Cuando volvemos la mirada hacia atrás, al pasado, lo que vemos no es nuestra vida. Esa sucesión de imágenes que pasa delante de los ojos es una película sobre ella. Incluimos muchos recuerdos, sí, pero también hemos borrado otros. Igual que podría hacerse en una sala de montaje de cine, cortamos todas aquellas escenas que no nos interesan y mantenemos las que nos gustan, aquellas que dan brillo al pasado, componiendo algo así como una versión oficial de nuestra existencia. Y puede que también incluyamos alguno de los pasajes que nos gustan menos, en un intento de ser honestos, pero aplicando nuestra propia lente distorsionadora, un espejo fragmentado que nos permite convivir con ellas. Las demás, las eliminadas, quedan arrumbadas en algún lugar de la memoria del que salen muy pocas veces, encerradas bajo siete llaves, aunque pueden oscurecer nuestro presente en cualquier momento. Y debemos contar con ello.
Por esta razón, a muchos les encantaría encontrar un sistema que permitiera eliminar realmente los malos recuerdos, que hiciera posible seleccionarlos exactamente, tras delimitar con mucho cuidado sus márgenes, y darle a un botón que los hiciese desaparecer. Una buena manera de dejar nuestra mente limpia, brillante, sin tacha. Lista para atesorar nuevas experiencias. Por ejemplo, un nuevo amor.
Con esta idea fantasea Michel Gondry en “Olvídate de mí”, un soso título español que palidece frente a “Eternal sunshine of the spotless mind”, el original, un verso de Alexander Pope citado de pasada en una película en la que se habla de la necesidad eterna de deshacernos del desamor, de borrar el sufrimiento cuando una relación termina.
La historia nos presenta a un psiquiatra, el doctor Mierzwiak, que ha ideado el sistema perfecto para acabar con la tristeza de la ruptura: entrar en el cerebro del sujeto y borrar la zona de actividad neuronal que se corresponde con cada recuerdo doloroso, creando una pequeña cicatriz. El proceso implica también deshacerse de todos los objetos que tienen algo que ver con esa persona, además de avisar a los familiares y amigos para que colaboren y también olviden la existencia del amor fallido. El sistema es un éxito y la consulta está llena.
Pero, a lo largo de esta película, queda claro que la sustancia de la que está hecha el amor es otra, indefinible y resultado de distintas mezclas. Una relación como la de Joel (Jim Carrey) y Clementine (Kate Winslet), o como podrían ser las nuestras, se construye sobre vivencias que acaban convertidas en recuerdos, pero, ¿de dónde surge esa necesidad de compartir, de intercambiar visiones del mundo para conformar una conjunta y perdurable en el tiempo? Atracción física, conexión intelectual, una inexplicable sensación de comodidad en el espacio próximo del otro… Nadie conoce la fórmula exacta que nos conduce al amor de forma voluntaria o mientras nos resistimos a él. Muchas cosas conforman ese auténtico campo de fuerza y puede que una limpieza de recuerdos tras su final no termine con las opciones de volverse a enamorar de quien ya lo hicimos. Y exactamente por las mismas razones.
Resulta curioso revisar esta película de 2004, en la que se habla de ese afán de borrar todos los episodios de una pasión pasada, justo en estos días, cuando hemos conocido una propuesta contraria, la del fotógrafo japonés Haruhiko Kawaguchi, quien, en lugar de eliminar, prefiere preservar el amor como si se tratase de una conserva. Este artista envuelve a parejas en plástico, congelando un momento con su cámara, para intentar mostrar que es posible guardar, igual que cualquier alimento, el instante perfecto de cada relación, aquél que todas las parejas viven, duren lo que duren e independientemente de su final.
Borrar frente a conservar, un dilema que no parece sencillo resolver mientras la imaginación busca bálsamos contra el dolor de la pérdida y maneras de prolongar la felicidad eternamente. Pero, si insistimos en encontrar respuestas, podemos hallar algunas, probablemente las más bellas, en “La llama doble” de Octavio Paz, que reúne muchos buenos motivos para disfrutar del amor mientras dura.
En este maravilloso ensayo sobre el erotismo y el sentimiento esencial -aunque el ermitaño Josep Pla no estaría de acuerdo en esta definición-, el escritor mexicano explica que “el amor también es una respuesta: por ser tiempo y por estar hecho de tiempo, el amor es conciencia de la muerte y tentativa por hacer del instante una eternidad. Todos los amores son desdichados porque están hechos de tiempo, todos son el nudo frágil de dos criaturas temporales y que saben que van a morir; en todos los amores, aún en los más trágicos, hay un instante de dicha que no es exagerado llamar sobrehumana: es una victoria contra el tiempo, un vislumbrar el otro lado, ese allá que es un aquí, en donde nada cambia y todo lo que es realmente es”.
Imposible añadir nada más.