Al crecer, nos dimos cuenta

“El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen otra manera” L.P. HARTLEY, “El mensajero”

“Ingresó en mi vida en febrero de 1932 y desde entonces no ha salido de ella” FRED UHLMAN, “Reencuentro”

Estas citas son los respectivos comienzos de dos extraordinarias novelas muy próximas en casi todo. “El mensajero” (The Go-between) se publicó en 1953 mientras que “Reencuentro” (Reunion) apareció en 1971. Sus autores, británico Hartley (1895- 1972) y alemán Uhlman (1901-1985), compartieron generación, y por tanto el mismo y turbulento contexto socio-político. Ambas obras fueron adaptadas al cine con sendos guiones de Harold Pinter, la primera bajo la batuta de Joseph Losey en 1970 (que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes y es bien recomendable), la segunda bajo la de Jerry Schatzberg en 1989.

 Las dos novelas tienen similar punto de partida: los protagonistas rememoran desde su vejez un episodio de adolescencia que extendió su ominosa huella hasta el presente, episodio originado por la amistad entre chavales de diferente estrato social que entablan un contacto profundo, y caracterizado por ser el detonante del obligado descubrimiento de la crudeza del mundo adulto. Mientras, en el telón de fondo se fraguan los grandes desastres del siglo XX, la Primera Guerra Mundial en “El mensajero” (la acción transcurre en 1900) y la Segunda Guerra Mundial en “Reencuentro” (que arranca en 1933).

 La pubertad en que se hallan inmersos tanto Leo Colston (eje central de la obra de Hartley) como Hans Strauss (ídem en la de Uhlman) no es ese periodo áspero de los actuales adolescentes, donde muchos precipitan su vivencia entre un enmarañado cúmulo de palabrotas y referencias sexuales, sino el confín de la infancia en el que perduran aún la curisiodad e ingenuidad propias del niño, que se van resquebrajando conforme suceden los hechos que los arrojan a la edad adulta. Cuando Leo y Hans traban respectiva amistad con Marcus Maudsley y Konradin von Hohenfels, siendo invitados por ellos a las mansiones nobles donde residen, ven abierta la posibilidad de satisfacer las inquietudes que en sus senos familiares les han inculcado, pero que no pueden desarrollar plenamente por carecer de los medios suficientes. Estas inquietudes tocan aspectos que abarcan desde la cultura y la estética a las costumbres y vida social, desde el mero aprendizaje vital hasta el despegar del pensamiento filosófico, en consonancia con las propias visiones de sus autores, que vienen derivadas del hervidero cultural que propiciaron en el viejo continente los sucesivos movimientos de vanguardia así como los espeluznantes hechos históricos acaecidos en la primera mitad del siglo.

 Gracias a la límpida prosa de los dos escritores, tocada con el don de la exactitud, se transmite al lector la sensación de descubrimiento y entusiasmo que envuelve a los protagonistas, y también la congoja que les produce comprobar cómo esos mismos descubrimientos, al abrir y expandir su capacidad de raciocinio, destapan progresivamente las miserias y bajezas del entorno que los rodea, juegos de apariencias y barreras sociales a los que ellos mismos se ven abocados sin posibilidad de remediarlo. El precio a pagar por comprender esto es la ruptura de la amistad, en el caso de “Reencuentro”, abrupta y sobrevenida por la irrupción de la guerra; en el caso de “El mensajero”, necesaria para disimular y encubrir una incómoda verdad que había quedado al descubierto (también llega, un tiempo después, la guerra).

 La sutileza con que las palabras se van hilando en ambos textos es la responsable de que sean a la vez un exquisito retrato de época así como una eficiente denuncia de sus flaquezas, mientras nos hacemos perfecta idea de lo inhóspitas que se tornan las cosas cuando se empiezan a mirar desde el prisma de la responsabilidad que conlleva hacerlas y las consecuencias que ello acarrea. Lo sentimos también así porque a través de Hans y Leo podemos ir recordando nuestro propio proceso de maduración, reinterpretamos desde una nueva óptica acciones y reacciones de las que participamos en su momento, otorgando nuevas complejidades a situaciones que pudieron parecernos bien simples de dilucidar, y muchas veces, condenándonos por haber obrado de tal o cuál forma, demostrando lo estúpidos que podemos llegar a ser y la imposibilidad de prescindir de nuestro pasado. En definitiva, constantemente estamos visitando de nuevo ese país extranjero donde toda forma de prodecer nos resulta extraña, pero de la que no podemos desprendernos porque, por habernos pertenecido una vez, ya no ha salido de nuestra vida. A él tenemos que ceñirnos porque cada vez somos más pasado que presente.

 

Todo esto no hace sino evidenciar la enorme capacidad narrativa de Hartley y Uhlman, que consiguen, mediante el inmaculado equilibrio de la forma, iluminar un fondo lleno de autenticidad humana. “Reencuentro” tiene armazón y características de miniatura (novella, lo llaman algunos). “El mensajero” es más largo y prolijo, pero en esencia, los dos son una lupa de aumento. Construyen una situación íntima y familiar contenida en un resquicio de la Historia, que a su lado parece ser algo mucho más relevante y contundente, pero que no es más que la ampliación exagerada (grotesca, tantas veces) de todas las situaciones pequeñas que la escriben con sus mutuos choques.

Uhlman y Hartley nos recuerdan que a pesar de que como humanos seamos incorregibles, a pesar de lo vivido, de lo no vivido, de lo que pudo ser y no fue o de lo que directamente no fue, merecemos ocupar un lugar y tener un tiempo. Lo queramos o no, nuestro lugar y nuestro tiempo. La forma que tienen de recordárnoslo es darnos el gustazo de leerlos.

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