“No sunrise, no sunset”: La arquitectura en la era del selfi

Decía en 2020 en estas páginas, y a propósito de la Casa invisible (Chris Hanley y Tomas Osinski, 2018) levantada en Joshua Tree Park que “El mecanismo de la casa dispuesta en el paisaje –con indiferencia de sus atributos principales y sus ecos– cuenta con dos vías netas de actuación: la mimética y la confiada. Vías contrapuestas, que se conjugarían con las estrategias del pensamiento descritas por Isaiah Berlín, sobre zorros y erizos.

La primera de las estrategias visuales de esa arquitectura elemental procede del camuflaje. Como algunos reptiles, anfibios e insectos, que se mimetizan en el medio para pasar desapercibidos, como técnica de supervivencia. La segunda vía, confiada de sus poderes exhibe su programa formal con indiferencia del medio circundante y muestra su musculatura optimista, como ocurre con el cortejo del pavo real y del urogallo. Los primeros casos serían más proclives a presentarse en la obra de Frank Lloyd Wrigth, mientras que los segundos darían cuenta del primer tramo del trabajo de Le Corbusier y de buena parte de Mies van der Rohe. Cajas camufladas y cajas expuestas. Lo que sorprende en este caso de la casa de California de Hanley y Osinski es la pretensión de estar-no-estando, como desprende su mismo nombre de Casa Invisible. En el límite la Casa Invisible sería la Casa Inexistente, como el Cuadro en blanco de Malevich, como la novela no escrita o como la obra de arte casual y afortunada, que describía Umberto Eco en Obra abierta. El productor de cine de la película American Psycho –y no sé si como prolongación de ese universo patológico y deslumbrante de la novela de Bret Easton Ellis (1992) y de la película consecuente de Mary Harron (2000)–, Chris Hanley ha promovido en Los Ángeles una extraña propuesta de casa-programa recubierta con una epidermis acristalada semejando un gran espejo –gran espejo sin salón en una naturaleza agreste, pero tampoco el Grand Verre de Marcel Duchamp–, en una estructura en voladizo, cerca del Parque Nacional Joshua Tree. El artificio destacado en cercanía a la naturaleza como elemento del contraste y no de su mimetización”.

Retomo esa idea de casa espejo –que, finalmente, devuelve la mirada del observador y nos muestra lo que está a nuestras espaldas, como un auténtico selfi–, con el ¿ejercicio? –no se si podría llamarse con propiedad obra o pieza de arquitectura– de Kamin Lertchaiprasert para la Bienal de Thailandia de 2018 –el mismo año que Hanley y Osinski dan salida a su pieza de California– bajo el eslogan de Edge of the wonderland. Y la propuesta de Lertchaiprasert –que no denomina propiamente, como casa: si acaso pabellón, punto de observación, torre de vigía, instalación conceptual o acontecimiento artístico– se denomina No sunrise, no sunset. Por más que la pieza rectangular en su planta, aparezca recorrida por los trayectos diferentes del sol naciente y del sol poniente, cambiantes todos los días del año. Es decir, en su nombre de Sin amanecer, sin atardecer, niega lo que luego acaba siendo representado con esos dibujos del asoleo en trazos coloreados. Igual que la caja niega su propia apariencia, al producirse el reflejo con más intensidad que su configuración misma. Sólo la salvedad de los peldaños de acceso.

Por eso denomino a esa factura visual como arquitectura en la era del selfi. No sólo como un homenaje al temprano ensayo de 1936 de Walter Benjamin La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica que ya advierte, anticipadamente, de las rupturas que comienzan a introducirse en el campo de la imagen y de su propalación y efectos derivados. A veces, efectos inversos derivados. No sólo la pérdida aurática de la obra de arte única que predicaba Benjamin, sino el efecto de la multiplicación disforme que disgrega lo concentrado, rebaja la atención receptiva y desvía las cuestiones centrales de la representación misma. Si el protagonista del selfi anula el objeto y el campo fotográfico externo y, consecuentemente, opera antes con su propio reflejo –que es una visión invertida del campo anterior del ojo fotográfico– renunciando con ello, a la visión anterior del objetivo; esta denominada arquitectura en la era del selfi opera de manera semejante al autor del selfi y reproduce sus mismas simplificaciones y perturbaciones. Reproduce una visibilidad invisible o, si se quiere, una invisible visibilidad. Como ahora con estas realizaciones de la Arquitectura en la era del selfi que renuncia, igualmente que el selfi al campo fotográfico, al objeto arquitectónico –en su materialidad y formalización física y constructiva– para contentarse con la realidad del reflejo del medio circundante. Demostrando con ello, que lo importante es lo perimetral y la imagen reflejada. Lo demás es el simple soporte del reflejo. Esta es la evidencia del procedimiento recorrido tanto por Kamin Lertchaiprasert como por Chris Hanley y Tomas Osinski. Un vaciamiento de contenidos para optar sólo al reflejo del exterior.

Bienal de Venecia

La otra dimensión llamativa en estos juegos especulares–en su doble sentido de espejo y de especular– y reflectantes de No sunrise, no sunset, es la epidermis de la caja –no me aventuro a llamarlo edificio sin más– que, como ocurriera con la Casa invisible, se recubre de material reflectante para producir un auténtico trompe d’oeil. Un trompe d’oeil o trampantojo, que recurre a la lectura superficial para entender lo anulado y lo oculto. Similar estrategia que aplica la lectora quiromántica, al tratar de construir un tratado vital y una completa psicología desde la lectura simplificada de las rayas de la mano. Aquí No sunrise, no sunset opera de forma parecida al confundir la realidad del fondo marino y del cielo tailandés nuboso, con su reflejo virtual en la superficie pulida del espejo perimetral. Y denominar todo ello –en la secuencia del juego imparable– como Edge of the wonderland. Acotando con ello el Filo de lo maravilloso con la desaparición solar y su aparición inversa. Sin saber muy bien donde se encuentran los límites que separan la realidad y la fantasía. Acercándose más a lógica del bijoux o del bibelot que a la estirpe de la arquitectura. No en balde Manfredo Tafuri construyó un relato de las vicisitudes de la arquitectura contemporánea, llamado como La arquitectura en el boudoir. Entre el boudoir –donde el marqués de Sade ya ubicó a la filosofía–, el bijoux en su joyero aterciopelado y el inefable bibelot (figura pequeña de adorno, según el DEL) se desperezan estas representaciones inusuales, tanto en el desierto californiano como en el borde del mar extreoriental. Sin olvidar sus otras presencias urbanas en los inefables Muros cortinas, que proyectan –actuando como pantallas y como reflectores– el exterior natural sobre la epidermis del cofre o joyero. Aunque el tiempo nos viene demostrando que estas dos piezas comentadas no son excepciones ni excepcionales. Baste ver las celebraciones anuales en Londres, en los llamados Serpentine Pavilion, que muestran en Kensington Park instalaciones temporales –llamadas al olvido y la desaparición– de las primeras figuras de la constelación arquitectónica, también el London Design Festival (LDF). el llamado Lily Project de Jaemee Studio en este 2021 o todo el argumentario desplegado en la Bienal de Venecia del año en curso. Baste recordar que el merecedor del León de Oro ha sido el Pabellón de los Emiratos Árabes Unidos, que muestra una instalación entre lo real y lo imaginario a partir de piezas seriadas de hormigón y dispuestas como un humero de carboneros. Frente a la permanencia de la arquitectura histórica del pasado, cada vez más el carácter efímero de estas figuraciones y su reflejo nacarado sobre el cristal del presente, recuerdan la provisionalidad del selfi frente a la permanencia del retrato.

Lily Project de Jaemee Studio
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3 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Pero el retrato es uno, y los selfis miles, millones… (¿Quién no agradecería hoy cien selfis de Descartes, en vez del retrato único de Franz Hals?)

  2. says: José Rivero

    Óscar, pero el selfi retroactivo ¿es posible? Otra cosa será valorar el grado de información extraible de un sólo retrato frente a la furia de las imágenes, como dice Joan Fontcuberta

  3. says: Óscar S.

    No sólo lo es, sino que más bien parece imposible lo contrario. Diferentes generaciones de historiadores -e incluso diferentes escuelas simultáneas- nos ofrecen una imagen distinta de Napoleón, y no parece que ese que es proceso pudiera terminar nunca más que clausurándolo artificialmente desde fuera, como el emperador chino aquel que tanto fascinaba a Borges, ese que levantó la muralla a la vez que quemaba todos los libros de la tradición (https://borgestodoelanio.blogspot.com/2016/06/jorge-luis-borges-la-muralla-y-los.html) Bastaría que apareciese mañana un político altamente carismático que fuera capaz de subrepujar la influencia de Alemania en Europa para que lloviesen las comparaciones con Napoleón, y al realizarse estas sobre el tal político, no sólo modificaríamos nuestra percepción de él, sino que también proyectaríamos algo de ese político sobre nuestra memoria del propio Napoleón histórico.

    No obstante, lo del original y sus degradaciones plásticas creo recordar que fue muy teorizado por Pierre Klossowsky y que todo eso está en castellano, por si te pudiera interesar.

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