Leí la noticia de madrugada, muy cerca del sueño y probablemente reparé en ella porque en ese concierto había gente que conocía. Recuerdo que me sentí extrañado porque a esas horas me costó imaginar que hacía un acróbata en un concierto de música. Por la mañana volví a abrir los periódicos y la noticia ya había crecido. Todavía no había datos concretos del fallecido pero ya había estallado la polémica sobre si el concierto hubiera tenido que suspenderse.
Había quien pensaba que fue inhumano que el concierto continuara, que ni siquiera se informará en tiempo real de lo que pasó. Hubo gente que se fue, que hizo fotos a las pulseras arco iris después de quitárselas y las colgó en las redes en señal de protesta. Que opinaba que la organización solo pensó en el dinero y no respetó la muerte de un acróbata, que se planteaba qué se hubiera hecho si el muerto hubiera sido un miembro importante de uno de los grupos. Lo que también lleva a pensar si la repercusión mediática hubiera sido la misma si hubiera muerto un electricista muy lejos de ninguna pantalla.
Otros pensaban que el espectáculo tenía que continuar porque si les hubiera pasado a ellos mismos algo parecido querrían que aquello tan memorable, donde se reunían en ese momento 45.000 personas, hubiera continuado. Algo parecido a lo que más tarde manifestó la hermana del fallecido. “Murió haciendo lo que quería, lo que más amaba”. Lo que supone que el homenaje ya se estaba produciendo en la continuación del propio espectáculo en el que el quiso participar. Una forma de trascendencia.
Pero quizá todo esto no fue captado en esos momentos por todos los que estaban allí de la misma forma. Muchos, quizá solo preferían seguir la fiesta a cualquier precio y se hubieran sentido muy frustrados si ese incidente la hubiera detenido. La organización dice que siguió para evitar problemas de seguridad, lo que quizá incluyera miedo a reacciones airadas de gente un poco colocada. Por otro lado yo percibía un fondo de banalidad que resultaba inquietante. Por un lado parecía que los espectáculos cada vez más precisaban gestos inútilmente arriesgados. Por otro parecía no haber ni un punto de significación compartida cuando se producía una muerte, como si los seres humanos solo fuéramos figurantes en un feroz sociedad del espectáculo.
¿Pero que es lo que habría que haber hecho? ¿Donde está escrito lo que la organización hubiera tenido que hacer, lo que hubiera compartido y satisfecho a todo el mundo? Esa quizá sea la pregunta interesante, la que además nos enfrenta a la situación compleja de las sociedades occidentales contemporáneas, donde conviven creencias, en algunos casos contradictorias, muy a menudo opacas y por tanto más ligadas a la sensación emocional de lo que es natural, evidente, bueno o reivindicable.
Dice Yuval Noah Harari en “Sapiens” que desde la revolución agrícola los seres humanos comenzaron a preocuparse por el futuro y la gestión de los excedentes, lo que impulsó el desarrollo de élites, que vivían de ellos, y de sistemas políticos y sociales a gran escala donde era necesaria la organización y la cooperación.
“Aconteció que los mitos son más fuertes de lo que nadie podía haber imaginado. Cuando la revolución agrícola abrió oportunidades para la creación de ciudades atestadas e imperios poderosos, la gente inventó relatos acerca de grandes dioses, patrias y sociedades anónimas para proporcionar los vínculos sociales necesarios. Aunque la evolución humana seguía arrastrándose a su paso usual de caracol, la imaginación humana construía asombrosas redes de cooperación en masa, distintas a cualesquiera otras que se hubieran visto en la Tierra.”
(…) “Todas estas redes de cooperación, desde las ciudades de la antigua Mesopotamia hasta los imperios qin y romano, eran «órdenes imaginados». Las normas sociales que los sustentaban no se basaban en instintos fijados ni en relaciones personales, sino en la creencia en mitos compartidos.”
Y ocurre que esos mitos siempre incluyen la relación con la muerte y por tanto los ritos funerarios que generalmente intentan de forma simbólica, por medio de ceremonias y gestos, aportar una significación que preserve el orden social y el equilibrio individual. La muerte inquieta hasta a los rockeros más duros y siempre parece que se necesita algo para encajarla, sobre todo cuando se produce de improviso, recordando que nunca estamos a salvo aunque seamos jóvenes y nos creamos sanos e inmortales.
Parar el concierto hubiera sido un gesto de luto muy ligado a creencias católicas en una sociedad como la nuestra. Un luto ligado a la importancia afectiva de la persona muerta o de su relevancia social en cuyo caso puede realizarse un “luto oficial” por parte de las instituciones políticas. Una muestra de respeto por el muerto en una época muy marcada por el humanismo igualitario que trata de prescindir de las diferencias sociales al menos como relato.
Quizá por eso mucha gente, incluso con ideologías distintas, se sintió mal,aunque no supiera concretamente de donde venía esa emoción, cuando el concierto prosiguió como si no pasara nada. Quizá sintieron que se banalizaba el propio concepto de humanidad dejando continuar la fiesta, tan disonante con la muerte en nuestra cultura a pesar de que nuestras sociedades parezcan muy secularizadas.
Porque además no parece haber ritos alternativos a los religiosos, socialmente compartidos, para afrontar la realidad de la muerte y la angustia que nos crea. Podría haber habido una ceremonia para continuar, las palabras precisas y emotivas en ese momento, expresadas por alguien especial, que hubieran evocado una significación compartida y hubieran elevado la fiesta a la condición de homenaje. Algo ritualizado en los festejos que incluyen el riesgo de muerte, como las corridas de toros, pero que no es fácil de improvisar si no existe. No estoy seguro del todo, pero no creo que ninguna corrida se haya suspendido por la muerte de un torero. Otro torero mata al toro, la corrida continúa y el rito se perpetúa confortando de alguna manera a todos los que asisten a esa representación y comparten sus códigos.
Leo el comunicado de la organización justificando su actuación, donde trata dar un argumento final referido a un “orden imaginario”: “La cultura es precisamente una apelación a la vida y por eso el festival ha decidido continuar como homenaje también a los trabajadores artísticos que intervienen mostrando sus habilidades ante un público que les admira y valora. En ese sentido, Pedro Aunión fue una persona comprometida con el arte que se merece todo el respeto y admiración”. Un lenguaje demasiado políticamente correcto para que pueda emocionar y ocultar otras razones posibles y quizá más poderosas tras la postura oficial. Y la realidad de una jerarquía de artistas (con muy distinto sueldo y condiciones laborales) por encima de ese lenguaje enfáticamente igualitario.
Busco y me cuesta encontrar en el programa oficial el anuncio de la actuación de Pedro Aunión que no era exactamente un acróbata sino un bailarín de ballet muy bien formado que probablemente trataba de ganarse la vida como podía en ese mundo tan difícil. Es posible que considerara la danza un arte y no una simple habilidad y quizá hubiera preferido haber estado en el escenario haciendo su espectáculo al menos anunciado al mismo nivel que los músicos, sin tener que llamar la atención solo por el impacto del riesgo que corría con su actuación que quizá ni siquiera podía apreciar bien la mayoría de la gente, mucha de la cual ni siquiera percibió que cayó al vacío.
Esas cosas por las que vivimos o morimos. Por las que nos jugamos la vida. Los mitos que dan significación a lo que hacemos. La frágil condición humana. Los argumentos que a menudo nos faltan para seguir o no en un concierto.