Poder y derecho en Shakespeare

LONDRES, 1612. El único documento que ha llegado hasta nosotros donde consta que William Shakespeare (1564-1616) pronuncia unas palabras reales, no creadas para la escena, es un testimonio que prestó en un juicio el 15 de mayo de 1612, una cuestión menor de carácter privado, una discusión sobre una dote prometida y no cumplida. Pero el gran poeta inglés estaba acostumbrado a los pleitos. Como exitoso actor y empresario teatral llegó a ser rico propietario y prestamista y, en esa calidad se vió envuelto en varios. Como autor de una inmensa obra los incorporó frecuentemente a sus dramas. No menos de 20 de ellos, casi dos tercios de su producción total, contienen escenas en las que se representa la discusión de un caso ante un tribunal. La sociedad en la Inglaterra isabelina se nos muestra asi notablemente litigiosa, algo que encontramos, por lo demás, en la obra de otros dramaturgos de la época.

 

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‘Juliet’, de John William Waterhouse.

 

Shakespeare no estudió leyes, que se sepa, y su educación fué más bien elemental. Pero es seguro que leyó y discutió temas jurídicos son sus amigos y colegas del teatro. Absorbió las numerosas controversias que se desarrollaban a su alrededor en medio de una transición profunda que llevó a su país desde el caos y la pobreza hasta la cúspide como potencia comercial y marítima. La anarquía estaba muy presente en la memoria de los contemporáneos de nuestro autor. Tan sólo unas pocas décadas antes de su nacimiento había terminado el turbulento período conocido como ‘Guerra de las dos Rosas’, que enfrentó durante más de treinta años a los clanes aristocráticos: el de la rosa blanca, los York, y el de la rosa roja, los Lancaster. El ascenso de la dinastía Tudor al trono en 1485 no fué suficiente para poner orden; éste no empezó a consolidarse hasta 1533, al inicio del  reinado de Isabel I, su última representante. El terror y la anarquía que se vivía en los ámbitos rurales pudo ser la causa, afortunada sin duda, de que William se trasladara a Londres desde su natal Stratford-on-Avon. Tenía 23 años, estaba ya casado y llegó a la capital para intentar ganarse la vida como actor. Las “leyes de pobres” de 1572 y 1597 pudieron empezar a calmar las tensiones, que hasta entonces los poderes locales resolvían por medio de las más crudas medidas de represión contra las bandas de indigentes. En una ocasión, el juez de Somerset, según cuentan las historias, capturó a cerca de cien maleantes e hizo ahorcar de manera sumaria a más de la mitad.

 

‘Romeo y Julieta’,de Frank Dicksee.

 

Pero las cosas estaban empezando a cambiar para Inglaterra. La Armada española, temida durante muchos años y especialmente desde que en 1585 comenzara una guerra que enfrentaba a los dos países, llegó a las costas británicas en 1588. Fue derrotada de manera humillante para los españoles, muy gloriosa para los ingleses. El propio Shakespeare en una de sus obras lanza un grito triunfalista y desafiante por boca de uno de los personajes, ebrio de una nueva confianza en el futuro imperial de la Gran Bretaña: “¡Vengan los tres confines del mundo en armas, que los vamos a asombrar!”.  Al mismo tiempo que se ponía remedio por medio de leyes al problema de la pobreza, una notable mejora de la economía, el cambio de los métodos tradicionales de cultivo, la creación de una gran flota y el inicio de la industrialización dieron la vuelta a la situación. Con abundante mano de obra procedente de la mendicidad se inició una carrera acelerada hacia el dominio del comercio, primero con Flandes, luego con Rusia, India, Guinea…La explosión de vigor nacional resultó imparable y no podía menos que integrarse en la cultura de aquella verdadera edad de oro.

Toda esta euforia, unida a los numerosos pleitos que traía consigo la extensión de la riqueza, estuvo presente en el teatro de Shakespeare. Su obra trató con extraordinario genio todas las facetas de la conflictividad humana, tanto privada como pública, y exhibió en los escenarios múltiples casos llevados ante la justicia, algunos justamente famosos. Recordaré uno de ellos que sirve de espejo a un aspectos muy característico de la época: El mercader de Venecia. El asunto es conocido: Bassanio, un comerciante, ha obtenido un préstamo aceptando una peculiar penalización para el caso de incumplimiento: que el acreedor, Shilock, pueda resarcirse obteniendo una libra de carne de un tercero, Antonio, extraida “cerca del corazón”. Los especialistas en la disciplina llamada  “Derecho y Literatura”, muy popular en las universidades anglosajonas desde los años 1970, se han detenido a considerar los defectos de esta historia extraordinaria desde el punto de vista de la técnica jurídica. Así por ejemplo, objetan que: 1) una condición que suponga la muerte de una persona sería contraria al orden público y por tanto nula; 2) la falsa jueza, Porcia, tenía un interés personal en el pleito que la habría inhabilitado para intervenir en él; 3) una demanda civil no puede acabar sin más convirtiéndose en un juicio penal contra el demandante; 4) todo el pleito se resuelve sin pausa en una  única escena teatral; 5) los litigantes argumentan personalmente y no, como es usual, a través de abogados… Y así sucesivamente.

 

‘Ophelia’, de Pierre Auguste Cot.

 

Es verdad que Shakespeare no era jurista (poca falta le hacía, pensamos algunos) ni tenía gran aprecio por la profesión. Asi lo muestran los comentarios burlones del príncipe Hamlet en la escena del cementerio (al comienzo del acto V) cuando imagina que la calavera que tiene en las manos podría pertenecer a algún abogado. Pero más allá de su mayor o menor pericia jurídica, lo cierto es que Shakespeare puso de relieve en su comedia veneciana un fenómeno de la mayor importancia para los intereses de su país como incipiente nación comercial. La juez Porcia pide al acreedor Shilock que se apiade de Antonio y renuncie a su derecho, apelando a las virtudes de la compasión. Shilock se niega y exige que se cumpla su condición en sus términos literales. Nadie, ni siquiera Antonio, y ésto es lo más interesante, niega que el contrato sea válido legalmente. Entonces la juez se pliega, aparentemente, a las exigencias del acreedor y extrema el rigor frente a la equidad; en consecuencia, resuelve que lo pactado se cumpla exactamente según su letra: pero ni un gramo más ni menos que una libra de carne y sin derramar una gota de sangre, cosa que no está contemplada en el contrato. Shilock, comprensiblemente alarmado, se apresura a renunciar a su reclamación antes de que le expropien sus bienes y le obliguen a convertirse al cristianismo, o algo peor.

 

Otelo y Desdemona de Antonio Munoz Degrain

 

 

¿Por qué este gran rigor legalista? Pues precisamente porque para una república como Venecia,  que quiere realzar su prestigio como gran potencia del comercio internacional, es fundamental rechazar los criterios de “equidad” y mantenerse en la observancia del derecho estricto, único que proporciona la siempre tan reclamada “seguridad jurídica”. Lo contrario favorece a los jueces corruptos y causa  arbitrariedad en el tráfico. Nada nuevo bajo el sol. Shakespeare defendía que una  Inglaterra que salía apenas del feudalismo importara las técnicas jurídicas desarrolladas por el capitalismo en la entonces más avanzada República Serenísima.

En otro ámbito más directamente político podemos comprobar cómo Shakespeare participaba también del fervor nacionalista del momento. Me refiero a su firme adhesión al principio del fundamento divino del poder monárquico, que en la época del nacimiento de los estados modernos resultaba imprescindible para consolidar la autoridad de los reyes frente al desafío de los nobles y de la iglesia. Nuestro autor dividió sus dramas históricos en dos tetralogías y reflejó en ellas las numerosas luchas de clanes por hacerse con la corona, las efímeras victorias seguidas por derrocamientos violentos que culminan en el lamentable reinado de Ricardo III. En todas estas escaramuzas, Shakespeare enfatiza la necesidad de un buen y justo rey, como en su opinión lo fué Enrique V, ungido por Dios con el poder. Al mismo tiempo, no puede dejar de reconocer, al relatar hechos tan desastrosos, que la intervención divina en estas materias dista, como poco, de ser perfecta.

 

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‘Lady Macbeth’, de John Singer Sargent.

 

En su obra de madurez Julio César, se trata la cuestión del poder desde un ángulo diferente. Lo que está aquí en juego es dilucidar qué es más efectivo para consolidar un régimen fuerte y justo: ¿lo es la apelación abstracta a las libertades y a las instituciones de la República que hace Bruto tras asestar el fatal golpe a Julio César, su canto a la que más tarde se llamaría ‘patriotismo constitucional’? ¿O más bien la apelación que, en contraste, hace Marco Antonio al enterrar al César asesinado, dirigida a excitar los sentimientos y emociones del pueblo, invocando elementos de la tradición capaces de cimentar el poder en un paternalismo firme pero benévolo?. Entre líneas, y a juzgar por el modo como Shakespeare manipula su fuente, que no es otra que las Vidas paralelas  de Plutarco, se puede adivinar que nuestro gran poeta tiene una clara inclinación hacia lo segundo: hacia el poder teocrático del monarca. Una inclinación que era ampliamente compartida por sus compatriotas entonces y lo ha seguido siendo, por cierto, durante muchos siglos.

 

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‘King Lear: Cordelia’s Farewell’, de Edwin Austin Abbey.

 

Para un análisis legal, por lo demás, no tiene desperdicio la espléndida escena del acto II de Julio César en la que Bruto medita en su soliloquio memorable. “¡Tiene que ser con su muerte!” empieza afirmando con total convicción al considerar lo que haya de hacerse. Sólo después pasa a razonar sobre el por qué (Julio quiere ser coronado rey y acabar con las instituciones tradicionales de la república) y el cómo: tenemos que actuar con rapidez y olvidarnos de los requisitos procesales, de la acusación, la prueba, la defensa. Imposible no recordar la escena del divertido juicio con el que culmina Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Tras una engorrosa discusión sobre la insuficiencia de las pruebas para condenar a la sota de corazones, que había robado las tartas de la reina, y una impertinente observación de la crecida Alicia, la reina explota en un ataque de cólera justiciera: “¡Que le corten la cabeza! (…) ¡La sentencia es lo primero, el juicio ya lo haremos más tarde…!”

 

(SHAKESPEARE, William: Obras Completas (trad. Astrana Marín). Aguilar, Madrid 1961.–BINDOFF, S.T.: Tudor England, Pelican, Londres, 1950.–CORMAK, Bradin, NUSSBAUM, Marta eds.: Skakespeare and the Law, U de Chicago, 2013.–WAIN, John, El mundo vivo de Shakespeare. Alianza, Madrid,1964.–BOORMAN, S.C.: Human conflict in Shakespeare, Routledge, Londres 1987)

 

 

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