Tiempo de máscaras, tiempos de mascarillas…

Le tocaba ya morirse a John Le Carré, primero porque había alcanzado la edad cuyo guarismo distingue la caída del Muro, que canceló la Guerra Fría y por tanto el gran tema de sus novelas, y luego por el asunto de las mascarillas, ya que él era más de máscaras. Su propio nombre era una máscara, el pseudónimo que ocultaba a un fino británico que había servido en los servicios secretos e impartido clases en la universidad. Las novelas de Le Carré (confieso que sólo he visto las películas, pero todas) trataban precisamente de esos inquietantes años en los que se no vivía mal, económicamente hablando, pero al precio de tener una descomunal Espada de Damocles sobre la cabeza. Decenas de miles de misiles y artefactos atómicos gravitaban sobre nosotros, y la aniquilación total podía caer desde el cielo en cualquier momento. De hecho, en 1963 la Tierra entera estuvo a punto de ser carbonizada, como la última chuleta que alguien se olvidara en la barbacoa, y yo creo que desde ese momento se tuvo mucho más cuidado –no sin antes, eso sí, liquidar a Kennedy por desoír a los mandos militares y colocar a Nixon en su lugar.

Le Carré exprimió a fondo ese escenario de pesadilla, en el que hombres con gabardina a altas horas de la madrugada podían decidir con su silencio, unos papeles en un despacho o unas pisadas en un callejón el destino postrero de la humanidad. La Guerra Fría fue un periodo congelado, más que frío, en que las potencias tan sólo se medían en el exterior, por si acaso (Corea, Vietnam, Cuba, Chile…), pero entre tanto el miedo y el relecto mutuo paralizaba las relaciones exteriores y desplazaban por el mundo a espías con el corazón escarchado que sabían que personalmente iban a terminar mal. No obstante, Le Carré no les dejaba del todo desamparados, puesto que les proporcionaba buenas causas por las que luchar e insidias por descubrir y descalabrar, antes siquiera de que el mundo tuviera la menor noticia de ellas. George Smiley era uno de esos hombres, todo máscara, o máscaras, en plural, superviviente de mil intrigas cuasi-administrativas en las que tu propio compañero del alma podía ser agente doble y en las que toda sombra de James Bond estaba completamente descartada, porque la vida real del espía es antiglamurosa y más que a perfume caro y deportivo nuevo huele a estancias cerradas y a soledad enlatada. Derribado el Telón de Acero, John Le Carré supo reflejar brillantemente otros temas de enorme, ingente relevancia mundial (destaca, más que Panamá, el África chantajeada por las farmacéuticas antropófagas de El jardinero fiel: el papel perfecto para Rache Weisz), pero le recordaremos por eso, por la época de las máscaras o de la mascarada yanqui-soviética en la que nadie era quién decía ser sobre un trasfondo moral y físico de Destrucción Mutua Asegurada.

Hoy, en cambio, tenemos mascarillas de papel, en vez de máscaras ambiguas, y ya no nos espían unos cuantos tipos de vida triste y dudosa reputación, sino todos, ya nos espían absolutamente todos: gobiernos, empresas y hasta parejas celosas o padres preocupados, si les place y por un precio ridículo. El membrete de Marsall McLuhan, “Aldea Global”, está últimamente adquiriendo un carácter de chismorreo de pueblo que no es el que esperaba el teórico de los medios. Yo no sé si esta Paz Caliente nuestra es realmente mejor que aquella Guerra Fría, pero por lo menos entonces las fake news, o el fake en general, era más evidente, avisaba más, se le venía venir. La gente sabía de sobra que el bloque de sus amores practicaba descaradamente el autobombo a la vez que convertía al otro bloque en el malo de habla sucia de sus películas; ese era el juego y se podía vivir o malvivir con él. Hoy, por el contrario, el fake world es más insidioso, más microfísico, te alcanza por más vías y viene empaquetado junto con la conversación por chat que mantienes con tus amigos y que también, por cierto, está siendo espiada. Así que en gran medida echaremos de menos la mente alambicada pero finalmente ética de John Le Carré, por la sencilla razón de que hasta su oscuro mundo de desconfianza, traición y laconismo contenía un número mayor de certezas que el nuestro. Nixon era un personaje de Shakespeare en comparación con Trump, que lo es más bien de Monty Python, y en sus terribles años unos pocos usaban máscaras -el propio Nixon espiaba-, mientras que ahora todos andamos con mascarillas… (Y el que no la lleve, que reciba por favor un curso de civismo obligatorio).

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