Nos hemos acostumbrado y, sin embargo, no deja de ser asombroso (y, en lo esencial, de mecanismos fisiologicos y culturales todavía muy desconocidos), que ciertas personas en algún momento de sus vidas, al conocer a alguien, que quizá esté muy lejano a ellas en muchas cosas, sientan que su cuerpo se transforma y no pueden evitar una atracción irrefenable hacia esa persona, como si los hubiera poseido una fuerza ajena a ellos mismos, que no pueden controlar, que sesga su percepción y produce la hiperestesia de sus sentidos, de tal forma que son capaces de abandonar todo lo que hasta entonces había sido su mundo o de correr todos los riesgos sin tener más garantia que esa emoción que sienten tan profundamente que se convierte en el sentido de sus vidas. Algo quizá inscrito evolutivamente en nuestro cuerpo por nuestra necesidad de reproducirnos como especie, que nace del instinto sexual pero que en el ser humano se convierte en múltiples codigos de relación y atracción modulados por la cultura. Aquello que decía Octavio Paz en “La llama doble”: “Sexo, erotismo y amor son aspectos del mismo fenómeno, manifestaciones de lo que llamamos vida. El más antiguo de los tres, el más amplio y básico, es el sexo. Es la fuente primordial. El erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones, sublimaciones, perversiones y condensaciones que transforman a la sexualidad y la vuelven, muchas veces, incognoscible. Como en el caso de los círculos concéntricos, el sexo es el centro y el pivote de esta geometría pasional.”
Eso es lo que le ocurre a la condesa Livia Serpieri (Alida Valli) aquella noche en La Fenice cuando conoce al teniente Franz Mahler (Farley Granger), del ejercito austriaco de ocupación, para tratar de salvar de un duelo a su primo, el marques Roberto Ussone, un nacionalista como ella, comprometido con el Risorgimento que ya se había iniciado. Él tiene fama de mujeriego y pendenciero pero parece conocer de verdad las artes de la seducción amorosa (es imposible no recordar al protagonista de “Las amistades peligrosas”) y ella es una mujer aburrida de estar casada con un aristócrata colaboracionista con los austriacos, mucho mayor que ella, y necesita pasiones para intentar sentirse viva. Había encontrado una en el nacionalismo romántico. Esa noche conoce la otra y se subirá a una montaña rusa de emociones que destruiran el mundo en el que hasta ahora había vivido.
“Senso” no gustó a los críticos en su momento porque se apartaba de los presupuestos del neorrealismo y fue cortada por la censura tanto por sus escenas eróticas como por sus posiciónes políticas (la escena en que el ejercito italiano rechaza la ayuda que le brindan las fuerzas campesinas), pero vista ahora resulta una experiencia extraordinaria. Primero de los sentidos: cada plano, cada secuencia, el color, los decorados, el vestuario, son de una explendente y decadente belleza, que quizá nunca existió de esa manera, pero que estaba en la cabeza de Visconti, que era su estética que luego supo plasmar en otras obras maestras. Luego la cultura: una magnifica historia de amor y muerte inscrita en un momento historico donde todo parecía desmoronarse quizá para que todo siguiera igual. Así los personajes luchan en un mar violento, zarandeados por fuerzas que no controlan, poderosos y frágiles, a punto de perder el mundo en el que se aman y tambien dispuestos a disfrutar el presente.
Visconti quería que la pareja protagonista fueran Ingrid Bergman y Marlon Brando pero Rossellini no cedió a Ingrid y Brando estaba entonces considerado como pasado de moda por los productores. El guión de la versión inglesa fue traducido por Tennessee Willians y Paul Bowles y la joven y prometedora actriz Marcella Mariani tuvo un pequeño y significativo papel, antes de morir al año siguiente, a los diecinueve años en un accidente aéreo. En resumen: una maravillosa película para una noche de sábado.