Había observado sus caras ensimismadas durante el partido: expresaban expectación, desasosiego, furor, las diversas formas de la alegría, el llanto y los colores de la tristeza más profunda.  De todas las edades, hombres, mujeres y niños, uniformados, con la cara pintada de colores de guerra. También los rostros de las autoridades del palco, la jerarquía que expresaban sus posiciones y que definían un tiempo social, sus gestos acomodados y en general contenidos, salvo los de los presidentes de los clubs que podían expresarse sin cortapisas, chocar manos con amigos muy queridos, hacer incluso bromas con la realeza.

En todo el país la gente contemplaba pantallas, vivía sensaciones muy significativas, se permitía excesos alcohólicos, se sumaba a celebraciones tribales alrededor de fuentes o a esa peregrinación interminable del día siguiente por las sedes de los poderes, humanos y divinos, que ya nadie cuestionaba.  Todo el mundo se identificaba con clubs endeudados de financiación inconcebible y dirigentes muy oscuros; con jugadores que cobraban contratos de millones de euros que procuraban eludir al fisco y que, sin embargo, eran vistos como colegas del barrio a los que había que defender incondicionalmente, siempre que metieran goles en el momento oportuno y no se cambiarán al equipo contrario.

Cada día , durante muchos años,  había observado como el fútbol era publicitado por sus charlatanes, a veces en tono muy melodramático, como la fuerza más benigna, como la alegría y la esperanza de los niños y el bálsamo de los enfermos, como el punto de intersección fraternal de los pobres y de los ricos, de los iletrados y los ilustrados. Parecia mucho más que un deporte, operaba como una religión portadora de sentido y de identidad, de memes que se filtraban a través de los canales de televisión o de radio, de muchas maneras, durante muchas horas al día y lo iban impregnando todo. Una fuente de felicidad mística vivida de una forma casi involuntaria, porque como en el amor,  los colores de un equipo parecían capturar el corazón de forma irreversible, como la visión de una dama, como un destino irrenunciable, contra el que era imposible rebelarse.

Observó el partido tratando de abstraerse de todo eso, concentrado sólo en el juego, evocando sensaciones antiguas:  el goce primitivo de jugar un partidillo de fútbol con una pelota en una plazuela; la expectación anticipada de una final en un recreo; la emoción de los cromos que parecían referir a otro mundo muy lejano y muy apetecible; la angustia infantil de que perdiera  el equipo preferido y que duraba tanto tiempo.

Pensó en si era casualidad toda esta inmersión de los últimos años: si estaba alentado desde fuera como una estrategia muy elaborada de poderes muy inteligentes; si respondía simplemente a un reflejo de las expectativas de la gente o de la condición humana; si era el actual opio del pueblo o sólo una evasión inocente; si ocurría más en España que en otros países o sí tenía mucha o poca importancia en otros aspectos sociales, como la política o la actitud ante la vida.

Miró los resultados electorales del día siguiente. Y concluyó que quizá otra liga europea con nuevos equipos y nuevos jugadores estaba a punto de comenzar.  Lo que le llenó de expectación y cierta zozobra. Algunos campeonatos no habían terminado del todo bien en Europa cuando se jugaron con el viento frío de una crisis económica y nadie parecía dispuesto a respetar las reglas del juego porque el miedo y el resentimiento los había secuestrado. Aunque quizá todo eso fuera una exageración. Y el fútbol solo un juego sin ninguna metáfora.

 

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1 Comment

  1. says: Óscar S.

    Veré un partido cuando me paguen por ello. Tiene una gracia ciertamente siniestra eso de enriquecer a otros con la mirada poniendo toda aquella carne en el asador que hay que dedicar a otras cosas sin recibir nada a cambio; la política, hoy, es otra cosa…

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