Los veranos en la calle Protectora

Los veranos en la calle Protectora estaban llenos de balcones. El de la habitación que compartía con mi hermano era el de las flores rojas. El de mis padres, cuyas barandas no se veían, escondidas detrás de pequeños cactus, era mi favorito. Territorio adulto. Y también estaba el de mis abuelos, que vivían dentro de él. Y no exagero cuando digo que, al atravesar la casa, de camino a la calle, nos saludaban como si fuéramos vecinos, no sus familiares y compañeros de piso. Pasaban todo el tiempo fuera, en dos sillas de mimbre y una mesa que no cabía del todo y les obligaba a tomarse los cafés en cuesta.

Los veranos en la calle Protectora tenían poca luz. Nuestros balcones estaban orientados al norte y, durante el día, recuerdo hablar con mi madre al trasluz, como si estuviera recortada sobre la fachada de enfrente. Termina tu merienda, no dejes juguetes por el suelo, no se te ocurra tirar nada a la calle. Era una sombra parduzca la que me hablaba. Un ente sin rasgos que me empujaba la risa más allá de los dientes. Y más allá de los dientes se me iban también las lágrimas cuando me daba un cachete por reírme en su cara, que no era ninguna sombra. Era una señora madre con una zapatilla de goma que sonaba seca y tajante sobre mi trasero.

Fotografiía: André Kertesz

No he hablado aún de mi padre. Mi padre se pasaba el verano persiguiéndonos con la cámara. Click-click, click-click. Ya perdía visión, pero aún no lo sabía. Y la lente era su mirada completa, le daba los ángulos que ya le faltaban a su retina. No sé si recuerdo más sus fotos o mis huidas. Y ahí están todas las pruebas de las persecuciones. Pequeños rectángulos en color desvaído con mi silueta y la de mi hermano en el centro, al contraluz, y nuestras camisetas blancas como único destello luminoso.

Fotografiía: André Kertesz

Los veranos en la calle Protectora también contenían a mi hermano, un auténtico escapista, especializado en tirarse desde todas las alturas de mi casa, justo antes de visitar Urgencias. Desde lo alto de la nevera, desde aquella tele tan aparatosa…Era muy pequeño, pero tenía una agilidad asombrosa. Nunca sabré cómo se subió a la cisterna, pero sí recuerdo su cabeza llena de puntos. Creo que tenían una habitación a nuestro nombre en el hospital de Son Dureta.

A través de aquellos tres balcones de la calle Protectora, siempre abiertos de par en par, entraban los sonidos de la calle y el olor de la pescadería de enfrente, que casi podía traducir en monedas en función de su intensidad. La semana iba mal si me veía obligada a entrar dentro de casa, con los dedos en pinza sobre la nariz.

Me asomo hoy a Google Maps para ver mi calle Protectora, ahora Carrer de Sa Protectora, pero el recuadro de la pantalla me devuelve unas aceras que no conozco. No hay pescadería ya, pero sonrío al descubrir la palabra Cortázar, donde estaba la panadería de mis almuerzos. Ahora es un restaurante. Y la farmacia que llené de lágrimas y gritos cuando me pusieron los pendientes es ahora una tienda de antigüedades. La que sigue ahí es la señal con la que me rompí mi primer diente, mientras me dejaba llevar por una cuesta.

El tiempo se ha llevado las baldosas de colores que pisaba, y las flores rojas, y los cactus. El escenario de mis ocho años ya no está, pero casi todos los que lo habitaban siguen por aquí, menos mis abuelos, a los que imagino aún con su café rampante sobre la mesa de algún balcón sin tiempo. Y la vieja cámara también está guardada. Y sus fotos. Y mi padre aún ve un poquito, un cañón de luz suficiente con el que nos persigue para que no nos salgamos del encuadre de hoy, de este mismo tiempo.

 
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