La aparición del libro de José Esteban Gonzalo (Sigüenza, 1935) Ahora que recuerdo. Memorias literarias (2019) nos permite el conocimiento en claroscuro de unos años vertebrales del siglo XX español, que se inician en el otoño madrileño de 1955, con el entierro del filósofo José Ortega y Gasset, y que avanzan por las trochas de los años que llegan a 2016.
Esa inflexión de esos años del otoño gris plomo y del tiempo frío como el metal, comentados memorialísticamente por Juan Benet en su Otoño en Madrid, hacia 1950 (1987), se articulan entre el citado entierro de Ortega de 1955, y el de Pío Baroja un año después, en octubre de 1956, y componen el punto de arranque, como un resorte de muelle vivo, de los recuerdos capturados por Pepe Esteban desde su establecimiento en Madrid para iniciar estudios de Derecho, hasta el pregón de la XL Feria del libro de ocasión. Recuerdos en los que en algunos pasajes se visualizan las coincidencias con el memorialismo madrileño del citado Benet: así tanto Baroja como Díaz Caneja, desfilan en ambas capturas y recuerdos. Pasando Pepe Esteban, sorprendentemente, por alto en ese comienzo del recuerdo sostenido, los años de su Sigüenza natal y, más aún, los años de la infancia y primera juventud, que coinciden con la más dura posguerra y con el proceso de despertar a la vida y a sus vértigos..
Contrasta esta omisión de recuerdos de infancia y juventud, con la visualización minuciosa y casi sosegada, desarrollada por Antonio Martínez Sarrión, con el primer tomo de sus memorias Infancias y corrupciones (1993) en su Albacete natal, o con la pretensión sostenida por Carlos Barral al querer incorporar al volumen de sus Memorias completas (2015) un capítulo agregado pero no publicado finalmente, que quiso denominar Memorias de infancia, para subsanar lo omitido en el primer volumen de su recordatorio, Años de penitencia (1975)
Y es que el formato memorialístico adoptado por Pepe Esteban opta por la colección sistematizada de cuadros de recuerdos de personajes procedentes del campo literario y artístico, entre los que hilvana su rememoración y construye su memoria. Dando con esos pretextos, de nombres, libros y revistas, pie a divagaciones discursivas y a valoraciones del momento, donde se encabalgan, sobre todo, asuntos de estirpe editorial, de recogida de firmas para cualquier manifiesto antifranquista y de promoción de revistas e iniciativas culturales diversas, a las que tan dado fue Pepe Esteban: desde Poesía de España a Ruedo Ibérico, desde Ciencia Nueva a Turner, hasta sus colaboraciones, ya entre nosotros, con editorial Celeste o con Almud ediciones.
Y ese formato asociativo de recuerdos supone formalmente, una proximidad al trabajo desplegado por Caballero Bonald en Examen de ingenios (2017), donde el jerezano da cabida a retratos varios y picantosos de compañeros de viajes y de encuentros, que van desde Azorín a Baroja, pasando por Camilo José Cela y Juan Goytisolo. Esta modalidad de trazado de recuerdos, desde la configuración de retratos verificados sobre coetáneos próximos, ya la verificó Juan Ramón Jiménez en su obra Españoles de tres mundos, que aunque iniciada en 1942 no vería la luz hasta que Ricardo Gullón concluyó la edición en 1987.
Y por ello Pepe Esteban se acomoda a ese formato de un memorialismo impropio, o si se quiere un memorialismo indirecto, donde no abundan las opiniones personales y los asuntos propios privados, como veremos más delante. Por ello memorialismo indirecto, o si se quiere memorialismo de editor, que se asoma a la ventana de su pasado desde las realizaciones propias y de otros autores, es decir desde su despacho editorial para exponer su posición en todo lo acontecido con esa distancia que confiere a lo escrito la estructura editorial. Todo ello, toda esa definición de memorialismo de editor, con todas las salvedades posibles en los diferentes ejercicios disponibles da cuenta de una forma especial de rememoración y de escritura. Una forma de escritura que da lugar a muchas omisiones, como ya tuvimos ocasión de apuntar en relación con el trabajo de José Corredor Matheos. Corredor de fondo (2016), ya mencionado en estas páginas de Hypérbole. De memoria/ des-memorias, donde afirmaba sobre estos propósitos que: “(…) todo se debe a la eficacia de la construcción del género memorias: ‘Hablar de aquellos con los que estuve’, para componer unos daguerrotipos eficaces o unos cuadros personales de alto relieve”. No olvidemos el papel de Corredor como editor y promotor, al margen de sus vetas poéticas y ensayísticas, y de aquí la referencia en ese quiere memorialismo de editor. Un memorialismo que bordea tanto las cuestiones literarias del propio texto como la transformación que todos los recyuerdos experimentan cuando son escritos.
El ya citado Carlos Barral, que fue editor magnifico y renombrado, no sucumbe al listado enfilado de cuadros y confidencias, y arma los recuerdos con un material sensible, emocional y reflexivo, en el bloque de sus memorias entre las citadas de 1975 Años de penitencia, a Los años sin excusa (1978) y Cuando las horas veloces (1988). Algo parecido encontramos en el caso de otro editor de altura, como fuera Jaime Salinas en su trabajo Travesías 1925-1955 (2003), que limita pudorosamente a esos treinta años, no más, pero cortando los últimos. O incluso, el que fuera compañero de Pepe Esteban en la aventura editorial de Turner, Manuel Arroyo-Stephens produjo un trabajo memorialístico diverso con su excelente Pisando cenizas (2015). Donde da comienzo a sus elaboradas cenizas del recuerdo con acontecimientos de la madurez.
Otras piezas ubicables en ese memorialismo de editor, serían las entregas de Jorge Herralde, patrón fundador de Anagrama, con su trabajo Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos (2006), y con el omnipresente Juan Cruz y su obra Egos revueltos. Una memoria personal de la vida literaria (2010). Que ya visualizan una la secuencia de referencias de amigos y escritores (Herralde) y otra la subrayada en el título vida literaria (Cruz). Y todo ello, todas las consideraciones del recuerdo ensartado en nombres propios configura un modelo de prospección sobre sucesos de muy diverso orden: desde la fundación de una revista efímera, a unas conversaciones en el Café Gijón o en el pub de Santa Bárbara, desde un viaje insólito a la Unión Soviética a una rememoración de La Alcarria. Reflejando cómo la selección de diferentes cuadros y escenas vividas, tratan de constituirse en un hilo discursivo más externo que interno. Incluso, lo aseverado por Valle Inclán, “Nada es como es, sino como se recuerda”; a lo que podríamos agregar “Y como se cuentan esos recuerdos”. Dotando a ese memorialismo de un claro carácter ficcional. Como nos descubriera, sorprendentemente, una falsa novela, como fuera El joven sin alma. Novela romántica (2017), donde Vicente Molina Foix construye y rememora unos años locos, desde una propuesta que hermana la memoria con la ficción y con una enorme capacidad de involucrar al autor con lo narrado. Cosa que aquí se desplaza a un pudoroso segundo plano.
Y es que el ojo de Pepe Esteban trata de eludir las aseveraciones reflexivas personales, para llenarlo todo con la pintura exterior vista desde el momento de la escritura. Todo ello para enfatizar lo señalado en el umbral del libro con la cita de Moreno Villa. “En las memorias se escamotea la indagación del yo, el proceso evolutivo interno y externo del hombre, la confesión de la intimidad”. Dejando al descubierto huecos del pasado que no se rellenan, o lo hacen de otra forma.