Hombre docto, de mirada inteligente y pensamiento meditado, ágil, sólido. Jesús del Campo (Gijón, España, 1956), doctor en Filología, acaba de publicar en castellano Aguafuertes (Acantilado), libro de relatos sobre escenarios del barroco de una realidad aderezada por la imaginación y el sutil sentido del humor del autor. El filósofo David Lorenzo Cardiel conversa con Jesús del Campo sobre su último libro, la literatura, los peligros de nuestro tiempo y la vida.
David Lorenzo Cardiel (P): Acaba usted de publicar Aguafuertes, libro en el que reúne cuarenta y seis relatos breves del periodo barroco. ¿Qué le llevó a escribir este libro?
Jesús del Campo (R): Vi en Youtube una representación de El Burgués Gentilhombre en francés de época, con la fonética del barroco, tal como se hablaba en tiempos de Molière. Se acercaba muchísimo a la realidad. Se notaban los miedos oscuros del siglo. Me apeteció adentrarme en ese misterio del pasado y retratarlo.
P: Un detalle que me impresiona favorablemente de Aguafuertes es que los relatos son intrahistóricos, fraguan su intensidad en que abarca pinceladas de la vida cotidiana en aquel tiempo de una pluralidad de personas, de muy distinta procedencia y condición. ¿Seguimos siendo igual de estrafalarios, vehementes, mezquinos, bondadosos y variados que en aquellos días del Barroco, como refleja en sus relatos?
R: Por un lado, los grandes avances científicos y tecnológicos nos han cambiado la vida. También, desde luego, las conquistas sociales que han fortalecido nuestros derechos. Nos hemos civilizado lo bastante para encontrar intolerables las carencias del pasado. Pero sigue fluyendo las viejas pulsiones: la violencia, la crueldad, la tentación del despotismo, la duplicidad. Esa convivencia de nuestro progreso social con nuestra vieja capacidad para el daño a los otros, que sigue ahí tentadora e intacta, me interesa mucho.
P: De hecho, en Aguafuertes usted esboza las mejores y peores inclinaciones del ser humano. ¿Merecemos los seres humanos la esperanza racional, ilustrada, de aguardar un progreso ético y social? ¿O nuestra condición humana es inevitablemente claroscura, sin posibilidad de cambio y mucho menos de mejora?
R: Si hemos hecho progresos parece lógico pensar que más progresos se harán. Al ser humano le lleva mucho tiempo detectar un error y corregirlo. En cierto modo, es como si los humanos dijeran: no somos muy de fiar, mejor nos reunimos en asamblea para ir estudiando nuestros errores. Los grandes conflictos bélicos suelen acarrear, cuando se terminan, períodos de reflexión impregnados de cierto arrepentimiento. Y hemos conseguido reducir nuestra tolerancia a la, crueldad, pero no eliminarla. Sigue habiendo una cultura de la crueldad que la muestra como entretenimiento; no para disuadirnos de ejercerla, sino para entretenernos con ella.
P: Entre su obra anterior destaca su ensayo Panfleto de Kronborg. ¿Puede entenderse nuestra sociedad desde los tiempos de Shakespeare? Es más, ¿no cree usted que hemos olvidado el valor de los autores clásicos, su sabiduría –como saber estar en el mundo– y la trascendencia de su legado?
R: Si un desconocido William Shakespeare intentara ahora publicar su Hamlet, tengo dudas respecto al caso que le harían. Creo que tenemos a los clásicos en la estantería y les hacemos visitas respetuosas de vez en cuando, pero el canon que ahora mismo cultivamos está impregnado de una banalidad feroz. La sociedad contemporánea escoge a Barrabás. Si los clásicos tuvieran más presencia, seríamos más resistentes a discursos inaceptables. Y no es el caso.
P: En Aguafuertes aparecen escenas de toda clase, desde gestos refinados hasta desagradables, agónicos, fulgurantes, generosos y egoístas. Pero yo quisiera preguntarle por nuestro tiempo. En una época donde el acceso a la educación superior y al saber es tan transversal entre estratos sociales, ¿no cree usted que estamos viviendo tiempos contrarios al ideal ilustrado de progreso? ¿No estamos acaso siendo devorados por la mediocridad y la vulgaridad?
R: Creo que damos por supuestos los lujos que tenemos porque desdeñamos los esfuerzos de quienes un día los hicieron posibles. La cultura es un esfuerzo; la aceptación de que los derechos conllevan deberes, también. Estamos en el centro de eso; las redes sociales estimulan el culto al ego con tanto estruendo que se olvida la relación del individuo con la comunidad. Y surge entonces una sociedad pasiva, que espera que el bienestar se le dé por añadidura. En semejante terreno, la vulgaridad florece con vigor.
P: En un reportaje de 2023 para Librújula aparece mencionada su alerta sobre el avance de la carencia de imaginación. ¿Observó este fenómeno en sus clases en la Universidad? ¿Ve en los jóvenes de hoy las mismas inquietudes que en su época?
R: Dejé la Universidad hace mucho, mi contrato era temporal. Creo que la tentación de volverse gregario y tribal es muy fuerte hoy en día; entre los jóvenes también, desde luego. Es más cómodo engancharse a los dogmas de moda que pensar con tu propia cabeza. El apego a las redes sociales genera cierta holgazanería. Y no hay nada de rebelde en eso.
P: Y volviendo sobre el tema de la importancia de la imaginación, ¿hasta qué punto es importante para los seres humanos el estímulo de la creatividad? ¿Por qué razones la estamos perdiendo?
R: Vivimos mejor porque alguien tuvo una ocurrencia: alguien inventó algo útil relacionado con la moda, las máquinas, las leyes. Todo lo que nos rodea viene de aquellos impulsos creadores, se produjeran cuando se produjeran. Hoy día, es como si la sociedad entrara en una fase de nuevo rico que presume de sus lujos, pero olvida que costó trabajo lograrlos. Estamos en una época de comodidades que nuestros ancestros no hubieran soñado; haría falta una fuerte pedagogía para tener esa deuda en cuenta. Y al poder no le interesa nada esa pedagogía. La vulgaridad vuelve a los individuos más dóciles y más manipulables. El mérito del poder es hacerles creer precisamente lo contrario y así perpetuarse, que es lo que el poder busca. Y estamos ahí.
P: Juan Valera, en un despacho diplomático en 1857, describió comparativamente a España respecto de otros países, como la Rusia de los zares, donde estuvo destinado como diplomático, y destacó cómo en España apenas existen las estatuas y gestos de reconocimiento hacia los grandes hombres del pensamiento, de las letras y de la ciencia. Añadió algo acertado, a mi juicio: que los españoles del futuro perderíamos «la afición a todo lo grande». ¿Cómo reconducir en 2024, en la era del smartphone y la Inteligencia Artificial, la atención hacia lo excelso, lo rutilante y refinado? ¿Tenemos salvación como sociedad?
R: Creo que habrá que refugiarse en microclimas, que habrá que detectar quién se parece a uno. Pero no serán espacios mayoritarios. Espero que el silencio se vuelva elocuente en medio del estruendo y llame la atención de alguien. Pero de momento, ese estruendo tiene largo recorrido. La sociedad tiende a manejar tan torpemente sus avances que a un logro le sigue una inquisición; surgen figuras que, en nombre del bien que predican, persiguen a quien no les obedece y lo excluyen. Siempre habrá inquisidores que, por decirse buenos, se creen con derecho a ser malos por nuestro bien. Desactivar esa impostura es trabajoso, y ese trabajo siempre hará falta.