Las piedras de la vieja civilización romana llevan siglos en la misma posición. El sol completa un arco diario sobre ellas desde hace centurias. La Boca de la Veritá, el Coliseo, el Foro Romano… con alguna grieta más cada día, estos edificios que hablan de tantas cosas miran con dignidad al visitante desde siempre. También en 1953, año del rodaje de ‘Vacaciones en Roma’, y ahora.
Sin embargo, más allá de los monumentos, otras cosas han cambiado en Italia. Entre los primeros ensayos y errores de la futura democracia, que tan bien relata Marguerite Yourcenar a través de la ficción de “Memorias de Adriano”, y el magma en el que política, corrupción y falsedad se mezclan hoy en la antigua capital del imperio romano, hay una distancia imposible de medir.
Pero es mejor no moverse de la Roma pícara de los 50, la que sirve de escenario -con esas viejas piedras incluidas en el reparto-, para la película de William Wyler, que nos cuenta una historia sencilla, en la que chica conoce chico, pasan juntos 24 horas y surge el amor, aunque es imposible un futuro juntos porque, como reconocen ambos protagonistas, “la vida no es siempre como a uno le gustaría”.
La princesa Ana (Audrey Hepburn) es consciente de sus compromisos ineludibles. Cada mañana percibe con mayor nitidez que el mismo programa al que se ciñe cada una de sus jornadas se extenderá indefinidamente los días que le restan. Y decide escapar, sin saber muy bien qué le espera más allá de las altas verjas que marcan los horizontes de su vida. Conforme avanzan las horas de su jornada de libertad, empieza a hacer ejercicios con su voluntad sin músculo: subir a un taxi, comprar unos nuevos zapatos -con el dinero que le acaban de prestar-, un corte de pelo que elimina su melena de niña, el primer cigarro…
La nueva Ania Smith toma las riendas y no evita la cercanía de Joe Bradley (Gregory Peck) un americano atractivo y, aparentemente, dispuesto de manera solícita a acompañarle en su primer día sin reglas.
Discusiones sobre si recitan a Shelley o Keats, helados en la Piazza d’Espagna, una soleada terraza para desayunar champán, conducir alocadamente un motorino, las sorpresas que ofrece Roma al girar cada esquina…La ciudad sonríe a los protagonistas y también a nosotros, mientras los equívocos y el amor hacen de este cuento una opción deliciosa para disfrutar cualquier noche de éstas, especialmente si vamos viajar hasta allí o acabamos de volver. De verla antes, la pantalla nos mostrará los primeros trazos de una belleza que pasará del blanco y negro a una realidad en tonos amarillos, el color dorado de la luz romana. A la inversa, si es tras el regreso cuando elegimos disfrutarla, conseguiremos acompañar a los protagonistas en su recorrido, mientras sumamos nuestros recuerdos a su experiencia feliz. Doble placer.
En mi próximo viaje buscaré Via Margutta, 51. Disfrutaré de los olores que me hablan de la vida en cada hogar de ese fresco patio de vecinos e intentaré subir la escalera acaracolada que llega hasta el primer piso, para llamar a la puerta del apartamento de Bradley. No sé si Ania estará dentro; si me dejarán dormir en el diván o en la cama, ni si será posible usar uno de sus pijamas o asomarme a la ciudad desde su maravilloso balcón. Tanto da. En los sueños que proporciona el buen cine todo es posible.