Madrid, 26 de septiembre: retorno al gris
25 de septiembre, plaza de Callao, 18.15. El problema se ve cuando tu rutina habitual es interrumpida. Esa tarde tenía una agenda completa, el…
Nací en Madrid en 1989 y me siento cada vez más cría. Empecé Medicina, terminé Filosofía y después de un máster en Literatura aún no sé si es más fascinante la realidad o la ficción; sospecho que la primera, así que he empezado por la segunda. Suelo dar rodeos para llegar a alguna parte, un vicio bastante más romántico de lo que me gustaría. Me gusta cocinar y escribir, pero también comer y escuchar: me vendo por una buena conversación o un trozo de chocolate. Aprecio a los epicúreos y me atraen los estoicos, desconfío de la convención moral y siento debilidad por la conducta ética. Prefiero la contradicción sólo porque en ella espero encontrar otro tipo de coherencia, menos típica y más auténtica. No quiero engañar con mis caóticas inclinaciones: a pesar de toda esta palabrería, lo único que quiero tener es una vida buena.
25 de septiembre, plaza de Callao, 18.15. El problema se ve cuando tu rutina habitual es interrumpida. Esa tarde tenía una agenda completa, el…
¿Alguna vez habéis soñado con una librería llena de estantes de madera que se apiñan unos con otros, formando no sé si trincheras o…
Hoy quiero hablar de ropa. De trapitos. Y no de alta costura, cuyos vaivenes son tan arcanos al no iniciado como los del…
La grandeza de una historia de amor estriba en la facilidad con la que ocurren cosas maravillosas. Por eso molesta tanto el tono grandilocuente en la narración de un romance, que no necesita énfasis alguno. El narrador tiene que hacernos creer en la naturalidad de la historia como los amantes creen, de hecho, en lo necesario de su amor. Éste es el fatum en un cuento romántico: si el amor entre los protagonistas no parece inevitable, el fatum no tiene potencia; en consecuencia, no nos creemos la historia y el relato se queda en hipócrita o cursi.
Si clasificamos nuestros viajes estivales según nos traslademos a lugares desconocidos o volvamos a la casa de verano de toda la vida, mis vacaciones pertenecen…
En su primer novelón, Los Buddenbrook, retrato de familia de la sociedad alemana del diecinueve, Thomas Mann hace morir a Thomas Buddenbrook mientras describe su rostro petrificado, como de máscara. El cónsul Thomas Buddenbrook ha sido joven aplicado, exitoso comerciante, marido cumplidor y uno de los hijos más destacados de la ciudad de Lübeck. Ha sabido distinguir la diplomacia de la adulación, algo crucial para ganarse el respeto de una sociedad reformista como la hanseática; Buddenbrook ha empleado, por supuesto, la primera de las estrategias. Mann demuestra bien cómo, para concitar el favor de nuestros contemporáneos, conviene atenerse exquisitamente a lo convencional dejando de cuando en cuando un toque de excentricidad, lo justo para que parezcamos auténticos en nuestro saber estar. Buddenbrook posee visión comercial e inquietudes artísticas, y eso satisface las necesidades materiales y sentimentales del capitalismo, aún adolescente, de la época.
Desde hace un par de años, me llama la atención la edad a la que los escritores llevan a cabo sus obras, especialmente las…
Truman Capote logró su objetivo: su escritura es transparente como un arroyo de montaña. Es tan fina la lente con la que mira que incluso su vanidad se refleja en el cristal; llegamos a ver doble, su yo y el yo que él quiere proyectar. La prosa de Capote se independiza de su pluma y se convierte en bisturí, instrumento científico, disecador de la maravilla y miseria de la carne humana.
Hace ya años que descubrí el canibalismo. De pequeña rechazaba los alimentos que mi madre me ofrecía porque en ninguno de ellos hallaba ese sabor particular que, sin conocerlo aún, es el único de mi agrado. Una textura tierna, casi viscosa, con un regusto ácido que no todos aprecian pero por el cual yo enloquezco.
Hace ya casi dos años desde que visité Suiza por primera y última vez. Fui un fin de semana de abril, justo al día siguiente de que el volcán Eyjafjallajökull entrara en erupción, con tan buen tino que la nube de ceniza no me impidió partir el viernes y no me permitió volver hasta el miércoles. Así que sí, estuve cinco días en Winterthur, perteneciente a uno de los cantones germanófonos. ¿O debería decir germanógrafos? Aunque el lenguaje escrito es sin duda alemán, no se puede decir lo mismo del lenguaje hablado, una variedad rústica de erres hiperruladas y consonantes guturales por la que un estudiante de alemán se siente traicionado. ¿No hablaban alemán en Suiza? No.