” (sic).

Las efusiones de la antigua camaradería se alargaban más de lo apropiado cuando el Sumo Sacerdote Rouccos creyó oportuno recordar al monarca las obligaciones debidas a su cargo, y entonces Conan I exigió con voz tonante que se marcharan todos de la sala, que se suspendía la sesión por ese día y que había mucho que celebrar. Rouccos, ni corto ni perezoso, replicó que si Su Excelencia se refería a otra bacanal que tan onerosa saldría a las arcas y la moral del reino, a lo que el rey, volviéndose hacia él con la velocidad de una cobra, contestó mascullando entre dientes:

-No, me refiero a uno de esos teatros de hechicería vuestros que tan caros salen a Aquilonia.

Rouccos quedó lívido, pero torciendo el gesto con ira temeraria apeló a los paralizados consejeros si acaso no era cierto que el rey aprovechaba tales dispendiosas orgías para dar pábulo a actos de sodomía con jovencitos de la soldadesca que distaban mucho del beneficio religioso que, en cambio, sus ceremonias multitudinarias proporcionaban a los súbditos. Fue el mismo rey quien se adelantó a responder, tras aferrar con su mano la cabeza del Sumo Sacerdote, las siguientes palabras:

-No niego que, entre los bárbaros, como vosotros los llamáis, de mi Cimmeria natal, tales “actos” son uso y costumbre de los hombres en formación que les unen de por vida en una tierra avara y hostil, y los prefiero con mucho a los afeminamientos de vuestra corrupta civilización, que bajo tanta palabrería de respetabilidad y decoro me han hecho guerrear en los cuatro puntos cardinales con todas las razas humanas e infrahumanas. Queríais herederos, y los tenéis, queríais nuevos territorios para la corona, y los tenéis, sólo hay algo que realmente sobra aquí…

Y apretando su enorme mano con fuerza titánica, tanto que tuvo apoyar la otra en el hombro de Sonjo el Rojo a fin de servirse de palanca, sudando a mares y pareciendo que iba a romperse el ceño, partió el cráneo de Rouccos como un melón de sangrienta pulpa. Esa misma noche murió en el lecho, se ignoran las circunstancias, se ignora si solo o acompañado, se ignoran las posibles causas…

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