Se preguntará el lector/a si este artículo va a hablar sobre el himno nacional británico o, por el contrario, va a inspirarse en la gloriosa versión que del mismo hicieron los Sex Pistols en 1977.Y la respuesta es que cualquier análisis de la monarquía inglesa debe tener en cuenta los dos, como caras complementarias de una misma moneda. O, dicho de otro modo, que para abordar dicha institución debe tenerse en cuenta tanto la tradición como la modernidad, la reverencia y también la irreverencia, porque estos son los hilos que una astuta labor de marketing ha venido manejando . No en vano la monarquía se (auto) denomina THE FIRM (la empresa) y no es exagerado afirmar que compite con Elton John o David Bechkam en lo que a popularidad se refiere. Solo así se entiende que algo privado como la renuncia de un nieto (principe Harry) al empleo y asignación de una abuela (reina Isabel) haya ocasionado una auténtica revolución,copando los titulares británicos, los telediarios españoles ( !) y desplazando al Brexit como noticia.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí?, podríamos preguntarnos. Es evidente que las redes sociales facilitan la noticia rápida y la reacción colectiva; pero el “culebrón” dentro de la familia real británica no necesitó de twitter para labrar la leyenda de Jack el Destripador, por ejemplo, en plena era victoriana. Recordemos que todavía sigue el interrogante sobre su personalidad, atribuída por muchos al Principe de Gales y alimentando con ella multitud de rumores y no menos cábalas. Reinaba entonces Victoria, otra mujer formidable que dio nombre a su época, como ocurrió con Isabel I y la Inglaterra isabelina. Y las dos tiñeron sus reinados con su propia personalidad: Victoria dibujando para la posteridad una Inglaterra estricta e imperial marcada por una doble moral sexual; Isabel I, por su parte, acuñando la imagen de la “Merry England”, un período de florecimiento teatral y poético donde una obra- The Fairie Queen ( La reina hada) (1590)- celebró su figura de reina virgen con el nombre de Gloriana.
Lo cierto es que la familia real británica ha desplegado siempre un enorme atractivo y despertado un gran afán por traspasar la barrera entre lo público y lo privado. Y no me refiero a la prensa rosa- que en España es tan popular o más que allí – sino a la imbricación de los “ royals” en la cultura popular, ya sea los medios, la música o, sobre todo, la pantalla. Abruma repasar la ingente cantidad de películas que se han dedicado a la monarquía inglesa, sobre todo a las mujeres, con títulos tan meritorios como The Queen, de Stephen Frears, o La Favorita, ganadora recientemente de múltiples premios , a lo que se suma el gran éxito de la serie The Crown. Esta última nos ofrece en sus guiones el truco por excelencia: combinar un episodio nacional con un subtexto que recoge un episodio de la vida privada y presentar ambos como pilares del relato.
Pero hay otros factores culturales que podrían ayudarnos a entender por qué el MEGXIT ( juego de palabras entre Meghan y Exit) puede ser más importante que el BREXIT y uno de ellos es la importancia histórica del teatro y su pervivencia en la sociedad. Si hay dos elementos que definen la esencia británica son precisamente la monarquia y el teatro, que curiosamente fueron erradicados al mismo tiempo ( y por única vez en la historia) durante el mandato de Cromwell en el siglo XVII. Pero volvió la monarquía, y con ella la gran tradición dramática que con Shakespeare ya había alcanzado la gloria. No solo la gloria: Shakespeare, jugó un papel fundamental al HUMANIZAR la realeza en sus diversas obras. El mejor conocedor de los entresijos de la condición humana los exploró en títulos tan inmortales como Richard III, Enrique V, Macbeth, Hamlet y un largo etc, donde los “royals” son simplemente hombres y mujeres sujetos a pasiones y debilidades y víctimas de la ambición, el deseo, la traición o la melancolía como cualquier otro ser humano. No es de extrañar que los grandes genios del teatro y el cine- Laurence Olivier, Orson Welles, Marlon Brando, Al Pacino o Kenneth Branagh- hayan encontrado en Shakespeare un reto imprescindible para fajarse como artistas.
Pero la tradición teatral va más allá de las grandes figuras porque- y esto es muy importante-ha formado parte de la educación de muchas generaciones de ciudadanos. Recuerdo que durante mi estancia en Inglaterra como lectora de español a comienzos de los 70, los alumnos dedicaban mucho tiempo al drama y lo hacían con naturalidad e incluso placer, sin el rechazo que suscitaban nuestros clásicos en las aulas españolas. Y el resultado, entre otros, es esa envidiable soltura que poseen los ingleses para la vida pública. No hay más que ver y comparar los parlamentos británico y español para notar la enorme desinhibición que se observa en el primero frente a la tensión que generalmente muestran nuestros políticos. La gestualidad y el sentido del humor del anterior “speaker”, John Bercow, serían impensables en nuestro presidente del congreso, y lo mismo ocurre con el histrionismo del premier Boris Johnston, un personaje que parece estar siempre sobre el escenario, peinado y vestido para el papel que en ese momento toque representar. Los ingleses adoran la actuación porque han crecido y se han formado en ella, venciendo ese pudor y ese sentido del ridículo que tantas limitaciones nos ha puesto y nos sigue poniendo a nosotros. Y han crecido también en una cultura donde la IRREVERENCIA se considera una de las bellas artes, siempre que se ejerza con talento. Como muestra, me remito a la ceremonia inaugural de las Olimpiadas de 2012 en Londres, donde un video de difusión mundial mostraba a su Graciosa Majestad saltando en paracaídas con el agente 007. No era, por supuesto, la primera vez que algún “ royal” o la propia reina era objeto de parodia. Caricaturas, series- entre ellas la inolvidable Spitting Image- y prensa llevaban décadas ridiculizando a la realeza sin ninguna clase de cordón sanitario.
Nada tiene que ver, por tanto, la relación con la monarquía en países como Inglaterra o España. Aquí no nos falta material para el mejor culebrón, con casos como los asuntos amorosos del rey emérito, las peleas de Letizia con su suegra o la entrada de Urdangarín en el “trullo”, solo por citar algún ejemplo actual. Pero el asunto no suele ir más allá de los comentarios de cierta prensa que vive del “morbo”, por lo que quizá hay que plantearse que en España nos falta talento-o agallas- para transformar en historias las vidas de nuestra realeza. Nada que ver con su Graciosa Majestad Isabel II y su extensa familia (¿cuántos aparecen saludando en el balcón de Buckingham?), que asumen su papel dentro de una gran REPRESENTACION, frecuentan la televisión con gran desparpajo, y cualquier desvío del guión es noticia nacional. El público, como ya pasaba en The Globe con los dramas de Shakespeare, se muestra a favor o en contra e incluso se identifica con esas mujeres traicionadas ( recuérdese el caso Diana) o hartas de protocolo y persecución, como parece ser el caso de Meghan Markle. Y es aquí donde-lejos de preservar la intimidad con mano férrea- se pone en marcha el gran espectáculo: sendos comunicados institucionales, retirada de figuras del museo de cera (!!), rotativos internacionales, un despliegue absolutamente desproporcionado para un asunto tan común como que en una familia un nieto haga un corte de mangas y diga que se “abre” con su mujer e hijo. Y encima, al parecer, dispuesto a ganar su propia pasta.
Así que, como decíamos al principio, el DIOS SALVE A LA REINA de los Sex Pistols no es el guiño de una banda de hooligans sino la revisión oportuna y complementaria del himno oficial. La letra de este rezuma poder y orgullo nacional en sus epítetos – victorious, happy and glorious– pero, si me apuran, ya deja entrever cierto regusto por la camorra cuando pide a Dios explícitamente : “dispersa a nuestros enemigos, déjalos caer, frustra sus planes y confunde sus viles trucos”. La pérfida Albión en estado puro, rogando a Dios y con el mazo dando al resto de Europa. Por eso los Sex Pistols, aunque también dejan claro su amor por la reina, no dudan en llamarla fascista, en hablar de la atracción turística que supone la monarquía y en la falta de futuro para quien quiera soñar en Inglaterra. Porque los sueños, sueños son, como decía nuestro Calderón, tan preocupado por las cosas del honor, y no pueden compararse con esa habilidad de los británicos para generar polémicas, culebrones y titulares que los mantiene siempre en el candelero. Una habilidad, en definitiva, para ser los reyes -y reinas- del casting en lo que ( también) Calderón llamaba el gran teatro del mundo.
Realmente no hace falta pedir que Dios salve a la reina y a los suyos. La historia demuestra que- cualquiera que sea el contexto- siempre han sabido salvarse ellos solos.
Fantástico. Me ha gustado mucho. Tu tono (un Monty Phyton murió ayer) y también las ideas, nunca había pensado la conexión teatro-monarquía en cuanto a Shakespeare. La serie The Crown, sin embargo, me aburrió. Demasiado hagiográfica -para eso la hicieron. Los Sex pistols también cantaron la otra, Anarchy in the UK. Es mejor canción, pero me quedo con el God save the Queen, sobre porque el orejas es un entrometido, un pelmazo y más pedante que yo, Dios nos libre de él. Como escribió Chesterton (Herejes),
no conoce Inglaterra quien sólo conoce el mundo…
Gracias, Oscar. Y qué razón tiene Chesterton…..
Me gusta mucho tu visión de tema. Como siempre inteligente, informada y aguda. Un abrazo querida Inés
Muchas gracias, querida Safer. Y otro abrazo
Respecto a Jack el Destripador, a mi me gusta mucho -porque no conozco otra- la hipótesis que maneja Alan Moore en From Hell. No hago spoiler si cuento que apoya la idea de que Jack era William Gull, el médico de la corte, un masón al que la mismísima Victoria pidió ayuda (“es que nadie va a socorrer al hijo de la viuda?”) para tapar el escándalo de su hijo Alberto teniendo un hijo con una prostituta de Whitechapel…