Brando: la rebeldía tras el tiempo que ha pasado

Cien años del nacimiento de Marlon Brando

Por casualidad aparece por televisión un documental sobre Brando que cuenta muchas cosas, que contiene muchas imágenes, su propia voz musitante diciendo y desdiciéndose, las causas de su rebeldía en una infancia desgraciada que lo llenó de fuego y angustia, del combustible de lo que luego sería su método como actor: dejar emerger esas emociones para dar autenticidad a personajes como Stanley Kowalski, ese que lo lanzó a la fama y definió tanto su perfil público y su leyenda.

La autenticidad frente a la hipocresía social, las emociones más primitivas como rastro de los verdaderos deseos, del yo más auténtico siempre aprisionado por el control social que no lo deja emerger y lo inunda de infelicidad. Los ecos de una arcadia que parecía prometer los cimientos de un mundo mejor o al menos de unas relaciones mejores, de una nueva forma de ataraxia o extasis. Eso que se creía en los 60  y que retorna a menudo. La bondad esencial que anidaba allí dentro que podría dar respuesta intuitiva a todo, dar sentido a todo. La verdad incuestionable y automática al otro lado de la moneda. Lo que no fue tan fácil o incluso fue paradójico, como las emociones que cambian y rebotan como una pelota de goma que siempre se escapa de las manos.

Brando tuvo ese reto. Tenía una herida, talento natural y un cuerpo atractivo, el capital erótico que también tienen los hombres. Triunfó en el momento justo, muy rápido, muy joven, pronto pudo tener todo lo suficiente para imponer sus reglas, para hacer las cosas a su manera. No sólo hacer las películas que quisiera sino también relacionarse, pensar o amar de otra forma, quizá mejor que la que tanto había detestado.  Un nuevo tipo de creación que ya no es tan fácil, ni tan intuitiva, aunque se pretenda hacer con aires de superioridad moral, lo que convierte en más patéticos los resultados, la reproducción casi compulsiva y a veces estúpida de mucho de lo que se había desdeñado.

Recorrer la biografía de Marlon Brando puede producir emociones muy contradictorias, como ocurre siempre con esa gente muy dotada que parece abusar de sus cualidades y las derrocha en conductas muy autodestructivas o excediéndose en la utilización de su poder o su magnetismo sobre los demás. Mirándolos siempre se produce una mezcla de admiración y de desprecio, porque nos fascina contemplar el talento creativo en estado puro, brillante desde el principio, sin asomo de esfuerzo o conquista de ningún tipo, como la imagen pura que tenemos de la belleza. Pero, por otro lado, eso nos produce el desasosiego y el resentimiento más intenso por la injusticia esencial del mundo, esa envidia de lo que no podremos ser nunca por mucho que lo persigamos o nos esforcemos. Quizá también porque desvelan los límites humanos, lo que nosotros mismos pudiéramos haber sido si se hubieran cumplido nuestros deseos, lo que hay detrás del triunfo y la admiración social, los nuevos retos que se abren tras él, a veces más abismales de lo que hubiéramos podido sospechar.

Toda su vida Brando se pudo permitir hacer cualquier cosa porque todo el mundo estaba dispuesto a perdonarle todo. Daba igual que se apuntará a películas malas para ganar dinero o que se anegara en la banalidad o el alcohol durante mucho tiempo en una isla de los mares del sur. Daba igual que muchas veces fuera caprichoso, arbitrario o petulante. Como con algunos toreros siempre el público esperaba algo que sólo podían hacer ellos, un golpe de genio, una actuación memorable que pudiera guardarse cuidadosamente en el corazón y que hacía olvidar los antiguos errores.

Porque además era verdad que Brando era capaz de comunicar por un hilo muy fino la arrogancia con la fragilidad, la dureza con la más delicada sensibilidad, la crueldad con la ternura. Como ocurre con su personaje de Johnny en “Salvaje” (“The Wilder One”, 1953) donde demuestra con gestos cada vez más sutiles como la convencionalidad provinciana puede ser mucho más peligrosa y cruel que las gamberradas de una pandilla de moteros pendencieros con chaquetas de cuero y mucho miedo y esperanza ondulando al viento.

Hace ya cien años que Brando murió y al contrario de lo que suele ocurrir me sorprende el poco tiempo que hace, quizá porque lo tenemos asociado al cine del principio de los años cincuenta, al cine de Kazan sobre todo. Aunque luego vino Corleone y Kurtz. En fin, todo un verano para revisar a un mito al calor de las noches…

EL DUQUE EN SUS DOMINIOS

“La mayoría de las muchachas japonesas se ríen tontamente por nada. La pequeña criada del Hotel Miyako, en Kioto, no fue una excepción. La hilaridad, y las tentativas por suprimirla, enrojecieron sus mejillas (al contrario que los chinos, el rostro de los japoneses por lo general tiene bastante color), y sacudieron su figura rolliza, envuelta en un kimono estampado con motivos de peonías y pensamientos. No había ninguna razón especial para su alegría. La hilaridad japonesa funciona sin motivo aparente. Sólo le había pedido que me dijera cómo llegar a cierta habitación. «¿Vino ver Marron?», dijo, casi sin aliento, mientras mostraba, como tantos de sus compatriotas, un despliegue de dientes de oro. Luego, con pasos diminutos, como de pies con dedos de paloma que se desliza, propios de quien luce un kimono, me condujo por un laberinto de corredores mientras decía: «Yo llamo usted puerta Marron». El sonido de la ele no existe en japonés, y la criada decía «Marron» en vez de Marlon, Marlon Brando, el actor norteamericano, que por aquel entonces estaba en Kioto participando en el rodaje de la versión cinematográfica de la novela ‘Sayonara’, de James Michener, que producía William Goetz para la Warner Brothers.

Mi guía llamó a la puerta, gritó «¡Marron!», y desapareció por el corredor; las mangas de su kimono se agitaban como si fueran las alas de una cotorra australiana. Abrió la puerta otra criada del Miyako, delicada como una muñeca, que inmediatamente sucumbió a su inevitable ataque de extraña histeria.

—¿Qué pasa, encanto? —preguntó Brando en voz alta desde una habitación interior”.

 

TRUMAN CAPOTE “El duque en sus dominios”. The New Yorker” 1956

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“The Wild One” El Salvaje (1953) Primera Parte from Cronicas Vintage on Vimeo.

 

“Brando podía ser narcisista e irritante hasta provocar la náusea de cualquier mirón con un mínimo de sentido crítico. Abundan en su irregular carrera los ejercicios de autocomplacencia y la desidia hacia el trabajo o el arte para el que se sabía superdotado. Disponiendo de ilimitada capacidad de elección para protagonizar historias interesantes, guiones con carne y alma, se apuntó demasiadas veces a lo fácil y a lo previsible que le proporcionaría fortuna inmediata, fue un desganado mercenario en bastantes causas mediocres, cuesta mucho recordar algún papel suyo con un poco de interés en sus últimos 25 años de carrera. Y, sin embargo, su aparición en cualquier película mantuvo las expectativas de gran acontecimiento hasta el final. Nadie quería perderse una actuación del gran mago. Por si acaso, por si decidía sentirse generoso y regalarnos unas gotas de sus esencias.

¿Y cómo puede alguien tan vago disponer de tanto crédito? Cualquier espectador con sensibilidad y capacidad de admiración podrá entender las razones de ese eterno prestigio si observa a este actor genial en unas cuantas películas, en momentos que están más allá del elogio.

 

“The Wild One” El Salvaje (1953) Segunda Parte from Cronicas Vintage on Vimeo.

Acosando a Vivien Leigh en Un tranvía llamado deseo, pidiéndole a su esposa en la noche de bodas que le enseñe a leer en Viva Zapata, manipulando a la plebe con su discurso después del asesinato de César en Julio César, quejándose con tono bíblico a su gansteril hermano mayor de la explotación y el fracaso al que le condenó en La ley del silencio, machacado después de una paliza salvaje e intentando proteger a Redford y que se cumpla la ley en La jauría humana, formando con propósitos maquiavélicos al futuro revolucionario negro en Queimada, su actuación durante la boda de su hija en El Padrino, el monólogo ante el cadáver de su suicida mujer en El último tango en París, su reflexión sobre el poder absoluto y el horror existencial en Apocalypse now, son secuencias que demuestran con impacto inolvidable el arte de uno de los actores más originales, poderosos, cautivadores y emocionantes que jamás han existido. Ver y escuchar a ese fascinante Brando es una experiencia que la retina y el oído van a guardar a perpetuidad. El cine, la interpretación y la magia siempre le echarán de menos.”

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