Aquél era un bar en el que la gente no hacía preguntas, quizá porque todos tenían algo que esconder. Cuando sonaba la campanilla que había sobre la puerta y un nuevo rostro aparecía entre el humo del tabaco y el olvido, los parroquianos volvían un momento la cabeza y escrutaban al recién llegado durante unos instantes, antes de volver a matarse con drogas de estar por casa. En aquel tugurio sólo se desconfiaba de aquellos que entraban con un halo de victoria, pero hasta a esos, a los que les va bien en la vida, se les dejaba beber en paz. Bastaba con poner un billete encima de la barra para que el camarero se pusiera la sucia servilleta sobre el hombro y caminara hasta donde estabas con esa cojera perenne adquirida a navajazos en un callejón para llenarte el vaso una y otra vez, cuantas veces quisieras. Por eso, cuando abrió la puerta y entró, empapado por la lluvia y la derrota, sólo tuvo que detenerse un instante para aguantar el examen de una docena de miradas, una de ellas viuda de un ojo, la de la prostituta tuerta que fumaba en un rincón, antes de hacer crujir la madera del suelo bajo sus pies mientras se dirigía a uno de los taburetes libres ante la barra.

Se sentó de espaldas a la salida y se dejó envolver durante un minuto por la voz de una cantante que había conocido mejores noches que esa, y que trataba de ponerle letra al jazz atropellado que salía de una vieja máquina de discos, con un éxito relativo. Aupada al cielo mugriento del bar, se contoneaba sobre el pequeño escenario envuelta por un vestido azul y movía los brazos arriba y abajo, tratando de aliñar su bamboleo con una pizca de sensualidad. “Debe ser la última blanca con voz de negra en la ciudad”, pensó, y sacó por fin un billete arrugado del bolsillo y lo puso sobre la barra. A pesar de que llevaba casi un par de minutos sentado, sólo al reclamo del dinero comenzó a cimbrearse el camarero, que llegó con un vaso medio limpio y una botella sucia, sin etiqueta, y sirvió un líquido ambarino que quemaba como el fuego.

Los dos primeros vasos se los bebió de un trago, dejando que el calor del alcohol le abrasara las entrañas antes de quitarse, sin levantarse, la vieja gabardina marrón, empapada, y la dejara caer al suelo, a su espalda. Sacó un paquete de tabaco y estiró un pitillo, encendiéndolo a la vez que dejaba caer otro billete sobre la barra que desapareció con la misma velocidad con la que el vaso volvió a estar lleno. Fumó en silencio, con la vista puesta en el vaso, masticando el humo en cada calada para tratar de apartar del paladar el sabor a sangre. Se miró las manos y vio restos de sangre seca entre las uñas, y también había un rastro rojo en los puños de la vieja camisa, casi raída, allí donde el abrigo no llegaba. “Habrá más sangre en la gabardina”, pensó, y supo entonces que no tardarían mucho tiempo en encontrarle.

Estaba a punto de tirar la colilla del cigarro y apurar la tercera copa cuando la campanilla tintineó y una lengua de frío lamió las mesas de aquel ajado local. Fue el único que no se volvió para escrutar a la recién llegada, quizá porque sabía que era ella. La desconocida se detuvo un instante más de lo necesario hasta que identificó su silueta, sentado a la barra, y caminó hacia donde él se encontraba, dejando en el suelo un pequeño reguero de agua. Estaba empapada por la lluvia, quizá también por la derrota, y las gotas caían del pesado abrigo que envolvía aquel cuerpo pequeño y cálido. Se puso detrás de él y le puso la mano en la nuca, y él notó el calor que desprendía aquella piel al tiempo que el último trago le arañaba la garganta. A pesar de eso, no se volvió.

-¿Le has matado? –preguntó ella. Él terminó de tragar y asintió despacio mientras asimilaba lo que aquello significaba.
-Le has matado, -dijo ella, afirmando ahora – estamos perdidos.

Y se dejó caer hacia delante, apoyando la frente sobre su hombro, con su pelo empapado sobre la camisa, al tiempo que él sacaba otro billete y lo ponía encima de la mesa mientras el camarero rescataba de debajo de la barra un segundo vaso.

 

 

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