Marcado por el odio o por la rabia que solo se aprende en las infancias desoladas, en el miedo de las calles llenas de matones, en el olor pútrido de la pobreza y en el hambre que no desaparece nunca, en la desesperanza que lleva a abandonar muy pronto la escuela y a meterse en una pandilla para robar lo que se pueda y sentirse alguien. Lo que hemos visto en “Erase una vez en América“, en “Toro salvaje” u otras películas similares tantas veces. La ley de la selva donde también se crió George Foreman, en el Fifth Ward de Houston (un barrio especialmente violento en una época de intenso conflicto racial), con seis hermanos de una madre soltera que precisaba de la ayuda de la caridad para completar el estipendio de sus trabajos precarios y, probablemente, humillantes. El padre biológico que desapareció después de nacer él (el quinto de sus hijos), con el que no tuvo relación, y el padrastro alcohólico que le dio su apellido pero no significo nada para él. El adolescente pendenciero y furioso con un cuerpo imponente y el roce con la delincuencia con una navaja en el bolsillo. La sonrisa de la fortuna cuando se topó con el Job Corps a los 16 años, aquel programa federal creado por Johnson para jóvenes desfavorecidos. Allí descubrió el boxeo y a Doc Broadus, un entrenador que lo puso en camino para competir en los Juegos Olímpicos de Mexico 68, donde ganó la medalla de oro a los 19 años y ondeó la bandera estadounidense con una actitud alegre y despolitizada, lo que contrastó con lo ocurrido con Tommi Smith y John Carlos después de la final de los 200 metros, cuando alzaron al aire sus puños enguantados en negro, lo que le generó muchas críticas en un momento muy caliente en la lucha por los derechos civiles.

Debutó como profesional en 1969 en una pelea con Donald Walheim al que venció por KO y ya desde allí todo fueron victorias hasta conseguir el título mundial en 1973 noqueando a Joe Frazier en el segundo asalto. Para entonces ya tenía una fama legendaria de pegador que intimidaba a sus rivales mucho antes de salir al ring. Con 25 años, cuando en 1974 llegó Kinshasa para enfrentarse a Ali, había disputado 40 combates con ninguna derrota y 37 victorias por KO. Era silencioso, hosco, añoraba las hamburguesas y se creía invencible. También las apuestas le daban ganador entre 3 a 1 y 4 a 1 en esa pelea que los periódicos denominaron “The Rumble in the Jungle” (“El rugido de la selva”) y que debía ser su consagración definitiva, humillando de una vez al bocazas de Alí que ya tenía 32 años y había sido derrotado dos veces, además del sufrir el parón competitivo que tuvo entre 1967 y 1970 por su negativa a alistarse en el ejército. También pertenecía desde 1964 a la “Nación del Islam” (NOI) y todavía compartía sus postulados lo que, en su momento, le hizo distanciarse de su amigo Malcolm X antes de que lo asesinaran sus correligionarios en 1965. En Kinshasa, en aquel otoño (la pelea se celebró el 30 de Octubre de 1974 pero antes tuvo que retrasarse 6 semanas por un brecha en la ceja de Foreman, en un entrenamiento) hacía mucho calor, los días se hacían muy largos, las comodidades eran limitadas y la expectación era muy grande porque se convirtió en una pelea simbólica para el Black Power y también para todos los periódicos del mundo que acudieron como moscas al país de Mobutu que ya era un sátrapa sangriento tolerado por Occidente y había conseguido con su régimen, como ironizó Mailer, prolongar la interminable pesadilla de su desdichado país. (“Qué placer comprobar que aquel estado revolucionario negro de un solo partido había logrado combinar algunos de los más opresivos aspectos del comunismo con lo más reprobable del capitalismo!”) Pero Alí se encontró allí bien, tenía la moral alta, hablaba sin parar, se sentía como en casa y se relacionó mucho con sus habitantes. También se sentía en forma, rodeado de sus ayudantes blancos mientras acusaba a Foreman , rodeado de ayudantes negros, de no ser un negro de verdad. La pelea comenzó a las 04:00 de la madrugada para que se ajustara a los horarios de las televisiones americanas. Se esperaba que Ali “flotara como una mariposa y picara como una abeja” y lo hizo a ratos pero también aplicó la estrategia del “rope -a-dope“: dejarse caer, casi inmóvil, sobre las flexibles cuerdas del cuadrilátero y protegerse bien, mientras Foreman se agotaba lanzándole interminables series de golpes al cuerpo que, sin embargo, era capaz de encajar sin dejar de provocarlo verbalmente, así como de lanzar, de vez en cuando, contraataques afilados y muy precisos que iban quebrantando la resistencia del campeón y dejándole la cara como un mapa. Hubo un quinto asalto prodigioso y un KO mítico en el octavo. Norman Mailer lo contó en largos reportajes para Playboy y luego lo reunió todo en un libro que tituló “El combate” y que contiene todo lo que no pudo verse en las imágenes del combate con el lenguaje pinturero del “nuevo periodismo”: el ambiente de los entrenamientos, el contexto social e histórico, el ánimo en los vestuarios antes de saltar al ring, las reacciones del público en el transcurso del combate, las sugestiones y las manías de todos los que andaban por allí.

Después de aquello Foreman entró en una depresión y no peleó en 15 meses. se sentía lleno de resentimiento y llegó a sospechar que habían conspirado contra él poniendo las cuerdas del ring especialmente flojas y que incluso lo habían drogado. Cuando volvió a pelear en 1976 contra Ron Lyle y luego contra Frazier, aunque ganó, ya no era el mismo: había perdido agresividad y confianza en sí mismo. Por fin la derrota por puntos contra Jimmy Young en San Juan de Puerto Rico tras una pelea sangrienta terminó por transformar su vida: en el vestuario tuvo la sensación de que moría y era transportado a un lugar oscuro y aterrador donde escucho la voz de Dios que le prometía una segunda oportunidad. Se convirtió en un cristiano renacido y se ordenó como ministro. En 1981 fundó su propia iglesia del Señor Jesucristo y en 1983 el George Foreman Youth and Community Center para ayudar a jóvenes desfavorecidos. También le cambió el carácter, olvidó su ira y se volvió amable, incluso hizo las paces con Ali. Pero en 1987 con 38 años y 121 kilos decidió volver al boxeo para financiar sus actividades y su propia familia. Pensaron que estaba loco pero con la cabeza rapada y bastante barrigón ganó 24 peleas consecutivas (22 por KO) entre 1987 y 1990. En 1991 con 42 años desafió el título mundial de Evander Holyfield (28 años) y solo perdió por puntos en 12 asaltos. El 5 de noviembre de 1995 se volvió a enfrentar por el título mundial a Michael Moorer (26 años) que había destronado a Holyfield. Asombrosamente lo noqueó en en el décimo asalto y volvió a ganar el titulo mundial 20 años después, siendo el campeón más viejo que lo ha conseguido hasta ahora. Defendió el título contra Axel Schulz en 1995 y ganó por puntos en una decisión dividida lo que hizo que la AMB ordenara una revancha inmediata que Foreman se negó a conceder por lo que le desposeyeron del título (también la FIB) ese mismo año. Por aquel entonces ya había dado su nombre a una empresa de parrillas que en 1999, cuando vendió sus derechos perpetuos le reportó 135,5 millones de dólares. Quizá todo porque desde aquel combate de Puerto Rico Dios estuvo siempre en su rincón, como tituló sus memorias.

El combustible necesario no solo para mantenerse en pie en la incierta y peligrosa realidad de la vida sino para buscar un motivo para luchar cuando se ha caído muy abajo y se ha perdido la esperanza. La angustia y la ira que a veces se trasmutan en sistemas de creencias que quizá aporten sentido y seguridad en medio del dolor y del miedo. Aquel simbólico combate en Kinshasa en los 70 que enfrentaba a dos hombres con cualidades magníficas que habían pretendido salir de la pobreza y la discriminación intentando encontrar un sentido para su situación y su lucha, como tantos otros en aquella época de guerra fría e ideologías salvadoras. Ali lo creyó hallar en la ideología de la NOI aunque luego se fue distanciando de los presupuestos radicales de su fundador y terminó, paradójicamente, en el islam sunnita muy cerca de las ideas que le habían costado la vida a Malcolm X cuando él no lo apoyó. Foreman lo encontró en el cristianismo evangélico desde el que construyó su relato de redención mientras seguía utilizando los puños para ganarse la vida. Otros lo encontraron en las distintas variantes del marxismo que ya habían demostrado por entonces sus desoladoras consecuencias reales. La lucha por la vida desde abajo en épocas turbulentas como los son casi todas, como lo es ésta, donde, a veces, un combate de boxeo es lo más civilizado de un conflicto muy oscuro donde suelen triunfar los tiburones.
George Foreman el hombre que tuvo muchas vidas, muchas esposas (cinco), muchos hijos (12) y algunas derrotas que lo hicieron más fuerte.
“ ¡El gran quinto asalto del combate Alí-Foreman!”. Norman Mailer.”El combate”
“Al igual que todas las cosas grandes, los comienzos no fueron muy espectaculares. Foreman había terminado bien el cuarto asalto, pero se respiraba alrededor del cuadrilátero la sensación de que tal vez le estuviera aguardando un revés monumental. Hasta Joe Frazier reconocía que George «no estaba tranquilo». Ello indujo a John Daly a gritarle alegremente a David Frost:
—¡En mi opinión, Alí está ganando, y creo que se alzará con la victoria en otros cuatro asaltos!
Foreman no lo creía así. Había tenido lugar aquel atisbo de victoria en el cuarto, aquel golpe que tan bien había dado en el blanco… «¿Y eso qué te ha parecido?» Salió a disputar el quinto en el pleno convencimiento de que, si la fuerza no había prevalecido sobre Alí hasta entonces, la solución tendría que estribar en más fuerza, en una fuerza considerablemente superior a la que Alí hubiera conocido jamás. Aunque el rostro de Foreman apareciera cubierto de hematomas, aunque sus piernas se movieran como ruedas a las que faltara algún radio, aunque sus brazos estuvieran empezando a agostarse en la lava del agotamiento y su respiración surgiera ruidosamente de sus pulmones como una bocanada de fuego, seguía siendo un prodigio de fuerza, el prodigio era él mismo, podía superar estados de tortura. Y arrojar cañonazos en unas circunstancias en las que otros no hubieran podido siquiera levantar los brazos; lo habían entrenado más, si cabe, para la resistencia que para la ejecución, y allí en Pendleton, cuando había empezado a entrenarse con vistas a este combate, había peleado quince asaltos con media docena de sparrings en turnos de dos asaltos cada uno, disponiendo solo de treinta segundos de descanso entre asalto y asalto. Podía seguir, podía seguir interminablemente; sus brazos se mostraban incansables; sí, podía abatir todo un bosque, abatirlo él solo, y se dispuso ahora a derribar a Alí.
Se pasaron el primer medio minuto peleando sin objeto. Y, después, empezó el fuego concentrado de artillería. Reclinado en las cuerdas, tan reclinado en las cuerdas como se reclina un pescador en su asiento cuando se dispone a arrojar el anzuelo contra una gran presa, Alí se dispuso a hacer frente a la acometida y Foreman se abalanzó sobre él. Se inició entonces un bombardeo parecido a los combates de artillería de la Primera Guerra Mundial. En el transcurso del siguiente minuto y medio, ningún hombre se movió más que algunos centímetros. En aquel breve espacio, Foreman arrojaba un fuego graneado de cuatro y seis y ocho y nueve enloquecidos y pesados golpes, golpes como el ruido de una puerta de roble al cerrarse violentamente, golpes que parecían bombas contra el cuerpo y proyectiles cilíndricos contra la cabeza, golpeando hasta no poder respirar, retrocediendo para respirar de nuevo y volver a atacar, a bombardear a barrenar a apisonar y oprimir el torso que tenía delante, a destrozarle los brazos, a introducirse entre aquellos brazos, a llegar hasta sus costillas, a arrancarlo de allí, a arrancarlo y poner dinamita en la tierra, a levantarlo, a golpearlo y enviarlo por los aires, a arrancarlo de allí y hacerlo tambalear… «Tú que haces temblar la tierra —debió decir sollozando para sus adentros—, mata a este vigoroso chivo enloquecido.»
Y Alí, con los guantes a la altura de la cabeza y los codos contra las costillas, se sostenía firme y oscilaba mientras le sacudían y azotaban como un saltamontes en lo alto de una caña cuando sopla el viento, mientras las cuerdas se agitaban como sábanas al aire y Foreman lanzaba la izquierda contra la barbilla de Alí, y Alí se echaba hacia atrás, consiguiendo librarse del golpe por un centímetro, medio fuera del ring y de nuevo dentro para empujar el codo de Foreman y protegerse las costillas, y oscilar y reclinarse de nuevo hacia atrás, e incorporarse un poco para soltar un golpe y después volver a apoyarse en las cuerdas y esquivar un golpe y caer de nuevo sobre las cuerdas, con toda la calma del hombre que se balancea en las jarcias de una embarcación. Y, entretanto, no olvidaba utilizar los ojos. Parecían estrellas y los utilizaba para esquivar a Foreman y los ponía en blanco para dar a entender que se había sumido en un pánico que no experimentaba en absoluto, lo cual inducía a Foreman a atacarlo con un movimiento en falso, enviando su expresión en una dirección mientras enviaba la cabeza en otra, mirando a Foreman fijamente a los ojos, de alma a alma, de muntu a muntu, apresándole la cabeza, golpeándole entre los guantes, empujándole la axila, atrayéndolo hacia las cuerdas y apartándose en el momento en que Foreman arremetía contra él; tentándolo, enloqueciéndolo, tan tranquilo como si se estuviera entrenando con su sparring enfundado en un albornoz y rechazando la cabeza de Foreman como un torero despide al toro tras una buena tanda de cinco pases; y, en cierta ocasión en que pareció vacilar un poco, tentando a Foreman en exceso, observó en este algo semejante a aquella intuición que recorre el ruedo cuando el toro se dispone a embestir contra el matador y no contra la muleta y, al igual que un componente de la cuadrilla, alguien del rincón de Alí gritó: «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!», y Alí se echó hacia atrás justo a tiempo, dado que, en el momento en que se dejó caer sobre las cuerdas, Foreman le lanzó seis de sus más poderosos ganchos de izquierda seguidos, y después un directo de derecha que fue como el centro del combate y el núcleo de su ataque, y a continuación un golpe con la izquierda contra el estómago, uno de izquierda contra la cabeza, otro de izquierda contra el estómago y otro también contra el estómago, consiguiendo Alí bloquearlos todos, protegiéndose el cuerpo con el codo y la cabeza con el guante, mientras las cuerdas se movían como serpientes. Alí estaba preparado para los golpes con la izquierda. No esperaba el derechazo, que se produjo a continuación. le lanzó un contundente golpe. Los postes del cuadrilátero crujieron. «No me ha hecho ningún daño», gritó Alí. ¿Fue el mejor golpe que recibió en toda la noche? Aún le quedaban otro diez por recibir. Foreman echó mano de toda la fuerza muscular que hervía en su caldera de desesperación y lanzó unos golpes tras haber soltado algo así como cuarenta o cincuenta en un minuto, cualquiera de ellos lo suficientemente fuerte como para dejarlo a uno hecho polvo desde la columna vertebral hasta las rodillas. Al final, Foreman debió empezar a perder parte de su n’golo, debió perder parte de la esencia de su furia absoluta, porque Alí se levantó por encima de aquel fuego graneado, propinándole a Foreman un golpecito en el cuello, como un ama de casa cuando introduce un mondadientes en un pastel, para ver si ya está cocido. Los golpes iban siendo cada vez más débiles y, al final, Alí abandonó las cuerdas y durante los últimos treinta segundos del asalto empezó a lanzar golpes, veinte por lo menos. Casi todos ellos alcanzaron su objetivo. Algunos se pudieron contar entre los más potentes de toda la noche. Se sucedieron cuatro directos de derecha, un gancho de izquierda y otro de derecha en una extraordinaria combinación. Uno de los golpes inclinó la cabeza de Foreman noventa grados, un golpe con la derecha de guante y antebrazo que se estrelló contra el costado de la mandíbula; Foreman debió sufrir la doble impronta: primero la del guante y después la del brazo desnudo, vibrante y demoledor. En el interior del cerebro, los muros debían estar empezando a agrietarse. Foreman se tambaleó, se abalanzó sobre Alí, mirándolo enfurecido, y volvió a recibir otros dos golpes fulminantes. Cuando todo hubo terminado, Alí agarró a Foreman por el cuello como un hermano mayor que estuviera castigando a su enorme y estúpido hermano pequeño, y miró a alguien del público, a algún enemigo o tal vez a algún amigo malévolo que hubiera dicho que Foreman iba a ganar, porque, sin soltar a George, sacó su larga lengua blanquecina. Al otro lado de las cuerdas, Bundini aparecía rebosante de felicidad al sonar la campana.
—No puedo creerlo —decía Jim Brown—. De veras que no puedo creerlo. Pensaba que le habían hecho daño. Pensaba que le habían castigado el cuerpo. Ha golpeado a Foreman con “ todo lo que tenía. Y me ha guiñado el ojo.
¿Le había guiñado el ojo o le había sacado la lengua?
En el pasillo, Rachman le estaba gritando a Henry Clark:
—Tu boxeador es un zoquete. Es un aficionado. Mi hermano lo está matando. ¡Mi hermano le está dando una lección!”
“Sonó la campana del octavo asalto“. Norman Mailer “El combate”
Moviéndose lentamente y con deliberación, retrocediendo una vez más, Alí golpeó a Foreman cuidadosamente, espaciando los golpes, apuntando primero; seis estupendos golpes con la derecha y con la izquierda. Era como si hubiera tenido en reserva cierto número de buenos golpes, como el soldado que durante un asedio cuenta las balas que le quedan. De ahí que cada uno de los golpes tuviera que llevar a cabo una parte determinada del trabajo que se proponía realizar.
Las piernas de Foreman se movían ahora torpemente, como un caballo que ascendiera por un camino pedregoso. Tras recibir por enésima vez un potente golpe, su reacción fue la de responder con un gancho de izquierda tan violento que por poco no le catapultó fuera del ring por entre las cuerdas. Por unos instantes, su cuello y su espalda estuvieron al alcance de Alí, el cual hizo ademán de soltarle un golpe, pero no lo soltó, como si quisiera demostrarle al mundo que no quería estropear aquel combate con un golpe parecido a los mamporros que Foreman había descargado contra la parte de atrás de las cabezas de Norton, Román y Frazier. Alí se detuvo a punto de lanzar el golpe y después se alejó. Por segunda vez en la pelea había encontrado a Foreman entre sí mismo y las cuerdas y no había hecho nada.
Bueno, pues George se apartó de las cuerdas y persiguió a Alí como un hombre que persiguiera a un gato. El salvaje golpe parecía como si lo hubiera reanimado con la posibilidad de que tal vez hubiera recuperado su potencia. Aunque sus mejores golpes no tuvieran puntería, por lo menos eran muy potentes. Tal vez fuera para sí mismo, una vez más, un prodigio de fuerza. Se produjo ahora contra las cuerdas una ráfaga de golpes con reminiscencias del gran bombardeo que había tenido efecto en el quinto asalto. Alí seguía burlándose de él sin dejar de hablar. «Pega fuerte, hombre —decía Alí—. Yo creía que tenías fuerza. Eres muy débil. Estás acabado.» Al cabo de un rato, los golpes de Foreman empezaron a silbar menos que su respiración. Por decimoctava vez, los del rincón de Alí gritaron: «Sal de las cuerdas. Ponlo fuera de combate. ¡Cárgatelo!» A Foreman se le habían agotado las reservas de fuerza que había llevado consigo desde el séptimo al octavo asalto. Lanzaba zarpazos en dirección a Alí como un chiquillo de metro ochenta de estatura que agitara los brazos en una batalla de movimientos sin coordinación.
Faltando veinte segundos para el final del asalto, Alí empezó a atacar. Basándose en su intuición, en la intuición de sus veinte años como boxeador, con toda la acumulación de conocimientos y todo lo que había aprendido acerca de lo que se puede y no se puede hacer en cualquier instante en el cuadrilátero, eligió precisamente este momento y, apoyado contra las cuerdas, golpeó a Foreman con la derecha y la izquierda y después se incorporó para soltarle un golpe con la izquierda y otro con a derecha. En este último golpe utilizó una vez más el guante y el antebrazo. Fue un golpe que dejó a Foreman medio atontado, obligándolo a inclinarse, tambaleándose, hacia adelante. En aquellos momentos, Alí le golpeó el lado de la mandíbula con el guante derecho y se apartó rápidamente de las cuerdas, para que Foreman quedara junto a estas. Por primera vez en toda la pelea había cruzado la lona en uno de sus ataques a Foreman. Ahora descargó sobre este una combinación de golpes tan rápidos como los del primer asalto, pero más seguidos y más potentes; Foreman fue alcanzado por tres fabulosos directos de derecha consecutivos, y después por uno con la izquierda y, por unos instantes, se dibujó en su rostro la conciencia de que estaba en peligro y tenía que ir en busca de su última protección. Su adversario le estaba atacando y a la espalda de este no había ninguna cuerda. Qué dislocación: ¡Se habían invertido los ejes de su existencia! ¡Él se encontraba ahora contra las cuerdas! Y, entonces, un enorme proyectil exactamente del tamaño de un puño encerrado en un guante se hundió en mitad de la mente de Foreman, el mejor golpe de toda aquella sorprendente noche, el golpe que Alí se había guardado para su carrera. Los brazos de Foreman flotaron hacia un lado como los de un paracaidista al saltar de un avión y, a partir de aquella posición doblada, Foreman intentó dirigirse hacia el centro del ring. Sus ojos permanecían fijos en Alí, mirando a este sin odio, como si Alí fuera el hombre que mejor conociera del mundo y tuviera que verlo el día de su muerte. El vértigo se apoderó de George Foreman y le hizo girar. Con la cintura doblada en aquella incomprensible posición y sin dejar de mirar ni por un instante a Muhammad Alí, empezó a tambalearse y a tropezar como si quisiera evitar caer. Su mente era sostenida por unos imanes tan poderosos como su campeonato, a pesar de lo cual su cuerpo buscaba el suelo. Cayó como un mayordomo de metro ochenta de estatura y sesenta años de edad que acabara de escuchar una trágica noticia; sí, cayó en dos prolongados segundos; el campeón cayó por etapas y Alí lo rodeó en círculo cerrado con el guante dispuesto a alcanzarlo una vez más, pero no hubo necesidad y el guante se convirtió en una íntima escolta de Foreman en su camino hacia el suelo.
El árbitro condujo a Alí a un rincón y este se quedó allí de pie, como perdido en sus pensamientos, y empezó a mover los pies en rápidos y comedidos saltitos, como si quisiera disculparse por no haberles pedido a sus piernas que bailaran, y contempló a Foreman en su laborioso intento de levantarse.”