Tras medio milenio de Reforma Protestante…

“La tortura de una mala conciencia es el infierno de un alma viviente”
Juan Calvino

 

 

Cuando toca hablar de estas cosas (y debe tocar alguna vez, puesto que son asuntos esenciales que trascienden la asignatura de Historia), les digo a mis alumnos que tienen suerte de haber nacido en un país católico, España. El paraíso católico, en efecto, es un coladero: basta con haber sido un buen chico en general para salvarse, o, en caso contrario, con cumplir con la mitad de los sacramentos y recibir la extremaunción en el jodido último momento. E incluso, más difícil todavía, aunque por incuria o mala fe no hayas hecho nada de eso en absoluto, en todo caso la comunidad a la que perteneces rezará por ti, los monjes cantarán por tu alma en sus monasterios, las monjitas harán obras de caridad, etc., de manera que finalmente ya conseguirás hacerte con algún rincón recóndito en el solarium celeste. Los cristianos protestantes, en cambio, lo llevan francamente crudo a este respecto. Dios ya ha elegido a los suyos antes de nacer, conforme a la doctrina de la predestinación que Lutero tomó de San Pablo, y prácticamente da igual que te comportes en vida como Pol Pot o como Teresa de Calcuta. De hecho, como cada reformado es como el sacerdote de sí mismo, nadie tiene la potestad real por encima de ti de encargarse de lavar tus pecados, que arrastras toda la vida como una pesada carga sobre tu conciencia de la que nadie ni nada en este mundo puede librarte. Por eso, precisamente, los alemanes, por ejemplo, son tan serios y metidos para adentro, y no solamente porque sufran un peor tiempo atmosférico. El catolicismo, en cambio, es un verdadero chollo religioso, en comparación, y de ahí que tanto español o italiano ande tan tranquilo con sus trapisondas, sus corrupciones y sus bares de carretera: sabe que Dios le comprende, que es como amiguete suyo, y que tarde o temprano llegarán a un entendimiento que beneficie a ambos…

 

 

Pero no es verdad, o no del todo, lo que les cuento a mis alumnos. Porque pertenecer a una nación de tradición protestante, o evangélica, si bien no garantiza para nada la vida eterna, como poco te sitúa en un punto de partida para esta vida terrena mucho más próspero y confortable. Alemania, EEUU, Inglaterra o Suiza han devenido en las últimas centurias mucho más ricas y fuertes que Francia, España o Portugal. Es verdad que trabajando como burros, pero es una vida dura que no deja de tener sus recompensas. A nosotros nos gusta más holgazanear, para qué engañarnos, pero a cambio lo que obtenemos es miseria. Y de nada sirve -sigo predicando a mis alumnos- que uno se declare solemnemente ateo, porque, como en aquel chiste ambientado en Irlanda del Norte (lugar donde hasta hace poco han perdurado residualmente las guerras entre cristianos del s. XVII), no es lo mismo, ni parecido, ser un ateo protestante que un ateo católico. Cuando Martín Lutero, en 1517, y siendo un absoluto desconocido, clavó sus 95 tesis en la Iglesia de Wittenberg, decidió con ese gesto y sin saberlo el reparto geoeconómico y geopolítico que conocemos en la actualidad. Aquellos países que se sumaron a esa protesta de carácter religioso se subieron también al carro de la modernidad, y los que no, los que organizaron el Concilio de Trento para frenar la hemorragia inevitable de la Cristiandad, quedaron irremisiblemente rezagados. Así que podemos decir que, por regla general, un ciudadano de una zona del mundo de raigambre protestante suele sufrir más interiormente, su conciencia le pega mayores dentelladas, pero goza de mayores comodidades materiales, mientras que el ciudadano de una región del planeta de solera católica vive más reconciliado consigo mismo, es más alegre y despreocupado, pero a costa de penar más arduamente con la escasez de su el ámbito exterior.

 

 

Por otra parte, y por seguir jugando a poner ambas opciones en la balanza -y como si no hubiera otras…-, los pastores protestantes pueden casarse y tener hijos, sin embargo los curas católicos ya sabemos a qué aficiones perversas consagran lo que pueda quedar en ellos de regustillo asquerosamente carnal. Una vez más, creen que su Dios, considerablemente más comprensivo que el de Lutero (al que, por cierto, René Descartes señaló, disimuladamente, y en plena Guerra de los Treinta Años, bajo el disfraz filosófico de “el Genio Maligno”), lo perdonara, porque somos amiguetes en el fondo, me disuelvo en la comunidad, etc. Yo, personalmente, si tuviera que elegir seguiría quedándome con el catolicismo en que me críe, por razón de su permisividad y también por no matarme a trabajar absurdamente, pero me temo que soy demasiado propenso de natural a la tortura de la mala conciencia a que se refería Calvino, y en caso de tener dudas o angustias de la clase que fueren no se me ocurriría acercarme a un confesionario ni a un kilómetro. Además, los evangélicos tienen otra cosa buena que tenemos que agradecerles, que no es otra que la música gospel. De modo que el lector de estas consideraciones, tras medio milenio de Reforma Protestante, tiene la posibilidad de juzgar, incluso de escoger, sin salirse de su marco netamente cristiano. O bien la Biblia en el cajón del motel y la perspectiva de no salir jamás de loser (cuando un angloparlante dice esta palabra, hay que escuchar bien sus resonancias hondamente teológicas: el perdedor acabará, encima de pobre y no querido por nadie, en el puto infierno…) propia de las formas actuales y secularizadas del protestantismo luterano, o bien la indulgencia socarrona de las sotanas, la autoridad incuestionable del Papá y los casos repugnantes de pederastía en la portada de los periódicos. Y tampoco vale decir, como última defensa frente a esta disyuntiva, que uno es y se declara agnóstico, esa palabra y esa actitud que inventó el abuelo de Aldous Huxley y que representa una tentación que incluso a mi a veces me asalta, porque así mismo hay agnósticos católicos y agnósticos protestantes… Sí, menudo panorama, les digo también a mis alumnos…

 

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