Café Society: la vida que siempre se abre paso

Lo asombroso de las películas de Woody es que parecen flotar, ser aéreas, inconsistentes,  apoyarse en una trama frágil que parece siempre a punto de caerse o de ser arrastrada por el viento hacia algún sitio que podría ser irrelevante. Los personajes, los diálogos, los escenarios, tienen siempre algo de elemental, como de bosquejo, como si todo fuera un relato algo improvisado y ligero de una sobremesa en la que todo puede comentarse  y hay que limarlo con distancia y sentido del humor.

Y sin embargo al igual que un esquema puede revelar los detalles más escondidos, esa aparente liviandad permite contemplar la condición humana con la mirada más limpia, con una compresión que no sería posible en un abordaje más dramático, donde el espectador se viera impelido a juzgar y a tomar partido, a identificarse y a justificar el tono moral que aplica a su propia vida.

 

 

En Café Society hay una historia de amor con obstáculos y sueños pero nadie muere, ni se destruye, ni impugna la vida, ni se deja llevar por el resentimiento. Los cruces se producen cuando se producen y a veces las cosas no pueden ser, pero la vida sigue y cada uno busca su camino un poco herido pero no imposibilitado del todo para siempre. Y además esas experiencias  quedan de alguna manera en el recuerdo lo que permite tener la certeza de que existieron y de gozar de la nostalgia y la sabiduría que a veces procura la vida no vivida.

Quizá el mayor referente del aprendizaje del modelo de amor romántico sea el cine que, probablemente, ha sustituido a la novela en el modelaje de las actitudes y los códigos sociales del ars amandi. En las películas muy a menudo se reproduce un modelo cerrado, tremendista, un poco asfixiante, de respuestas automáticas siempre bastante patéticas, fatalista, con una estética muy estricta que no parece desbordable sin el precio de la destrucción, la culpa o la soledad.

 

 

Sin embargo Woody en Café Society propone otros contextos en que las cosas pueden ser algo distintas y convivir muchas formas de relacionarse. Sobre todo la ciudad y lo que ella procura, New York pero también Los Ángeles, sitios donde hay fiestas, jóvenes y no tan jóvenes, hampones, jazz, ambición, deseos, negocios, gente rara de muchos tipos, luchas de poder, tiempo presente, diversos escenarios para los sueños que pueden ir cambiando de perfiles si no pueden cumplirse del todo.

En ese juego social los papeles son cambiantes, se puede subir y bajar, cada uno juega donde puede y ama lo que puede, lo que no está tan mal, después de todo, si uno puede seguir estando vivo, porque la realidad es que la vida es dura y nadie es perfecto, ni tiene siempre suerte. Y quizá solo se trate de eso, de sobrevivir razonablemente bajo una palmera amable sin hacer demasiados aspavientos, viviendo y dejando vivir.

 

 

Y luego, como siempre, los detalles gozosos. Esos coches de los años treinta, los vestidos de las chicas, los trajes de rayas,  el mobiliario de los despachos, la luz amarilla de Hollywood, esos garitos maravillosos con músicos de jazz ahí tan cerca, que saben transformar en alegría y esperanza hasta la más profunda de las tristezas, al menos por un rato, lo que dura la noche o solo algunas noches. Los ratos de vida que tiene la vida, que siempre está tan amenazada.

Esas cosillas que Woody lleva tantos años sugiriendo tan bien, sonriendo, entreteniendo, con una solo aparente liviandad.

 

 

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1 Comentarios

  1. says: Ignacio González

    Me encanta, has dado totalmente en el clavo. Cuando vi la película me pareció como simple, a medias, pero leyendo tu artículo la he entendido. Su sencillez es perfecta.

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