Cuando yo era niño…

..me pillé a lo bestia uno o dos dedos de la mano más de una vez, o con la puerta del coche o con la de un armario o con la de casa, cerrando bien fuerte en mi propio daño; en una ocasión me quede sin uña y en su lugar se instaló durante un tiempo un cráter negro y purulento.

Pasé por las paperas, el sarampión, la varicela más de una vez, me operaron de fimosis (anestesia parcial a los trece años), y durante unos meses mi madre me estuvo curando de un extraño musgo que me germinó en el interior de la oreja y que según el médico amenazaba con extenderse por el resto del cuerpo, como en una película de ciencia-ficción. 

En verano, a base de salir toda la tarde a jugar al futbol, a la araña, a las pistolas de pistones y a montar en bicicleta, en mi cuerpo serrano lucían permanente y simultáneamente siete u ocho costras de heridas, unas más recientes que las otras. Más de una vez el accidente de bici me lanzó por los aires, como a los moteros recalcitrantes.

Desde los nueve años, sufría espantosamente por amor, y no sé por qué, puesto que ni era rechazado ni aceptado, sencillamente lo sufría a lágrima viva escuchando canciones de Jeanette.

En el Ramiro de Maeztu -el de Pedro Sánchez, sí- quedaba todas las mañanas con Antonio Herranz, un tío que no tenía más amigos que yo porque siempre olía fatal, no a roña, sino como a aceite usado (llegamos a hablar de ello, pero no recuerdo su respuesta, me imagino que apelaría a enfermedad), y juntos visitábamos a mi tía, que trabajaba en la secretaría del instituto. Nos obsequiaba con un duro a cada uno, y todas sus compañeras nos agasajaban, día tras día.

La primitiva Plaza del Caudillo

En numerosas ocasiones supe por experiencia propia a qué saben exactamente los 230 voltios de la tensión eléctrica de un hogar común europeo. 

Fui perseguido a menudo por tíos brutos que querían pegarme, y en otras ocasiones no tuve otra que llegar a las manos, pero no recuerdo que nunca “empezase” yo, ni que esas reyertas hicieran que cogiera miedo a ir al colegio: no eran más que “cosas que pasan”… También me persiguió con intenciones violentas algún vecino adulto al que irritaban nuestros balonazos o detonaciones, así como una mujer extrañísima a la que llamábamos “la loka” -y vaya si lo estaba: su convicción principal consistía en que existía una conspiración internacional para erosionar los “decibelios” de nuestros oídos y dejarnos sordos…- que oficiaba de bibliotecaria en el instituto. Salía en tromba de su santuario y se abalanzaba sobre nosotros, igual que los inquisidores de los curas, que te metían en clase a capones, con los nudillos previamente bendecidos, eso sí.

En los recreos, tu anhelado bollo o bocadillo corría el riesgo de ser demediado por los abusones de siempre. Te pedía un bocadito, que tú les concedías por miedo y por llevarte bien con ellos en el futuro, y el mierder le pegaba tal dentellada lobuna que el que se quedaba con el bocadito entre el pulgar y el corazón eras tú. Bueno, así al menos te hacías una idea cabal de a lo que sabía…

Jamás sentiré tanto miedo, o eso espero, como cuando el “practicante” venía a mi casa, como el jinete pálido de Clint Eastwood (“y el infierno venía tras él…”) a propinarme una inyección en el culo que dolía como un pecado. Luego lloraba un buen rato, pero con el alivio de haber sobrevivido al suplicio: Hell and back

Pasaban días completos decidiéndome a pedir a mis padres que me comprarán algo que deseaba mucho (generalmente cosas del kiosko de prensa) y cuando por fin reunía el valor lo pasaba fatal y la respuesta solía ser no, un “no” sin titubeos ni inquisiciones por el motivo de mis ganas.

Se me daba bien la EGB, me enteraba de todo y me gustaba aprender, pero cuando llegaba a casa era totalmente incapaz de hacer los malditos deberes, que no eran más que el truco del profesor para no dar clase al día siguiente. Toda la tarde con remordimientos, y a la mañana siguiente terror por si me sacaban a la pizarra a “exponer” mis resultados…

El barrio era un tanto peligroso. No sólo podías terminar a trompadas con alguien como en el instituto, también podías ser víctima de un atraco, que eran muy frecuentes. Las cuatro perras que llevabas te las podía exigir un tío ligeramente más alto y mayor que tú pero decididamente más quinqui. O te pedía la gameboy, o el balón, para jugar un momento, y entonces te arreaba una guantada atómica y se largaba corriendo con ella. Esos morlocks incursionaban en nuestra zona, cazaban y se volvían a sus guaridas. Las guaridas de los pobres yonkis que trataban de sobrevivir con la metadona eran sin embargo más localizables: se detectaban porque los toldos de los balcones estaban siempre a media asta… 

No soy nostálgico, no me ocurre, ni mucho menos, como a Joaquín Sabina, eso que cantaba de que “cuando era más joven, la vida era dura, distinta y feliz”. Al contrario: prefiero con mucho mi vida y edad actual. Tampoco creo que las nuevas generaciones lo sean “de cristal”, y si lo son es porque psicólogos y pedagogos han hecho su negocio de cristalizarlos adecuadamente. Lo que me intriga muchísimo, eso sí, es cómo mis tres hijos, ya adolescentes “curtidos”, por así decirlo, no han pasado por nada de esto, ¡por nada! -excepto por lo del amor, que lo ignoro. 

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