Sonrisueñas

Cuento de Navidad

Érase una vez una niña volandera llamada Marisol y de apellido Luna, que de día reía mucho y de noche hablaba en sueños. De hecho, cuanto más reía, más hablaba. Su risa era tan sonora que llenaba la casa de campanillas, y sus sueños despertaban a Alen y Aki, sus gatos, que estiraban el espinazo y maullaban para que se callara.

Pero algo le pasaba a su cabeza, pues cada año, por Navidades, cuando las calles y escaparates se engalanaban, ella sentía una melancolía nostálgica, una umbrosa pesadumbre impropia de una niña. Su madre, que lo notaba, le preparaba su comida favorita: sopa de estrellas y mandarinas con chocolate. Su padre, que no guisaba, le cantaba villancicos que él mismo escribía. Su abuelo, que era ingeniero, le montaba belenes ingeniosos. Pero ni aun así la niña espabilaba.

Mas un año algo pasó en su cabeza. Cansada de sufrir esa afección y sintiéndose con fuerzas para afrontarla por sí misma, mantuvo una severa diatriba entre su nombre y su apellido: sol, luna, día, noche, luz, oscuridad. Así fue desvelando la posible causa de sus melancolías: que el sol se escabullera de día y la luna no saliera de noche, en contraste con la exagerada e insolidaria algarabía navideña —que tan poco le agradaba—, podría ser una buena explicación de sus melancolías.

Consultando la IA comprobó que un doctor había descrito el síndrome de Navidumbre, una pesadumbre melancólica que padecen muchas personas afectadas de soledumbres invernales. Pero, como no aportaba soluciones, pensó en buscar una palabra antagónica para combatirlas, una especie de conjuro mágico que al anularía la palabra maligna. ¡Esta niña, aparte de soñadora, tenía mimbres de científica!

Al año siguiente, cuando sintió la recurrencia, reunió circunspecta a su familia para exponerles su teoría y pedirles ayuda para testarla. A su madre le pidió que cocinara una sopa de letras; a su padre, que escribiera una canción cantarina; al abuelo, que ideara algún ingenio navideño, a Alen le puso un cascabel y a Aki un farolillo. Ella, que había investigado, expuso la palabra mágica: “Sonrisueña”. Esa era la clave: otra palabra nueva compuesta por sonrisas y sueños. Todos se avinieron conformes.

Para celebrarlo, su madre sirvió para cenar una sopa con las letras de la palabra seleccionadas una a una; el padre escribió un villancico en acrónimo con las mismas, y el abuelo colgó una guirnalda LED con la palabra completa. Alen y Aki, invitados a la sopa, maullaron un villancico minino.

El efecto fue inmediato: sus navidumbres se esfumaron, su risa volvió a campanillear y una noche soñó con estudiar medicina. Años después se hizo psiquiatra y ahora cura las melancolías de las personas navidumbrosas que la consultan.

Y, colorín colorado, ¡desde entonces en esa casa cada año celebran las Navidades con sopas, canciones y guirnaldas Sonrisueñas!

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