El éxito casi personal de Charlie Brooker, guionista de Black Mirror, está siendo tal que le salen como hongos los exégetas, acorde con el espíritu de profecía bíblica de la serie. Yo lo voy a intentar también con el primer episodio de la tercera temporada, que me ha parecido el mejor y el más relevante para nuestro inmediato futuro. Antes que nada hay que decir que la actriz principal está inmensa en su tragicómico papel, aunque en general todos los actores protagonistas de la serie (que son, supongo que intencionadamente para no prejuiciar al espectador, prácticamente desconocidos) lo hacen muy bien. Aquí, el personaje de la chica nos conduce a un mundo en que ya no existen, precisamente, prejuicios, ni de género, ni de raza ni de condición sexual. Los vehículos, además, son eléctricos, nadie sufre hambre ni parece existir el paro, con lo que tenemos inicialmente un panorama de paraíso pequeñoburgués al que es difícil encontrar una tacha. Pero hay trampa, como es natural. Donde no hay trampa, sencillamente no hay narración, no hay historia que contar, y por ese motivo tan tremendo los humanos terminamos por disfrutar de las dificultades de las que decimos abjurar, vividas o contadas…
En este caso se trata de una especie de concurso de popularidad permanente en el que viven los ciudadanos, esa Sociedad de Reconocimiento Mutuo de la que hablaba Chesterton, y que, a falta de otras preocupaciones más urgentes, ocupa la vida de la gente y establece una jerarquía bien definida entre ellos. Una jerarquía gratuita, que no otorga ni proviene de riqueza o poder alguno, o no demasiado, pero que representa el único objeto de deseo por parte de todos. La desigualdad buscada, y querida, como el último entretenimiento, el último sentido que arrancarle a la vida. Una desigualdad consistente en gustarle a los demás, para lo cual hay que ser siempre agradable, cortés, generoso y feliz. Sobre todo feliz. Ser feliz o sólo aparentarlo no es un distingo que se haga en este mundo, lo único importante es suscitar la admiración de los demás, que se esforzarán por aparentar toda la felicidad pequeñoburguesa que sea necesaria para no caer socialmente en desgracia. El resultado es una suerte de totalitarismo social, no estatal, semejante al que tanto temía John Stuart Mill en el s. XIX. Para Mill, no había nada peor en democracia que la imposición del criterio de una gran mayoría sobre las posibles minorías marginales acerca de lo que sería más capaz de producir felicidad, seguridad y utilidad, por eso escribió aquello de “prefiero ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”.
Pues bien: el pecado capital que subsistiría en un mundo tan plano, pero tan pacificado, como este, sería la envidia. La admiración trocada en envidia, la felicidad trocada en obligación. Toda una sociedad compitiendo por ofrecer una cara más alegre y satisfecha que el resto de la población, los “cerdos” de Stuart Mill luchando por convertir su barro en oro. Lo que argumenta Brooker es, entonces, que la sobreexposición tecnológica de la felicidad llevaría a las personas a la locura y a la inautenticidad. El crítico literario Lionel Trilling distinguía entre la “sinceridad” y la “autenticidad”, entendiendo por “sinceridad” los comportamientos personales que persiguen honestamente cumplir con las reglas sociales, sin que tenga por qué implicarse hipocresía alguna en ello, y por “autenticidad” los comportamientos personales que buscan más bien realizar la perspectiva íntima de la vida de uno, aquello que no siempre se comparte con el prójimo. Stuart Mill defendería la convivencia de ambas, pero nunca la prevalencia de la una sobre la otra. Charlie Brooker, en cambio, se inclina más por la autenticidad, y de ahí la última secuencia del episodio, donde, tras un monólogo parecido al de “15 millones de méritos”, se muestra que en el mundo de lo políticamente correcto y de la envidia institucionalizada la única liberación posible y la única venganza es el insulto.
Curiosamente, eso ya nos ha sucedido. Con la plataforma adecuada, y en un contexto real en el que se confunden ya la autenticidad con el insulto, puedes llegar a presidente…
Efectivamente, el primer capítulo de esta última temporada es el mejor.
Pero ese futuro, además, ya está aquí.
Así somos, o son…los hay que sufrimos y lo decimos.
Veo ayer el episodio y me parece estupendo
Paradójicamente a veces lo nuevo trae lo viejo. “Que nadie tenga nada que decir de ti” era esa frase con las que lo padres advertían a los hijos resumiendo la cultura del escándalo, el método de control social más utilizado en las comunidades pequeñas donde todo el mundo se conoce y todo se controla a través de los visillos de la maledicencia. Algo que mutó a la cultura de la culpa en las ciudades, donde el individuo era más libre y por tanto podía permitirse ser otros aunque a veces llevaba el policía dentro.
La tecnología y los nuevos puritanismos culturalistas están convirtiendo el mundo en una aldea global, en un nuevo reino de la cultura del escándalo, donde cualquier individuo que ose transgredir cualquier dogma de cualquier grupo organizado puede ser castigado con el ostracismo público después haber sido adecuadamente vilipendiado en la plaza de Twitter a menudo de forma desproporcionada para dar ejemplo. Soledad Gallego Diaz comenta aquí el peligro que estos límites a la libertad de expresión tienen para las sociedades abiertas http://elpais.com/elpais/2016/12/21/opinion/1482327327_776506.html
Pero en cualquier sociedad, aún en la más perfecta, a nivel individual, privado, también hay una nueva vuelta de tuerca que es fácil que se produzca. La necesidad de buscar la aprobación de los otros siempre, de comportarse como creemos que los demás esperan, con “inteligencia emocional” como se dice ahora de forma manipulada, tratando de ganar una popularidad que fácilmente puede convertirse en un valor en sí mismo ajeno a cualquier forma de autenticidad en sociedades donde la opinión de los otros, la audiencia, parece haberse convertido en la única forma de verdad o de éxito.
Y sin embargo cualquier sociedad valiosa solo podrá ser juzgada por la posibilidad que de a los individuos de “ponerse el mundo por montera” cumpliendo unos mínimos de ciudadanía, por la posibilidad de ser distintos a los otros, de opinar de forma distinta o de cambiar de opinión y de asumir el precio hacerlo sin victimismos y sin precios excesivos o solo el precio que suponga asumir la decisión que se toma en una realidad concreta.
La libertad hoy como ayer se cifra en la capacidad para superar el miedo que nos da opinar o escribir lo que disgustaría a los que se supone que son los nuestros …
También hay otro reto. Buscar lo que la tecnología y el futuro podría aportarnos en nuestras relaciones o en nuestra posibilidad de vida. Escribir distopias quizá sea lo más fácil o lo más agradecido.
Estas distopías en particular convencen bastante. Conozco mucha gente sugestionada por Black Mirror. De todas formas, no es más que una gota contra el resto del mar, que está masivamente por la fe en que toda invención nueva será una invención buena. Por tanto esas críticas desde la fantasía anticipatoria me parecen oportunas y necesarias…