I’ve been first and lastLook at how the time goes pastBut I’m all alone at lastRolling home to you
Old man, Neil Young
Yes, if I had to do the same again
I would, my friend, Fernando
If I had to do the same again
I would, my friend, Fernando
ABBA
Tras toda una vida de rumiarlo, creo que lo que más me intriga de mi padre es visualizar, por así decirlo, cómo era cuando el hijo era él y no yo. No quiero decir que me interese su infancia, ese escenario bajo el escrutinio implacable, suspicaz y feroz de los freudianos, sino que querría saber si la imagen que me he hecho de aquello se ajusta a la realidad o no. De eso depende todo, de si mi padre, cuando era él el hijo y no yo, era ese niño serio, callado, ensimismado y trabajador metido en la casucha de carpintería que había en su terraza que yo imagino o no. Es muy posible que sí, primero porque él nunca habla de su niñez más que en términos de obligaciones, segundo porque nació unos meses antes de la devastación de Hiroshima y Nagasaki, tiempos de bonanza sin duda para crecer si apostaste por los ganadores, y tercero porque su propio padre, el padre de mi padre (puedo llamarlo “abuelo” si queréis, pero lo cierto es que murió diez días después de asomar yo, una aciaga Nochebuena, así que no sé apenas nada de él), parece que era sumamente severo, más amargado que satisfecho y con cierto aspecto draculíneo, más del de Christopher Lee que del de Gary Oldman. Mi padre no sólo le quería mucho, también admiraba su rigor, aunque por su parte jamás lo aplicó sobre mi hermano o sobre mí excepto con ocasión de las notas y para negarse a comprarnos caprichos.
Respecto a las notas, es decir, las pésimas notas, las broncas se oían en todo el bloque de nuestro escasamente añorado barrio de Moratalaz. Como mi padre ejerció durante largo tiempo de marinero sobrevenido, con su correspondiente barba pero sin la pipa de ballenero (ballenero de los de antes, no los asesinos de ahora), la tempestad de cabreo podía remover cielo y tierra, embravecerse por encima del palo mayor -la antena de televisión del tejado- y provocar rayos que achicharraran hasta la quilla -el sótano de las bicicletas-. Yo me moría de vergüenza bajo la borrasca, hora y media queriendo que me tragara la tierra, porque todo lo que decía era cierto, y servidor nunca ha sido partidario de Alicia en el País de las Justificaciones. Sin embargo, al rato remitía -es obligado hacer constar que nunca nos puso la mano encima, algo que no había aprendido precisamente en la caseta de carpintería…-, y una vez que había quedado bien asentado que sólo erupcionaba en nombre de nuestro futuro bienestar, cosa que era cierta, se ponía un güiski y daba comienzo al adagio, en el cual ya nos llamaba “macho” cordialmente y, luces bajas y ambiente distendido mediante, volvía a insistir, pero ahora cálidamente, en que era nuestra vida, y que él no podía vivirla por nosotros. El reo veía entonces como la tripulación desmontaba la plancha por la que hasta hacía un momento caminaba a punto de caer por la borda, y suspiraba de alivio. Papá, como el Dios del Nuevo Testamento, apretaba pero no ahogaba, lo cual me recuerda a Thomas Mann, un hombre de los de antes, verdadera Figura psicoanalítica de la Ley, pese a su poco disimulada condición homosexual, del que se cuenta que tenía a sus muchos hijos tan atemorizados por sus terribles potestas y auctoritas que fueron incapaces de levantarle de la siesta para anunciarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura…
Hoy, por desgracia, las broncas tratamos de endiñárselas sus hijos a él, por sus querencias de hombre mayor y por empeñarse en ser el protagonista de su propia vida, en vez de plegarse a los mandatos de médicos y otros gurús, pero raramente cuela. Nos mira con cachondeo, hasta se ríe un poco, más como Zeus portador de la Égida que como el malo de la película, ya que sabe de sobra que él es el Puto Amo, aunque le hayamos arrumbado en una residencia de ancianos -yo lo llamo “viejódromo”, porque es como una trepidante carrera hacia el “rinchi”, como lo llama él-, aunque vaya en silla de ruedas o aunque ya no pueda ni fumar, el tabaquista impenitente. Se ríe porque los hombres de su generación, los “hombres de verdad” que no sabría yo identificar o dejar de hacerlo con el Imanol Arias del Cuéntame de las narices porque nunca lo he visto, si han sido honrados y han trabajado duro no hay quien les tosa, y menos sus hijos, que son sus vasallos naturales. Mi padre ha tenido una suerte histórica inapreciable, ha vivido seguramente el periodo del sangriento periplo occidental más tranquilo y más próspero jamás existente, pero como no lo sabe tampoco se siente en la necesidad de agradecerlo. Desde tabaco rubio, que ha consumido en ingentes cantidades desde hace sesenta años, hasta los electrodomésticos, la felicidad química o la Pax Americana, podemos decir que su vida, que se inició en la miseria de la posguerra española, subió enseguida como la espuma, gracias a un gran probidad, en los llamados “años dorados del capitalismo”. Y es realmente envidiable, porque mi señor/padre siempre puede arrogarse todo el mérito para él y los suyos, y hasta es posible que en parte sea cierto. El caso es, de cualquier forma, que se siente como un hombre que siempre fue obediente y formal, que no tuvo nunca la necesidad de Contracultura o del Mayo del ´68, pijadas filosóficas y gabachas, algo que el elevado monto de su actual pensión de jubilación y de sus ahorros me temo que viene a confirmarle magníficamente. No obstante, ya ni eso le da una higa, toda una vida de curro extenuante lo que le ha enseñado es el desasimiento de Meister Eckhart, en vez de dar la murga a hijos y nietos acerca de la “cultura del esfuerzo”. A mi padre, a día de hoy, nada le importa, nada necesita, podríamos no visitarle nunca, los nietos se la pelan, el Real Madrid, tan arraigado a su juventud entre franquista y felipista le resbala, el alcohol con el que solía irse a dormir los últimos quince años ni siquiera le tienta, y hasta el tabaco omnipresente en todas las reuniones de empresa o de amigos de toda su azacaneada vida pronto le traerá al fresco. Mi padre es, porque gradualmente se ha hecho a serlo, el ser autárquico perfecto de los estoicos, sin escribir ni una página, así como el sabio budista sin tacha, pero sin Iluminación alguna, ni Led ni de las otras. Llevo años diciendo a mis amigos (es un decir lo de “amigos”: mi padre conserva más que yo pese a estar mucho más cascados…) que mi amado padre es como un faraón que se hubiera resguardado en la pirámide antes de morir, consiguiendo con ello una suerte de extraña inmortalidad…
Es, por tanto, tan admirable como digno de conmiseración, tal como yo lo veo. Vivir aprendiendo a des-vivir, como un místico español. Él siempre dice “no”, actualmente -y “sólo sí es sí”, ya se sabe-, a todo lo que antes decía “vale”, tan sólo por no molestarse en llevarlo a cabo. Eso sí: no tiene ni la menor gana de morirse, no es Santa Teresa de Jesús. Esta prórroga en la que ahora vive parece que le place. Siempre ha sido aquel pintor de iconos, como el Andréi Rubliev de Tarkovski, que está más a sus rogativas y a sus artesanías que a la realidad. Actualmente, ni se acuerda, ni quiere acordarse, de su mujer, madre de sus hijos, o eso dice al menos cuando se le pregunta. Fue un largo y doloroso error, y basta. Si tuviera que cumplir un último deber hacia ella, pongamos que acudir a su entierro o encenderle una vela votiva en el templo de las deidades lares del himeneo sin duda lo haría, por puro sentido del deber, pero se volvería a casa acto seguido sin el menor recuerdo o rescoldo emotivo de su acción. El juicio ajeno, que tanto afectó a su mujer durante años, a él nunca le ha traspasado la pesada armadura, es un Ronin, un samurái sin señor, sin Shógun, o su propio Shógun, yo qué sé. A mí, lo confieso, me desespera a menudo, es como un sentimental tan totalmente encerrado en sí mismo -una suerte de autista, en realidad…-, que ya ni tiene comunicación con su propio cuore. A menudo pienso que mi padre es un poco el paradigma de lo que la gentuza de Vox echa de menos de la masculinidad pretérita: no tanto un caballero con la espada preparada al cinto como un señor resignado que jamás protesta; no un Capitán Trueno, sino un anti-héroe de Bruguera… Pero tuvo sus compensaciones, más de las que proporcionan la mera paz y seguridad. Viajar por medio mundo, cierto que no siempre por elección propia, pero comistrajeando de otras culturas a menudo a su pesar; nidificar poco en su propia casa, lo cual destruyó a la larga su matrimonio -pero nunca sabré si de haber estado no hubiera sucumbido mucho antes-; gozar de los privilegios del macho cabeza de familia a los ojos de todos (a cambio de no mover un dedo en las tareas del hogar le compraba un abrigo de pieles de cuando en cuando a su encantadora asistenta y esposa). Esta visión, que no visón, según la cual el hombre “trabaja como un cabrón” a distancia de coche y atascos de su casa mientras que su socia reproductora mantiene adecentada y en forma la retaguardia fue, y seguramente siga siendo hoy, tan radical y arraigada que cuando mi madre no pudo más y se fue a vivir lejos entonces el Dueño del Castillo se negó para siempre a limpiar e incluso a contratar a alguien para que limpiase. El motivo de fondo para decidir vivir en una pocilga me lo esclareció mi madre años después: no se trataba, desde luego, del Síndrome de Diógenes, no, era algo mucho más oscuro y podrido, como la raíz de un diente perdido que sigue haciendo daño hasta el final. El puto Castillo no se limpia, ni se reforma, ni se toca nunca más en absoluto, porque la persona a quien correspondía hacerlo ha desertado de su puesto, y andamos esperando todavía a que vuelva arrepentida y se arremangue…
Y eso que mi padre había sido siempre un perfecto maestro de obras de su apartamentito de Moratalaz, el hombre que bien podría haber presentado un programa de televisión sobre bricolaje siempre y cuando le hubiesen permitido llevar un pitillo colgando de los labios. ¡El tabaco os hará libres! Encadenando un pucho tras otro, levantaba auténticas estructuras de madera y cambiaba con infinita paciencia -y algo, me huelo yo, de preferir no tener de qué hablar con su familia las tardes de los días laborales…- suelos o techos. Cuando no era así, el niño de la carpintería de su padre, si es que alguna vez le dejaron ser niño, construía concienzudas maquetas de barcos veleros o piezas de fina marquetería de latón que todavía hoy engalanan y sobrecargan sus paredes. Fui yo, un tiempo largo, el chevalier servant de este señor divorciadito, peinado y vestido con pulcritud y os puedo asegurar que saliendo por aquí o por allá, con amigos (suyos o míos), e incluso con tres copas encima, apenas soltaba prenda. Como siempre gozó de buenos modales, los propios de la sociedad disciplinaria, y es incapaz de desafiar ninguna norma -la única vez que lo hizo, con un aparcamiento ilícito de Navidad, ya ves qué chorrada, lo lamentó como si hubiese mordido de la manzana del Edén-, lo más cortés que le brota cuando los demás le contamos cosas es una risita de aprobación. Con esto ya ha cumplido, ahora a encender otro cigarro. Las pocas ocasiones, o por decir mejor situaciones, en que esa boca se abría para mostrar una fila de dientes realmente ruinosa por la acción de la nicotina era, ya lo dije, para descargar truenos. Mal panorama, se comprenderá, para una amante esposa que esperaba alguna señal de aprecio ocasional, y en vez de eso la pobre dormía con un cardito borriquero, muy preocupado por todos los que le rodeaban en el fondo, sí, pero en el fondo del mar… A su jefe directo mi padre le obsequiaba con los mismos chorreos de ira que a mí cuando cateaba, pero a diario, y como, al igual que con mis pobres miserias, siempre tenía razón, el hombre se los bebía tranquilamente porque sabía a ciencia cierta que perro ladrador poco mordedor, y que al día siguiente tenía el trabajo reclamado antes de plazo e impecable, sin el menor error y digno de enmarcarlo en el señorial despacho del Superintendente Vicente de Dragados y Construcciones.
De salud, dinero y amor lo que se le daba peor a mi padre (digo “daba” no porque haya finado, sino porque el jodío afortunado tira pa´lante todavía bastante bien, pese a lo poco o nada que es ha cuidado) era la salud, lo que ya es decir. Hipocondríaco como muchos genios, pagaba un pastón al seguro médico privado cada mes, a fin de no acudir nunca. Durante décadas tomó una aspirina al día para prevenir los infartos, llevaba en su cartera una pizca de nitroglicerina por si acaso y rezaba todas las noches por si no se levantaba vivo al día siguiente. Hace como dos años y medio, cuando mi hermano y yo le llevamos a rastras a las urgencias de la susodicha entidad privada y buitre, firmó exonerar a esos paniaguados de su inminente fallecimiento, y tuve que acompañarle esa fatídica noche en su casa esperar el desenlace. Brindamos “por nosotros”, en sus propias palabras, y se sobó como si nada, en la convicción de que iba a palmar de un trombo en el momento menos pensado, pero y qué. Se me ocurrió sospechar que lo mismo llevaba toda la jubilación esperando esa nihilista liberación, siempre que fuera repentina y por sorpresa, y la rima barata conste que ha sido involuntaria. No pasó nada, claro. Mi hermano no sé, pero yo llevo décadas acojonado pensando que si le llamo y no coge el teléfono enseguida es que me lo voy a encontrar fiambre en el parqué de corcho de su casa, ese mismo parqué que diseñó y colocó pieza a pieza él mismo, pero por suerte siempre termina por coger el teléfono al poco rato y parece perfectamente entero, con un “¿qué passssa, cháva?” (se come la “l” aposta, del mismo modo que acentúa la primera silaba), o un “¡hola, mozo!”, igual que si la vida fuera maravillosa. Todavía hoy me lo ha vuelto a hacer, el bribón. Quizá la vida sea ciertamente maravillosa, no me puedo quejar, pero él no es, con perdón, el mejor ejemplo. O sí lo es, curiosamente, puesto que la soporta en sus perfiles más tediosos y decepcionantes, a diferencia de mí…
Una noche me dijo que estaba orgulloso de mí, y no me puse a dar saltos de alegría, porque ya había superado yo la cuarentena y no estaba para autocomplacencias, pero sí entendí que no era una frase muy habitual en un padre de los de toda la vida y que debía asumirla con gratitud. Mañana jueves volveré a visitarle en la residencia, y nada habrá cambiado, ni para bien ni para mal. Mi padre jugó en los ochenta a esa moda sexual estúpida del intercambio de parejas, y a la cosa aquella en general del cómo mola ser moderno por ultrajar el cadáver de Franco, pero ni le gustó ni dejó en él huella psíquica alguna, que yo sepa. Su Reino no es de este mundo, su Reino es el retiro trapense en la celda de su propia cabeza que le resuena a cada segundo. Me temo que yo terminaré igual, pero lo estoy postergando todo lo que puedo, y hace mucho ya que dejé de fumar. Recuerdo, con mucho cariño, dos anécdotas. La primera tuvo lugar cuando mi padre, los domingos por la mañana, silbaba desde su lecho conyugal para que supiéramos que ya estaban despiertos, y entonces íbamos mi hermano y yo a su dormitorio a liarla parda. Y recuerdo también una vez en la que su ausencia de jefe de campaña marítima en Montevideo había durado nada menos que cuatro meses. Cuando mi madre, mi hermano y yo le vimos al otro lado del pasillo del aeropuerto, tiramos por los aires los dibujos que le habíamos hecho en celebración de su vuelta, corrimos como locos y nos fundimos con él en un abrazo tan sincero como modélico. Hay que dejar de cuando en cuando constancia escrita de estas cosas, o amarillearán en el tiempo, como flores en una tumba…
Post-Scriptum:
Fines de los años cincuenta. Un fresco general proveniente de Galicia reina sobre toda la península. Mi padre, el niño de la carpintería estrecha de su padre, se levanta de madrugada, como los verdaderos españoles, para estrenarse en una cacería -os juro que todavía existen pijazos incorregibles que lo llaman “montería”, lo he escuchado con estos oídos míos que se han de comer la tierra, pero que tendrá que enfrentarse también con un pendiente de plata en el lóbulo. Los amiguetes le proporcionan una escopeta, que se coloca diligentemente al hombro con su seriedad habitual, y apunta al primer pájaro que ve adornando una rama como si fuese un enemigo de la patria, un comunista de mierda y un felón. Dispara y acierta de pleno, tanto que se sorprende a sí mismo. El maldito pájaro judío y masón cae fulminado, a plomo, sin vida. El niño de la carpintería se siente mal y arroja lejos la escopeta, con dolor y asco de su propio crimen. A partir de ese instante estudió a fondo, acuñó una caligrafía digna de una computadora y forjó una mente consagrada a la honradez y la exactitud. Ni ese mismo día, ni nunca más, volvió a aceptar un arma de fuego, hasta hoy. Esa es, si no me equivoco, la materia de la que podría haber estado hecha cierta modernidad en España…
Mi padre murió el 2 de diciembre de 2024