El temblor de la risa

El entusiasmo del público había alcanzado límites cercanos al paroxismo. De todas las gargantas brotaban gritos, silbidos, risotadas, aullidos, insultos y alaridos que, junto a los gestos rufianescos de los rostros y los puños levantados, querían dejar bien patente el regocijo, el desprecio y la burla que aquel espectáculo les producía. La rústica carpa circense había cubierto su aforo habitual mucho más allá de lo permitido, y no sólo las sillas se habían ocupado en su totalidad, sino que había un nutrido grupo de personas que permanecían en pie, grosera e impúdicamente apiñadas alrededor de la reducida plataforma elevada a un metro del suelo, y que hacía las veces de escenario, a fin de no perder detalle de cuanto en ella se desarrollaba. El público estaba integrado casi en su totalidad por lugareños malencarados de aspecto zafio, y por todos lados se veían raídos pantalones de pana con grandes parches en las rodillas, blusones de faena, sayas confeccionadas con burdos tejidos, abarcas, delantales oscuros, gorras de paño que nadie consideró necesario quitarse, alpargatas, moños desgreñados… La chiquillería, que formaba ruidosa legión, era casi tan homogénea entre sí como el resto del personal. Casi todos los muchachos llevaban el pelo cortado al rape para evitar las plagas de piojos, y gastaban pantalón bombacho y zapatillas de esparto atadas con cintas alrededor de los tobillos. Algunos, en medio de la algarabía reinante, tosían o se sorbían los mocos con verdadero deleite.

 

 

Aquella tarde, sin embargo, la primera fila de sillas había sido expresamente separada del resto con el fin de crear una razonable diferenciación entre los asistentes, como si en aquel oscuro mundo de burlas, chistes groseros y escarnio fuera posible de algún modo establecer jerarquías. Y en aquellas sillas, triste remedo de un palco de honor, se sentaban tres parejas de mediana edad venidas de no se sabe dónde, tal vez atraídas por el chispeante espectáculo. Ellas, elegantemente vestidas y muy rígidas en sus asientos, tal vez a causa de la tiranía impuesta por los corsés, reían continuamente procurando no hacer demasiados aspavientos, ocultando detrás de los abanicos sus bocas cada vez que se abrían a causa de la carcajada o el asombro, y llevándose de vez en cuando la punta de sus pañuelitos bordados a los ojos, para enjugar las lágrimas que la risa les provocaba. Ellos, igualmente elegantes, pulcramente sentados sobre los faldones de las levitas o los gabanes, con el sombrero y el bastón descansando en sus rodillas, miraban fijamente al escenario y frecuentemente aplaudían sin hacer ruido con la blanda benevolencia de sus manos ociosas.

 

 

Acababa de terminar el número de David y Goliat. El gigantón, un pobre muchacho deficiente que medía más de dos metros y al que se le notaba a la legua que tenía pocas luces en el entrecejo, y el enano renegrido de rostro burlesco y ojos afiebrados, habían puesto en escena una vez más aquella triste parodia de pelea sangrienta y desigual. Como ocurría en todos los pases, la gracia consistía en ver al mocetón repartiendo guantazos sin ton ni son con sus interminables brazos extendidos, sin conseguir alcanzar su objetivo la mayoría de las veces, debido a la torpeza y a la lentitud de sus movimientos. Mientras así se defendía, intentaba guardar un precario equilibrio sobre unas piernas desproporcionadamente largas y quebradizas. El enano, sin embargo, nervioso, zumbón y veloz como un enorme moscardón, correteaba en torno al gigante haciéndole gestos y morisquetas, dando a su rostro la expresión más canallesca, esquivando los golpes y provocándole continuamente a base de pellizcos y manotazos allí donde la extensión de su brazo alcanzaba y donde más dolía, es decir, en los muslos, los genitales y los glúteos del patético cíclope. La pelea terminaba cuando el pequeño sorprendía al muchachón por detrás y le abarcaba las piernas con sus brazos, inmovilizándolo. Le clavaba entonces los dientes en el trasero, y con la fuerza de su voluminosa cabeza le obligaba a doblarse sobre sí mismo, hasta que el gigante perdía el equilibrio y caía al suelo como un títere desmadejado.

 

 

El público aplaudía a rabiar. Cuando vieron al muchacho en el suelo, casi incapaz de levantarse debido a la escasa coordinación de sus movimientos, se intensificaron los silbidos, las injurias, los gritos y el pataleo. Todos sabían que las triquiñuelas del enano para derribar al grandullón eran parte del espectáculo, y se repetían hasta el cansancio en todas las funciones. Pero aquello no era óbice para que provocase siempre la misma hilaridad.

Ya habían desfilado, con parecido éxito, CARA Y CRUZ, las dos hermanas siamesas unidas por la espalda, EL HOMBRE NODRIZA, un grandullón malencarado de enormes manos y aspecto rudo y carcelario, que ostentaba, sin embargo, unos descomunales pechos de matrona, y MANFLORITUS, un hermafrodita pálido y escurrido de carnes que exhibía sin ningún atisbo de rubor su vientre desnudo para que todos pudieran admirar la ambigüedad de su sexo.

El avispado dueño del circo que, sin dejar de contar la recaudación de la tarde con la lengua entre los dientes y una expresión voraz, no perdía sin embargo detalle del desarrollo del espectáculo, compuso su mejor sonrisa cuando salió a anunciar el próximo número.

 

 

– Respetable y amabilísimo público: Si la lucha entre David y Goliat les ha divertido, sorpréndanse ustedes ahora con el próximo fenómeno. Pesa doscientos treinta kilos, duerme sobre el suelo del carromato porque no hay litera que aguante su peso y yo, de ser ustedes, no le invitaría a comer. A continuación, y para sorpresa de todos… ¡¡¡EL HOMBRE ELEFANTE ¡!!

Una salva de aplausos celebró las ocurrentes palabras del maestro de ceremonias, y todas las miradas convergieron en la cortina de arpillera, tras de la cual iban haciendo su aparición estelar aquellos seres, cuyas deformidades, malformaciones y enfermedades congénitas constituían el principal atractivo de aquel circo, que se preciaba de ser uno de los pocos del país que exhibía la fealdad y la marginalidad bajo un reclamo suficientemente explícito y caritativo, ya que en letras rojas de grandes dimensiones habían escrito con trazo vulgar y desigual: LO NUNCA VISTO. PASE Y CONTEMPLE NUESTRA INCREÍBLE COLECCIÓN DE MONSTRUOS.

 

 

Salvador, el Hombre Elefante, apareció en escena. Semidesnudo, con un escueto taparrabos que difícilmente simulaba una piel de leopardo, mostraba en toda su crudeza un cuerpo atrozmente deforme, ya que, si bien tenía el pecho hundido y escuálido en el que se pronunciaban claramente las clavículas y la arista del esternón sobresalía como la quilla de un barco, de cintura para abajo cada músculo había sido sustituído por una capa violácea y edematosa que colgaba y se bamboleaba de forma inmisericorde a cada movimiento que realizaba. El vientre, de un blanco amoratado, se desplomaba en grandes pliegues hasta alcanzar la mitad de los muslos, y las piernas, y sobre todo los tobillos, tenían un grosor desmesurado que le daba la apariencia de mantener el cuerpo sustentado sobre dos colosales columnas.

Una especie de frenesí colectivo se apoderó del público cuando lo vio aparecer y cuando, con las dificultades inherentes a su condición física y al ciclópeo volumen de sus piernas, subió jadeante a la plataforma. Un griterío ensordecedor atronó el recinto,y el polvo que levantaban cientos de pies al patalear contra el suelo enviciaba el ambiente y lo volvía sofocante e irrespirable. De todas partes surgían voces que le increpaban, palabras hirientes, bromas muy próximas al insulto que eran recibidas por la audiencia con grandes risotadas. Una voz femenina se alzó sobre la barahunda y gritó, para regocijo de todos, que se levantara la falda y les mostrara el tamaño de la trompa, y una botella de cerveza arrojada con acierto vino a estrellarse contra una de las rodillas del hombre, que a duras penas contuvo un gesto de dolor.

 

 

Salvador sonreía sin embargo con una sonrisa desmayada y agónica que no alcanzaba a contaminar sus ojos. Sonreía y asentía con un blando movimiento de cabeza ante cada burla sangrante, ante cada palabra hiriente, ante cada escupitajo verbal que el ingenio del público le propinaba, porque entendía que era eso lo que se esperaba de él y así estaba estipulado en su contrato. Sonreía siempre, y se paseaba por la plataforma dándose la vuelta del derecho y del revés, para que el respetable público contemplara a sus anchas la indescriptible fealdad de su anatomía. Sonreía, y de vez en cuando ensayaba unos absurdos y casi imposibles pasos de baile con aquellas moles cárdenas que eran sus piernas y sus pies mastodónticos. Ese era su trabajo, y lo sabía. Desde que hacía varios años había contraído aquella odiosa enfermedad que le incapacitó para trabajar en cualquier otra cosa, cada tarde exhibía su deformidad y sonreía a un público insensible y ávido de emociones que palmoteaba, silbaba y vomitaba el júbilo que le provocaba el espanto. Aquel circo tenebroso que vendía la miseria y la tragedia humanas era lo más parecido a un hogar que ahora tenía. Pero sabía que sobre aquella plataforma su dignidad no tenía sentido alguno, ni su integridad, ni su hombría. Allí encaramado no era Salvador, sino el Hombre Elefante, y eso llevaba implícito el hecho de soportar cualquier crueldad, cualquier humillación y cualquier escarnio sonriendo, sonriendo siempre. Pensó en Margarita, la nueva adquisición de su patrón, y se imaginó que ella no aguantaría mucho, porque no estaba hecha para la ruindad de esta vida. Y al pensar en ella algo blando y caliente, como un pellizco de ternura, le impacientó el corazón.

 

 

Margarita era la siguiente en salir a escena. Ya había sido presentada por el dueño del circo, que hizo un nuevo alarde de ingenio para deleitar a aquel público tan entregado.

– Van a ver ustedes – había dicho – a la nueva estrella de este humilde circo. La encontré hace un mes en una aldea perdida de Galicia, y les aseguro que les va a sorprender. Su padre fue médico, aunque a ella más le habría valido ser hija de un barbero. Con todos ustedes… ¡¡¡LA MUJER BARBUDA !!!

Margarita subió al escenario. Iba ataviada con un vistoso kimono de flores, y su silueta armoniosa y delicada, así como la agilidad con que se encaramó a la plataforma, indicaba que se trataba de una mujer muy joven. Tenía una melena oscura y ondulada que le caía por los hombros, aunque la llevaba recogida sobre las sienes con unas horquillas para evitar que le taparan una parte del rostro, pues era su cara, precisamente, lo más destacado de su anatomía, ya que lucía una barba rizosa y negra que alcanzaba varios centímetros de longitud. Un ¡¡¡Oooohhh!!! pronunciado con acento admirativo no exento de compasión surgió de los labios de las damas de la primera fila, que instintivamente se llevaron la mano a sus caras para comprobar que su piel continuaba siendo tersa como un melocotón. La reacción del resto del público no fue, sin embargo, tan sutil. Se oyeron risas, gritos, insultos y comentarios dichos con palabras gruesas que la gente coreó con entusiasmo. De todas partes salían voces pidiendo que se desnudara para ver si tenía el resto del cuerpo como la cara. -¡Vaya un oso peludo! – dijo alguien – ¡Antes que acostarme contigo, prefiero hacerlo con mi mujer, que ya es preferir…! Aquel comentario volvió a provocar una explosión delirante de carcajadas. La gente lloraba de la risa. La única que permanecía herméticamente seria era Margarita, que miraba aquí y allá con una expresión asustada en sus grandes ojos oscuros, en tanto que daba pasos cortos sobre la plataforma y se mesaba la barba y se daba pequeños tirones para demostrar que era genuína. Ella también había sido advertida de la obligatoriedad de sonreír continuamente mientras durara su actuación, y de manifestar complacencia ante las bromas de un público tan generoso que todas las tardes abarrotaba el circo y dejaba muy buenas ganancias. Pero, hasta el momento, ni una sola vez su boca se había curvado en un gesto que no fuera de amargura y de vergüenza. Las gracias del público que ella debía reír le parecían siempre vulgares, humillantes y patéticas, hasta el extremo de que muchas tardes no sabía si sentía más piedad por esa gente sin alma que por ella misma.

 

 

Hacía una hora que había acabado el espectáculo. Todo el mundo, puesto en pie, había abandonado la carpa remoloneando, remiso a dejar un lugar donde se había divertido tantísimo. Ahora sólo quedaba la oscuridad y el silencio. La colección de seres que habían hecho posible el milagro ya estaban al otro lado de la cortina de arpillera, metidos en los carromatos que les servían de habitáculo, dormitando o quitándose la ropa de ceremonia, pero indiferentes por completo al alarde histriónico con el que habían hecho las  delicias del respetable público.

Salvador se acercó al carro que ocupaba la muchacha. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta, y vio a Margarita que, sentada sobre su catre, permanecía absorta en la contemplación de una fotografía que descansaba sobre sus piernas. No lloraba, como hiciera los primeros días, pero se mantenía sumida en un mutismo petrificado, en una especie de lejanía oscura y compacta, y aquel vacío en que se perdía su mirada y la ausencia de expresión en su rostro sólo querían decir una cosa: desolación. Un sentimiento afelpado y tibio se apoderó de él, agitándole el pecho con suavidad, como si pequeñas medusas le anduviesen por la sangre produciéndole una sensación agradable pero inquietante al mismo tiempo. Observó cómo su melena, libre ya de las horquillas, le caía en ondas sobre el rostro inclinado, e imaginó la suavidad acariciante de ese pelo entre sus dedos, y una especie de hormigueo le ascendió hasta el codo. Sospechó que el vello que cubría parte de su cara habría de ser igualmente sedoso y perfumado, como el cabello de un recién nacido, y deseó ardientemente poder acariciarlo y posar sus labios en él y darle pequeños besos sin malicia. De algún modo confuso e indefinible la idea de que la quería, de que la había querido desde que llegara al circo, se abrió paso en su cerebro, como si esa certidumbre hubiese estado ahí todo el tiempo de forma latente y ahora se manifestara de la manera más insospechada. Y entendió de golpe por qué cada tarde sentía aquel alfilerazo de congoja cuando ella, pálida y ausente, subía al escenario, y entendió aquel furor que le hacía hervir la sangre y le anudaba el estómago cuando, vigilando tras la cortina de arpillera, escuchaba el desprecio y las burlas en los alaridos de la gente, y por qué las lágrimas de ella, cuando se retiraba entre aullidos y palmadas, le producían a él aquella quemazón dolorosa.

 

 

Desde que llegara hacía un mes, recién muerto su padre, un médico rural que la había protegido de la curiosidad y el morbo de las gentes en una pequeña aldea de Galicia, varias veces había intentado acercarse a ella y mantener alguna conversación amistosa, sin demasiado éxito. Margarita se limitaba a expresarse en monosílabos o a asentir o negar con la cabeza, indiferente casi siempre a cualquier cosa que no fuera su propio mundo interior atormentado y las sombras que estrangulaban su espíritu. Todo cuanto había conseguido saber acerca de ella había sido a través del dueño del circo, hombre verborréico y grosero que, sin embargo, sabía dar a sus palabras un gracejo especial no carente de afecto cuando se refería a ”sus monstruos”.

– La osezna – le había dicho – es casi una criatura. Fea como el demonio, eso sí, que a ver quien es el cristiano que se atreve a arrimarse a ella con esa pelambrera, pero una criatura al fin y al cabo. No tendrá más allá de dieciocho o diecinueve. Y la pobre ha vivido recluída en su casa con un padre amargado, porque era incapaz de curar esa enfermedad infernal que vaya usted a saber de dónde viene, y si no será un castigo divino de algún antiguo pecado, que la vara de Dios es muy larga… Cuando la encontré en aquel pueblucho perdido su padre ya había doblado el gorro. Y dicen que le había dejado una cápsula que contenía no sé qué veneno, para que acabara con su vida si las cosas venían torcidas o ella no podía más con su alma. ¡Fíjate qué herencia le dejó el señor doctor, un veneno! Cianuro o algo así creo que se llama… Pues fíjate, con lo fea que es, y lo orgullosa que resultó la condenada. No quería entrar a trabajar en el circo ni por todos los demonios. A lo mejor prefería trabajar en el cine, y hacer una película de Tarzán de los monos – rió regocijado y se palmeó el muslo con fuerza – Ella de mono, claro – siguió celebrando su chistosa ocurrencia – Nada, que no quería, la muy… ¡En qué me vi de convencerla! Le tuve que decir que aquí se sentiría como si tuviera una nueva familia y cosas así… ¡Pobre muchacha! Pero bueno, el caso es que la convencí. Lo único que no conseguí es que se desnudara para ver si era igual de peluda por todas partes. … ¡Qué jodida, cómo manoteaba y me arañaba cuando intentaba quitarle la ropa! ¡Ah, qué jodida muchacha…!

 

 

Acababan de dar las diez en el reloj de la iglesia. En algunos carromatos se habían apagado las lámparas de petróleo, y sus moradores dormían. Ya la fealdad, y la abominación, y el horror habían dado paso a un sueño reparador en medio del cual todavía era posible la clemencia para aquella informe colección de engendros. Algunos de ellos sonreían en sueños, tal vez porque, despojados de la cárcel de sus cuerpos, presentían que en las sombras de la noche quizá alcanzaran la redención y la hermosura que nunca conocieron.

Salvador se acercó sigilosamente al carromato de Margarita, en cuyo interior se derramaba una luz enfermiza. Llamó con los nudillos en la puerta, entreabierta aún, sin obtener respuesta. No obstante se revistió de valor, subió con dificultad los dos escalones procurando no hacer ruido, y entró. Margarita estaba tumbada en su catre de cara a la pared, vestida todavía con el kimono de flores. La frente, muy pálida, descansaba sobre la almohada, y tenía los ojos cerrados y una dulce expresión de placidez en el rostro, como si gracias al sueño hubiese alcanzado las regiones definitivas de la paz absoluta.

 

 

– ¿Duermes, Margarita? – susurró, al tiempo que se inclinaba sobre ella – Eres muy hermosa cuando duermes… Verás, no quiero molestarte. Sólo he venido a decirte que no debes sufrir, porque creo que aún es posible la esperanza para nosotros. ¿Qué nos importa que la gente nos mire con espanto? ¿Qué más da si provocamos risa? Si se empeñan en vernos como gusanos, finjamos ser enormes gusanos que se arrastran sobre las heridas, sobre sus miembros contrahechos y doloridos, sobre las cicatrices de estas enfermedades que no hemos elegido. Finjamos ser grandes y repugnantes larvas y dejémosles que rían su regocijo y su asco, que mientras nosotros nos reiremos de ellos, que son obtusos y cerriles. Riámonos de su cobardía, de su ceguera, que se empeña en ver motivo de burla lo que no son sino tragedias personales. Riámonos de sus más íntimos terrores, de ese oscuro temor que hay bajo su risa grotesca, que no es otra cosa que miedo a reconocerse en nuestros estigmas, porque saben que en realidad no son tan distintos a nosotros. Riámonos de su pobreza mental, de su letargo, de su corazón embrutecido que no es capaz de ver más allá de la envoltura miserable de la carne. O acaso apiadémonos de ellos, porque en el fondo esos pobres diablos son más dignos de lástima que nosotros mismos. Por eso no quiero que llores, ni que sufras. Piensa que esto es solamente un trabajo. Degradante, sí, humillante, estúpido. Un trabajo que nos obliga a ser bufones por un rato. Pero cuando bajamos de la plataforma, cuando ponemos los pies en el suelo volvemos a ser seres humanos, a secas. Hombres y mujeres con dignidad, con sentimientos, con corazón. Y eso no nos lo puede quitar nadie. Y porque tenemos corazón, creo que entre tanta degradación en que nos hunden todavía es posible encontrar un resquicio de ternura cuando volvemos a ser personas. Y es posible que haya dos soledades esperándose, dos manos que se buscan en medio del naufragio, dos miedos que se funden, dos fealdades que se encuentran hermosas… No sé, Margarita, creo que todavía es posible la esperanza.

 

 

Hubiera querido decirte muchas cosas. Pero duermes. Quizá sea mejor así. Tal vez mañana, si encuentro el valor suficiente, te las diga… Bueno, ahora descansa.

Se inclinó sobre ella. Le pasó suavemente los dedos por el pelo en una íntima caricia y luego, impulsivamente, la besó en la mejilla. Margarita siguió durmiendo, indiferente a todo. Salvador se fue sonriendo. Al besarla había experimentado sensaciones desconocidas y cálidas que le habían acelerado el curso de la sangre, e inconscientemente había percibido dos cosas: la increíble suavidad del vello que cubría su cara y un ligerísimo olor a almendras amargas que se desprendía de su boca entreabierta…

 

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