Lynch, iluminados por la oscuridad

A veces, revisando o recordando a personajes o artistas relevantes o muy queridos, pienso en qué estaré haciendo en el momento en que mueran, dónde estaré y cuándo (¿pronto, tarde?) llegará ese momento. Y luego, un día cualquiera haciendo la cena, abres las stories del Instagram para perder un rato el tiempo y te topas por sorpresa con algunos corazones rotos junto a la foto de la persona en cuestión. Tras unos segundos de chequeo para confirmar la veracidad de la noticia, te asalta un inevitable “ya está”, junto al extraño vacío de perder así de rápido a una persona a la que jamás conociste. Ya no hay persona, solo legado. 

Y, a tenor, de las reacciones suscitadas, el de David Lynch es uno de los pocos con auténtico valor, reconocido además de forma unánime. En un momento en que el canon cultural está tan fragmentado y en el que cualquier figura, presente o pasada, puede ser objeto de críticas (más o menos fundamentadas) desde según qué sector de la población, Lynch es objeto de aprecio de prácticamente todo el mundo, y este hecho es el que da la verdadera medida del inmenso alcance de su obra. 

Una obra en esencia oscura, obsesiva, inquietante, pero creada por una persona tranquila, afable, radiante. Lynch no se ha ganado tanto nuestra simpatía por haber dado forma a un universo reconocible y absolutamente fascinante, sino por cómo nos lo ha transmitido. En lugar de adoptar la pose de artista insondable que se debe solo a sí mismo, Lynch ha mantenido toda su vida una cercanía natural con el público, excéntrica pero genuina. Y además la ha ido moldeando con el paso de los años, sin quedarse anquilosado en ninguna idea ni disciplina. Ha puesto la misma pasión en dar una charla como en dar el parte meteorológico, en promocionar una candidatura al Oscar junto a una vaca como en contarte que apadrinó 5 peluches del Pájaro Loco o que bebió Coca-Cola, en interpretar a Gordon Cole o al mismísimo John Ford, en componer un álbum de música electrónica, rodar un videoclip o breves piezas audiovisuales de difícil catalogación. 

Por encima de todo ello quedan, claro está, tanto sus películas como las monumentales cimas de Twin Peaks. En ellas está alojado el gigantesco granero de escenas e imágenes icónicas que tan influyentes han resultado y que han logrado permanecer en el imaginario colectivo. Lynch nunca quiso presentar ninguna de esas obras como trascendente, pero lo cierto es que lo son, enormemente. Porque consiguen dar cuerpo a lo inexplicable. Porque hacen lógico lo ilógico. Porque celebran el absurdo. Porque bajo ellas subyace siempre que el mal (así en abstracto) es indestructible, pero también lo es la belleza. 

Y es esa belleza la que ha hecho que David Lynch, desde la oscuridad, haya iluminado la creatividad, la mente y el corazón (salvaje) de tanta gente. 

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