Romanticismo literario (I): espadas del cielo…

Algunos caballeros han hecho una extraordinaria figura en el mundo literario convirtiendo el general descontento con el universo en una trampa de monotonía en donde sus almas grandes han caído por error; pero la sensación de un yo maravilloso y de un mundo insignificante puede tener sus consuelos.

George Eliot, Middlemarch

 

Aquí, como Gras Balaguer, voy a tratar al romanticismo como un estado del alma y un momento de la crítica literaria que se manifiesta en obras de arte, más que como un repertorio de formas métricas o prosísticas innovadoras, para lo cual, además, apenas habría espacio suficiente. En términos generales, lo que luego se ha dado en llamar pre-romanticismo surgió en Alemania en 1770 de la mano del movimiento literario Sturm und Drang (“Tormenta y brío”) liderado por los hermanos Schlegel y enseguida apoyado y fortalecido por la obra de teóricos y creadores de la talla de Novalis, Friedrich Gottlieb Klopstock y su cenáculo poético, Johann Georg Hamann, apodado “El mago del norte”, Johann Gottfried Herder o Friedrich Schiller. Contaban, mirando un poco más atrás en el tiempo, con el respaldo teórico y práctico de un auténtico precursor, Jean-Jacques Rousseau, sin olvidar la extraordinaria contribución poética, gráfica y especulativa del mirífico visionario William Blake, pionero apóstol de una religión sin creyentes (o misticismo romántico) y diseñador gótico de la abadía de Westmister -de la cual realizó los dibujos-, moda arquitectónica rápidamente exportada a la sazón a países como Alemania y Francia. Ahora bien: ¿Que es lo que se cocía en las mentes calenturientas de estos dignos caballeros -una auténtica pléyade de talentos sin par? Pues nada más y nada menos que un verdadero brainstormig, que dirían algunos hoy, de creencias, pasiones y contradicciones, las cuales dieron lugar en su choque a la gran polisemia que encierra todavía hoy el término “romanticismo” (y que, en principio, proviene sencillamente de roman, esto es: “novela” en sentido medieval).

 

El pistoletazo de salida lo dió la aparición de Las tribulaciones del joven Werther de Goethe en 1774, novela epistolar de un romanticismo profundamente doliente de la que el propio autor se arrepintió no mucho después. Ya era tarde: tras Werther, que se convirtió en un fenómeno literario de una envergadura desconocida hasta entonces, los jóvenes románticos (también el propio joven Goethe de camino a Suiza) empezaron a vestirse igual que su héroe cuando éste vio por primera vez a su amada Carlota, es decir, con un frac azul, chaleco amarillo y botas altas de charol con vueltas oscuras; asimismo, la emulación llegó hasta el punto de que aumentó considerablemente el número de suicidios en nombre del sagrado amor. Desde entonces el romanticismo, por influencia de Rousseau o después de George Sand, que habrían de hacer del amor la suprema moralidad, vuelca su interés hacia aquellos reductos adonde no alcanza la sombra del buen burgués, enamorándose una y otra vez, a partes iguales, del amor mismo (supremo, eterno: “Es el amor, y no la metafísica alemana, lo que mueve el mundo”, hizo decir todavía a fines del s. XIX Óscar Wilde a un personaje de sus dramas), y de la naturaleza (estilizada, virginal, prístina: la naturaleza en la que habita el “buen salvaje” dieciochesco, y que entendían que el neoclasicismo había perdido en su imitación de los clásicos). Como apunta certeramente acerca de ésta última Robert Barnard:

En la imaginación poética el mundo natural pasa a ocupar una primera posición; proporciona los temas principales; se convierte en un importante arsenal simbólico e incluso se infiltra en los ensayos teóricos. Lógicamente no todos los poetas le dan el mismo significado a esta cuestión. William Wordsworth es el que se encuentra más próximo a la naturaleza, aunque frente a ella no se sitúe esencialmente como observador (su propia hermana Dorothy observa con mayor agudeza la misma situación, como demuestra en sus Journals); a través de Wordsworth el mundo natural se siente, se conoce; para él representa una necesidad emocional, la base de su vida espiritual. Shelley y Keats no penetran tanto en la naturaleza; el objeto natural tiende a servirles de excusa para sus reflexiones filosóficas, sociales o personales. Para Byron la naturaleza es un magnifico escenario que saca de él sus mejores gestos. Con todo, fue precisamente la idea que Wordsworth tenía del mundo natural lo que hizo cambiar en gran medida la sensibilidad de la gente. Según él, la naturaleza es fuente de claridad mental y de comprensión espiritual; pozo de sabiduría, puente que se tiende entre el hombre y Dios. Estas ideas eran más fáciles de divulgar en paisajes agrestes y abiertos, como el inglés, que en países de junglas y desiertos, pongamos por caso. En el siglo XX Aldous Huxley hablaba de la imposibilidad de leer a Wordsworth en el trópico. La majestuosidad natural era ahora cuestión de perspectivas; esta imagen de Dios dejaba atrás cualquiera de las que había creado Miguel Ángel. Cuando Shelley ante el Mont Blanc se inscribía en los hoteles en los que se hospedaba como “demócrata, filántropo y ateo” de profesión, estaba ofendiendo a las generaciones de turistas que llegaron después: ¡proclamarse ateo en ese lugar!

 

 Aparte la naturaleza, el peculiar “Yo soy el que soy” (Éxodo, 3:14) romántico no conoce más límites que los impuestos por la sublimidad de sus intuiciones, que tienen como objeto un deseo infinito e irrealizable en las condiciones históricas de la realidad. Se trata de lo que los primeros románticos alemanes denominaban Weltschmerz o “dolor del mundo”: el individuo encara el mundo como el caballero andante se enfrentaba a un malvado dragón, a fin de hacer cumplir en él o acaso fuera de él su destino, el cual coincide punto por punto con su libertad[1]. El romántico es un dios caído; la vida, “una pasión inútil” -como más adelante señalará, generalizando a la totalidad de la condición humana, el existencialismo, otro criptoromanticismo- que se substancia en una lucha contra los demás, contra uno mismo y contra la inmisericorde fortuna, la cual termina de un modo u otro venciendo siempre. Esta actitud les lleva a un gran confusionismo -a veces, autoengaño-, en lo que se refiere a ideario literario y también político; tal y como indica una vez más Barnard:

La primera generación había abrazado con entusiasmo las aspiraciones de los primeros años de la Revolución Francesa: “Fue una bendición estar vivo en este despertar”, decía Wordsworth. La generación más joven, sobre todo Shelley y Byron, estaba estrechamente unida a grupos radicales, muy perseguidos en Inglaterra, y apoyaban los movimientos nacionalistas de quienes se oponían a las chirriantes tiranías que se habían reinstaurado por toda Europa tras la caída de Napoleón. Ser radical para ellos representaba con frecuencia una postura vaga, utópica, más cargada de idealismo que de espíritu práctico, lo cual entraba en conflicto con su experiencia real. Las historias del matrimonio de Coleridge y de la segunda fuga de Shelley están ya inscritas en los libros de la alta comedia humana, y por la actuación que tuvieron Robert Southey en el primer caso y William Godwin en el segundo, podemos comprobar que el doble rasero no es patrimonio exclusivo de las clases conservadoras. Con todo, cuando esta radicalidad  nos muestra su lado más positivo, cuando, por ejemplo, leemos en England in 1829, obra en la que Shelley expresa su más profundo desprecio por las instituciones políticas del Estado, o cuando vemos el entusiasmo con que Byron contempla la idea de Grecia, comprobamos que esta postura recorre la poesía romántica como brisa fresca en un museo. 

 

 Sin embargo, desde la derrota de Napoleón, el anterior apasionamiento romántico por la revolución es sustituido por una extensión del interés por el arte y arquitectura “góticos”, al que se suma un fervor reverencial sin precedentes en el s. XVIII tanto por las pompas y las obras de la iglesia católica romana como por la restauración borbónica, como pronto pudo comprobarse en textos como las Efusiones cordiales… de Tieck-Wackenroder. Novalis, por su parte, en La cristiandad o Europa de 1799, propone volver a la unidad de la cristiandad anterior a la ruptura luterana, y combatir por tanto a fondo las nuevas ideas introducidas por la revolución francesa, predica que conoció inmediatamente un fuerte impacto en tanto que, como efecto de ella, Friedrich Schlegel, sin ir más lejos, se convirtió al catolicismo en 1808 (a la difusión del libro de Novalis se debe la idea de que sólo un católico puede ser un gran pintor, ya que ésta es la única religión que permite penetrar la esencia íntima del arte, que es, no obstante, esencialmente intemporal). Al tiempo, comienzan a explorarse, pues, las posibilidades estéticas de lo popular y de lo exótico -el joven Goethe, por ejemplo, dedicaba su tiempo a la compilación de leyendas y poemas populares alemanes-, así como de las literaturas extranjeras -es el momento de glorificación del siglo de oro español, de Dante, etc…-, de cierta literatura antigua y de los modos orientales. El mundo medieval y el renacentista gozaran de particular simpatía (resultaría difícil citar más de tres o cuatro óperas románticas que no estén ambientadas en ninguno de estos dos periodos), pero los autores podían moverse en ámbitos mucho más lejanos, como el feudo de Kubla Khan en Asia Central o la India de las narraciones vagamente hindúes de Robert Southey. En estos ambientes parecía que la vida era más peligrosa y que la personalidad individual quedaba por ello mejor definida; la existencia tenía su afán, su riesgo, algo que faltaba decididamente en la Europa decimonónica. Allí también se podía dejar rienda suelta a lo sobrenatural: a brujas, maldiciones, visiones y profecías, sin levantar demasiada polémica sobre la aristotélica falta de verosimilitud. La fascinación que ejercían las cuestiones no-racionales resultó altamente rentable: utilizadas con discreción, como hacía, por ejemplo, Walter Scott, abrían nuevas sendas para la ficción, el drama y la poesía.

El romanticismo se convierte, así, tras el desencanto político, en una literatura creada y asimilada de puertas adentro, es decir, meramente una estética o una poética, en la que no se concibe ya más libertad activa que la de la fantasía creadora, perdiéndose en el proceso aquel sentido errático de heroísmo cósmico y mundanal que aún calentaba los corazones de los primeros románticos[2]. O, si no, de puertas afuera, en exaltación nacionalista -abriendo, dicho sea de paso, una profunda y duradera brecha en el cosmopolistismo iluminista-, como la que movió a Vittorio Alfieri, poeta patriótico italiano, a provocar con sus versos y acciones el ansia independentista italiana denominada más tarde risorgimiento, pero eso es ya otra historia…[3] En esta historia, la que estamos aquí contando, es la fantasía puramente privada, frente a las fantasías colectivas, la que prima en el poeta en esta hora concreta del romanticismo; recurriendo una última vez a Barnard:

En soledad, en comunión con el universo natural, el hombre puede poner en práctica la más valiosa de sus facultades: la imaginación. “Este mundo de la imaginación es el mundo de la Eternidad; es el regazo divino”, escribía William Blake. Mientras que la inteligencia falla, resulta limitada, la imaginación nos permite abrirnos a las fuerzas eternas, a todo el mundo espiritual. Los románticos se sentían fascinados por la capacidad imaginativa y revaluaron los conceptos de espontaneidad, inspiración y otros similares. En general podemos decir que celebraron el infinito potencial de la mente humana y estudiaron de qué manera se podía penetrar en los niveles subconscientes; cosas como los sueños, la droga, la locura, la hipnosis o la traslación del pensamiento ocupan un lugar preferente en la visión que los románticos se forjan de la vida, algo que el siglo dieciocho habría considerado enfermizo, insostenible, sencillamente absurdo.

 

Fiódor Dostoievski lo escribió en carta a su hermano a los 17 años: es necesario volverse completamente loco para luego tornarse debidamente cuerdo, o lo que es lo mismo: provisto de una cordura superior en la plenitud de las facultades humanas. Y para ello la imaginación juega el papel primordial: ella encarna ahora la libertad. Poco a poco, la estética se va haciendo intercambiable con la ética siempre que la confusión entre ambas permanezca confinada a los límites de la vida íntima. “La vida como obra de arte”, es una divisa que va cambiando gradualmente su centro de gravedad o su acento vital desde “vida” hasta “arte”. Peregrinaciones de Franz Sterbald, de Ludwig Tieck, en 1898, es la primera “novela de artista” -es decir: donde los conflictos del desarrollo del artista mismo se convierten en materia de la novela-, por sobre la mera “novela de formación” goethiana. De esta suerte es como la originalidad en la invención estética así como en la invención de uno mismo -el dandysmo-, se convierten en la máxima aspiración a la vez que el criterio más alto de valor del romántico. Es una literatura, un modo de vida, surcado de “efectos especiales”, por decirlo así, generados desde una estética anómica, servida al gusto de la personalidad creadora: “(…) pero la poesía romántica está en formación, sí, esta es su esencial característica: que sólo puede ser eternamente algo en gestación, y nunca será algo acabado”, quedo escrito en la revista Athenäum de Friedrich von Schlegel. Y lo suscribe con estas paradójicas palabras el infortunado vate John Keats en carta del 27 de octubre de 1818: “El poeta es la más “apoética” de las cosas existentes, porque carece de identidad, vive en un continuo intento de llenar otro cuerpo cualquiera: el Sol, la Luna, el Mar y los hombres y las mujeres, que son criaturas de impulso, son por tanto poéticas y existe en ellas algo de inmutable. Pero el poeta no, carece de este tipo de identidad; es ciertamente por ello la más apoética de las criaturas de Dios”.

Se conforma de este modo una manera de romanticismo esencialmente filosófico y poético, de impronta roussoniana, que inicialmente no contrasta demasiado con el romanticismo novelesco que he glosado antes, pero cuyas diferencias se irán agrandando con el paso de los años. En cuanto al conocimiento de los antiguos propio del neoclasicismo, que habían sido relegados (no así Homero, naturalmente) de la consideración romántica a causa de la creciente estima de la Edad Media, destaca la recuperación de la lectura del misterioso crítico Pseudo-Longino (¿s.I o III d.C?), de cuyo tratado Sobre lo sublime no existen referencias  ciertas hasta 1554, y del cual dejo dicho Menéndez Pelayo[4] que “la crítica parece vocación religiosa”. Para Longino, en efecto, lo sublime es “un no se qué de perfección soberana” que produce el entusiasmo en el espectador o lector, a resultas de cuya indefinición se obtiene una estética muy romántica por extremada, hiperbólica e incluso extática, pero también muy sugerente por cuanto se interesa por el punto de vista del lector. “Y es que el arte alcanza un punto culminante cuando da la impresión de pura naturalidad, y la naturalidad, a su vez, consigue su plena perfección cuando, imperceptiblemente, encierra los principios del arte”, escribe Longino (XXII, 1). Sublimes le parecieron bajo este criterio al romántico las producciones del que fue calificado como “el Homero celta”, un tal Ossian, bardo inmemorial y primigenio, el gran descubrimiento de la literatura popular germana contemporánea hasta que se averiguó -hasta el propio Goethe se lo había tragado- que resultaba ser un mixtificación épica del poeta gaélico James Macpherson perpetrada en el decenio de 1760 (estafa semejante indujo el hallazgo de los poemas del s. XV de un tal Thomas Rowley, en realidad un hábil quinceañero de Bristol llamado Thomas Chatterton, nacido en 1752 y muerto poco después en 1770). El campo estaba, pues, abonado para la polémica cultural y, consecuentemente, para la aparición de sucesivos intentos de fundar una teoría estética independiente sobre la base de las doctrinas acerca de la belleza de Inmanuel Kant y Arthur Schopenhauer, por encima de la ensayada en el s. XVIII por Alexander Baumgarten. Una polémica a la que subyacía también, como habría augurado cualquier materialista como Karl Marx, una proyección social y política. Escribe a este respecto Alfred De Musset en Las confesiones de un hijo del siglo:

Desde entonces se formaron, como si dijéramos, dos campos: por un lado, los espíritus exaltados, doloridos, todas las almas expansivas que anhelan el infinito, inclinaron sus cabezas llorando; se envolvieron en sueños enfermizos, y en este océano de amargura no se vieron más que unos frágiles tallos. Por otro lado, los hombres de carne permanecieron en pie, inflexibles, en medio de los goces positivos, sin más preocupación que la de contar el dinero que tenían. Un sollozo y una carcajada; aquél procedente del alma, ésta, del cuerpo.

 

Y Theodoro de Banville precisa en sus Odas funambuléscas de 1857: Burgués -en el lenguaje de los románticos- era el hombre que no rendía culto más que a las piezas de cinco francos, que no tenía más ideal que la conservación de su pellejo y que, en la poesía, amaba únicamente la romanza sentimental y, en las artes plásticas, la litografía en colores”. En los parámetros de esta guerra civil estética será donde se inscriba la rubrica de los últimos movimientos románticos del s. XIX, con cuyo comentario dare por terminada esta evocación.

 


[1] La sensibilidad romántica hace suya una extraña biimpliación o sinonimia entre “libertad” y “destino” que, por paradójica y finalmente insostenible en el terreno teórico, y resbaladiza y hasta peligrosa en el terreno práctico (ético y político), fue enérgicamente recusada por el filósofo Hegel en la segunda década del siglo XIX. Más tarde, el Weltschmerz fue convertido por Schopenhauer en la raíz de un sistema filosófico de tremendo ascendiente en el mundo literario e incluso científico posterior -Freud, Einstein, etc.

 

[2] Lord Byron, admirado por sus gestos y peripecias incluso por el imperturbable Goethe de la vejez, es el paradigma de esto que estamos diciendo. Hay en él -o en su leyenda- una voluntad de vender cara la vida, de aristocratismo cuando menos espiritual, y de aceptación, en algunos casos, del fatum:

 

“Here´s a sigh to those who love me,                    Tengo un suspiro para los que me aman,

and a smile to those who hate;                                   y una sonrisa para los que me odian;

And, whatever, sky´s above me                                  Y cualquiera que sea el cielo que me cubra

here´s a heart for every fate                                        tengo un corazón para cualquier destino.”

 

que hacen de su figura el emblema de una manera de romanticismo heróico que no se repetirá -aunque de modo decadente y por tanto más salvaje- hasta la obra, y también la vida, de Arthur Rimbaud.

 

[3] U otro aspecto -desde luego más controvertido, pero menos específicamente literario- de la misma historia, puesto que tal era la enseñanza de teóricos como Gottlob Fichte (el Discurso a la nación alemana fue escrito en 1807) y el citado Herder (en los Ensayos sobre el origen del lenguaje, de 1772): el “espíritu de un pueblo” –Volkgeist– puede ser entendido también como un individuo, en este caso un individuo histórico con su lengua e idiosincrasia propias, y por tanto reclamar, exigir románticamente para sí una libertad y un destino inalienables (ni que decir tiene que tal concepción sigue tristemente vigente en los nacionalismos actuales, pese a la contestación general de la filosofía posterior hegeliana y positivista). Por otra parte, José Martí contaba una divertida anécdota acerca del precoz romanticismo de Alfieri: con tan solo ocho años decidió suicidarse a lo Werther debido a mal de amores, pero en vez de veneno ingirió por equivocación una buena cantidad de laxantes, un error que le costo una dura semana de padecimientos intestinales.

 

[4] En Historia de las ideas estéticas, publicado en Buenos Aires. También en la opera, los libretos de Zeno y Metastasio, las adaptaciones de Shakespeare, o el libro de Las escenas de la vida bohemia de Henri Murger que está a la base de sendos textos de La boheme de Puccini y de Leoncavallo, representan momentos de la popularización de este romanticismo bronco, folletinesco (asímismo, la Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz, compuesta en 1830, recrea las fantasías producidas por los efectos del opio de un escritor frustrado, y corría por aquel entonces el rumor acerca de la connivencia con el diablo del violinista Niccolo Paganini…)

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2 Comentarios

  1. says: Ramón González Correales

    Me quedo pensando en lo importante que son las referencias históricas para entender muchas de las cosas que han ido pasando y pasan ahora, quizá trasmutadas, pero no tanto. Fantástico artículo del que se puede disfrutar mucho tiempo siguiendo los nombres o las ideas. 

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