Tiempo de resistencia

Fotografía Enzo Selleiro

Resistiré, para seguir viviendo
Soportaré los golpes y jamás me rendiré

Dúo Dinámico

Mi madre, que conoció la guerra y la posguerra, acostumbraba a hacer acopio de comida en cuanto ocurría algo que alterase la vida diaria o que pudiera hacerlo. La recuerdo, en mi infancia, contando con mi abuela las latas de aceite o los paquetes de arroz y azúcar que había en casa como auténticos tesoros. Y recuerdo también la filosofía vital que les movía a hacerlo: “por si acasu vuelve la fame”, decían en su entrañable asturiano. Esa costumbre familiar se aplicó después a cualquier acontecimiento extraordinario: la muerte de Franco, el golpe del 23- F y yo diría que incluso la caída de las Torres Gemelas. Mi madre, a diferencia de nosotros, siempre estaba dispuesta a confinarse si era preciso y solo quería garantizar que no escaseara la comida. Lo demás, pensaba y decía, era llevadero.

Me imagino que muchos españoles recordarán escenas similares en estos días de confinamiento y evocarán las lecciones recibidas en casa. Términos como el aburrimiento o preguntas como ¿qué hago ahora? eran recibidos con sorpresa y rechazo por una generación que, tras haber conocido la dureza de una guerra, nos tachaba inmediatamente de incapaces y frívolos. Y cada poco se nos recordaba el largo catálogo de bienes que no valorábamos: salud, comida, compañía, incluso agua corriente, ropa y calzado. No necesito explicar a nadie que entonces un libro, un tebeo o una radio eran artículos de lujo para una familia española media.

Fotografía Enzo Selleiro

En estos tiempos de coronavirus la gente- incluso las generaciones jóvenes-está haciendo también acopio de comida y asaltando los supermercados en actitud apocalíptica. ¿Siguen, al hacerlo, las enseñanzas de la posguerra o es la histeria del consumidor compulsivo? Porque estos días de confinamiento me traen a la memoria más que nunca el paisaje de mi infancia, no solo por el poder balsámico de los recuerdos felices sino, sobre todo, por los hábitos que se cultivaban en una España de auténtica escasez. Y debo aclarar que no era solo la comida lo que la población ansiaba y atesoraba: era también el encuentro y la palabra, la conversación gozosa como el entretenimiento por excelencia. En mi familia- como en tantas otras- reinaba el arte del relato oral, la habilidad para convertir en historia cualquier escenario, situación o personaje, siempre buscando el humor y la hilaridad. La cocina era un mundo de resonancias mágicas presidido por las narraciones de mi abuela, mis padres, mis tíos, albaceas de mil anécdotas que ellos convertían en historias magistrales. El placer, en definitiva, de compartir historias cotidianas, un hábito que hoy todos nosotros seguimos disfrutando en cuanto estamos juntos. Debo aclarar que el elemento clave era el humor, la estrategia de la des-dramatización, consiguiendo las mayores carcajadas cuando se recordaba, por ejemplo, a la gente compartiendo mondas de patata o quitándose los piojos unos a otros para pasar la tarde.Fue entonces cuando aprendí a reirme y cuando comprendí que no había nada más terapéutico que hacer unas risas, como están demostrando hoy en día los miles de memes que nos llegan al móvil. Me atrevo a afirmar, queridos lector@s, que el humor es tan importante como el amor para que la humanidad siga adelante.

Fotografía Enzo Selleiro

He hablado de la narración oral y comprendo que esto debe sonar como una frikada en la era de la alta tecnología. Ya sé que pasaron los tiempos de reunirse en la cocina a contar cosas mientras sonaba el anuncio del negrito del Cola Cao pero la narración- aunque no sea oral-sigue presidiendo nuestras vidas, como demuestra la dependencia de las series y otros artilugios de la pantalla. Y es que la narración no es más que la lectura que alguien ( un escritor, un guionista, un fotógrafo, una persona corriente) hace de una parcela de la vida ( real o imaginada) y el arte de saber representarla o relatarla. Así que de aquellos tiempos lejanos de mi infancia yo heredé el hábito mágico de hacer historias con lo que me rodea, de leer un espacio, una situación o una vivencia desde un ángulo inédito que a mis ojos- solo a mis ojos- lo dota de mayor interés o mayor encanto. En términos más precisos sería algo así como ficcionalizar momentos de vida, sin necesidad de escribirlos y mucho menos publicarlos. Simplemente como estrategia de resistencia, tratando de extraer bienestar y diversión en tiempos difíciles, cuando lo ordinario cobra un relieve extraordinario y la épica convive con la lírica y la dramática en igualdad de condiciones. En este tiempo del coronavirus que acaba de comenzar me asombro, por ejemplo, del enorme deleite que me causa bajar la basura, única excursión que me permito al exterior junto con la gran aventura de ir hasta el kiosco a comprar el periódico. Nunca antes me había parecido tan hermoso el cielo de Madrid o la preñez de los árboles, ni había reparado en las personas que- escasas y a gran distancia- se cruzan conmigo. Y es que ha llegado el tiempo de la contemplación, sobre todo desde ventanas o balcones, una práctica ya olvidada que también llenó muchas horas de mi infancia. En aquel tiempo observar a la gente pas(e)ando por la calle era otro entretenimiento familiar, aderezado con comentarios, chistes o cotilleos más o menos malévolos. Todos sabemos que desde una ventana se contempla el mundo y la vida en toda su variedad, siempre que se sepa mirar. Y cualquier tratado de escritura creativa nos diría que así comienzan los grandes narradores, aunque la gran diferencia sea el talento que les separa definitivamente de los demás mortales.

Fotografía Enzo Selleiro

Que nadie tema o sospeche que a mi edad pretendo escribir novelas y mucho menos de los tiempos del coronavirus, en los que mi única obsesión es llegar sana y salva hasta el final. Pero confieso que me está ayudando ese hábito de encontrar historias en lo que me rodea, de leer la calle en la que vivo y en la que hoy me encuentro confinada. Ahora espero que lleguen las 20 h. para salir a la terraza a aplaudir con la misma avidez que de joven esperaba al novio o la apertura de la discoteca. Y estoy descubriendo que la casa de enfrente alberga a muchos vecinos y muchas vidas , que hay varios bebés, que dos hermanas (?) que se asoman juntas siempre lo hacen con un vaso en la mano y que un adolescente que vocea lemas toca con gusto una guitarra. Todo un mundo desconocido hasta ahora, que se ha convertido en un punto de encuentro ansiado y cordial y en la única compañía de este día a día tan agónico.

Porque nunca había sospechado que una calle de Madrid pudiera ofrecer tantas estampas y tantas historias sin moverse de casa. Veo desde mi balcón señoras mayores con mascarilla y carrito, siempre con carrito, por si alguien dudaba que van a hacer la compra; o gente con mascotas que pasan seguros y ufanos, sabiendo que la ley ampara sus paseos. Pero en cambio me pregunto dónde habrán volado los adolescentes que se besaban en los bancos, los niños con patinete o los jóvenes con mochilas y cascos camino de clase o del trabajo. La calle tiene ahora más silencio, más vacío, y un ritmo lento y débil, como si hubiera envejecido de repente.

Fotografía Enzo Selleiro

La ventana y el balcón o, en otras palabras, la frontera entre el interior y el exterior de nuestras vidas que ahora se nos prohíbe traspasar. Por ello, este es también tiempo para leer la casa que habitamos, en un ejercicio de claras reminiscencias bachelardianas. En su célebre Poética del Espacio, Gastón Bachelard nos invita a buscar el valor de los espacios amados y vividos, a un topoanálisis de los modos de habitar la casa y de las emociones y recuerdos que encierra.Tiempo, por tanto, de descubrir las numerosas cartografías de nuestra vida olvidadas en cajones y altillos : aquella postal, los apuntes de clase, el primer dibujo de los hijos o la factura que tanto costó pagar. Detrás de todo eso estamos nosotros, lo que fuimos y lo que sentimos cuando éramos más jóvenes y no había ninguna pandemia, por lo menos de carácter oficial. Historias y más historias, propias y ajenas, encerradas en las estanterías o sobre los vinilos que estos días volvemos a escuchar tras quitarles el polvo; y no digamos- para no caer en la nostalgia- en esos álbumes de fotos que detuvieron para siempre un instante y un tiempo feliz.

Fotografía Enzo Selleiro

Resulta paradójico que en la era del streaming y demás avances sea precisamente el Dúo Dinámico– idolos de mi adolescencia- los que hoy nos animan a los pobres mortales con los acordes de Resistiré. Nunca pensaron mis adorados Manolo y Ramón- ni tampoco nosotras, sus fans- que iban a ser de nuevo, ya en plena vejez, las estrellas del momento. Lo cual demuestra que todo pasa y todo queda, como decía el poeta, y que llegará de nuevo un tiempo en que volverán los adolescentes a hacerse un ovillo sobre los bancos de la calle y las señoras mayores podrán pasear sin mascarilla y sin carrito de la compra. Y recordaremos este tiempo de resistencia hilvanado historias sobre aquella primavera que floreció aunque estaba cerrado El Corte Inglés; y sobre aquellos días en los que descubrimos la calle, los vecinos y tantas otras cosas que nunca antes habíamos mirado.

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