Navigare necesse est, vivere non necesse.
Plutarco, Vidas paralelas, atribuida a Pompeyo.
Muchos considerarán la obra de Patrick O´Brian ciertamente menor desde la perspectiva de la literatura llamada “seria”, y, sin embargo, ofrece al disfrute del lector una serie de caracteres que se nos antojan simbólicos en alto grado de lo que puede hacerse hoy con la narración pura, es decir, con ese tipo de narración que no busca otra cosa que su decurso mismo en los parámetros de una tradición genérica bien conocida y definida. En el s. XX, Isak Dinesen, por ejemplo, fue también una renovadora de la narración pura en las coordenadas del cuento tradicional que se inicia en el renacimiento, así como Robert Graves lo fue a su modo en las del universo decimonónico de la novela histórica. No obstante, ambos autores poseyeron una cierta entidad propia como escritores por cuanto que los dos se salieron de su marco establecido al pulsar también ocasionalmente sus propias vidas en algún relato (como es sabido, Dinesen en Lejos de África, Graves en Adiós a todo eso y sus relatos breves y poemas). O´Brian, en cambio, solo ha destacado como traductor y autor de biografías ajenas además de como novelista de la armada inglesa en tiempos de Nelson; no tiene, pues, una personalidad literaria privativa suya al margen de su producción más comercial. No obstante, sus narraciones exceden con mucho las expectativas del lector de género por su calidad y hondura, sin que esto signifique que su estrategia ha sido -como gustan de señalar invariablemente los editores en todas las contraportadas del globo- la de llevar al género histórico o aventurero las sutilezas y sinuosidades de la novela psicológica.
No, cualquiera que conozca a O´Brian sabe que no es ningún Henry James de la novela de acción, así como tampoco es el Víctor Mora sin ilustraciones de las crónica naval -lo uno va por lo otro. Sus personajes principales, el capitán de Su Graciosa Majestad proveniente de familia tory Jack Aubrey, y el cirujano, naturalista y espía irlandés de origen catalán Stephen Maturin, son seres de carne y hueso cuya profundidad psicológica es ni más ni menos que la que exigen los estándares de la época napoleónica conforme a sus respectivas posiciones sociales y profesiones, y sólo se singularizan en este aspecto en lo que se refiere a la íntima y excéntrica amistad que se profesan. Cierto que Aubrey es arquetipo de destreza y coraje marineros, pero eso no le convierte en un inverosímil Capitán Trueno del mar: su destreza nace de su larguísima experiencia tanto como de su cándida falta de cerebro para cualquier otra faena teórica o práctica propia de los hombres de tierra (donde le estafan los logreros, le hacen trampas a las cartas, le persiguen por deudas, su mujer no logra retenerle…) Y su coraje no es más que la traducción tanto de su complexión física fuerte, sanguínea y entrada en carnes, como de su relativa carencia de otros medios de fortuna que no provengan de sus capturas. De hecho, Maturin le analiza a menudo en términos descarnadamente fisiológicos y cuasi-sociológicos en largos pasajes de su diario que son francamente originales desde el punto de vista caracterológico, pero que no por ello pretenden la prioridad ontológica del carácter o de la psique sobre la acción. Por el contrario, en el rudo y pragmático mundo de O´Brian son las acciones las que lo determinan todo, de manera que, como en las novelas de Dashiell Hammett, hasta los más corteses o alambicados diálogos (y las innumeras criaturas de O´Brian gozan de los modales que corresponden a su clase, siempre más acendrados que los nuestros incluso en el último de los grumetes), presuponen y persiguen algún tipo de conducta. En realidad, no puede ser de otro modo, ya que pertenecen a un mundo en el que nada es ocioso o gratuito, todo está condicionado de un modo u otro, y los hombres más comunes se ven asediados por un millar de urgencias que van desde la más alta política hasta un necesario zurcido de calcetines. Incluso la pasión naturalista de doctor Maturin, que tanto se le reprocha en ocasiones como, en general, se le tolera entre sus compañeros de tripulación, implica una ocupación práctica que se concreta en investigaciones y estudios con destino a la Royal Society de Londres[1]. No en vano, la frase favorita de Aubrey y, sin duda, la que más se repite a lo largo de toda la saga es “no hay un minuto que perder” y sus variantes -ya que, incluso cuando ese minuto de más se impone de modo irremisible, como un lapso de espera enojoso, los protagonistas aprovechan entonces para tocar música…
El retrato que O´Brian hace de Maturin es bastante más complejo que el de Aubrey: solitario empedernido sumergido en un microcosmos colectivo, intelectual multidisciplinar de ideología ambigua (aunque decidido detractor de Napoleón), bebedor ocasional de láudano y poco afortunado con las mujeres, lúcido hasta la depresión inconfesable algunas veces, nada de ello le impide ser sumamente eficiente en sus tareas profesionales y políticas aunque la disciplina de la marina le parezca al principio poco menos que bárbara. Desde su congénita soledad, Maturin es el que realmente pone en contacto las escenas navales con el abigarrado universo de los intereses políticos, sociales y culturales de la época, siendo su papel el de verdadero motor discreto de la acción (llegando incluso al frío asesinato), y no el de fácil intermediador en la ficción entre el lector y el entorno histórico –como sería de esperar en la novela histórica, a la que O´Brian no hace en lo más mínimo concesiones, como tampoco se las hace a la de aventuras, introduciendo al lector abruptamente in medias res, lo cual aumenta el placer de descifrar gradualmente unos hechos mayormente imprevisibles en sus pormenores pese a su conocido desenlace histórico final.
Nacido en 1914, O´Brian vivió una existencia de escritor oscura en Colliure (donde se instaló de por vida tras servir en la Segunda Guerra Mundial) hasta que comenzó su serie de Aubrey y Maturin en 1970, pero tampoco entonces cosechó un gran éxito personal excepto en la consideración de colegas de prestigio como Iris Murdoch o Tom Stoppard. Únicamente recibió una acogida favorable por parte de la crítica y una creciente clientela de lectores tras la reaparición de la serie en 1990, es decir, cuando contaba ya con la friolera de 75 o 76 años, que es la edad más provecta que conocemos para despuntar en el mercado editorial. Entonces no sólo se convirtió en un best-seller mundial para una inmensa minoría de seguidores devotos, sino que fue nombrado, en el apogeo de su honra, caballero por la reina Isabel II de Inglaterra. Falleció finalmente en 2000 con más de seis millones de libros en circulación traducidos a dieciocho idiomas, y tres años después apareció en las pantallas la película de Peter Weir basada en sus obras -lo cual le convierte más bien en el Hergé de la novela para adultos. Una gloria, por consiguiente, pequeña, prácticamente póstuma, y tan efímera, nos tememos[2], como lo sea la posteridad del propio film, que no conocerá segunda parte pese a su factura clásica y a la dedicación verdaderamente encomiable que le ha prestado su director[3]. O´Brian, poco dado a confesiones personales, declaró en una ocasión:
“¿Qué cómo empecé a escribir sobre el mar? A principios de los cincuenta, después de un par de novelas difíciles, una de ellas bastante buena, pero llena de sentimientos angustiosos y aún más angustiosa de escribir, se me ocurrió escribir un libro por diversión”.
De este desahogo resultaron Testimonies de 1953 y The Golden Ocean de 1956, primeras presentaciones parciales de los personajes citados en el escenario histórico del umwelt naval a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Pero no se crea que la alusión a la “diversión” evitó a O´Brian el afrontar el tremendo trabajo de estudiar y contrastar relatos de la época, diarios de navegación, planos de navíos, informes de los oficiales que lucharon en las batallas, los archivos del Museo Marítimo Nacional y los del Archivo Nacional Británico. La documentación de los libros de O´Brian es irreprochable -como no puede ser menos en cualquier novelista competente-, lo cual hizo de él un auténtico ratón de biblioteca que husmeaba día tras día legajos de las venerables dependencias del museo del Almirantazgo. La “diversión” (vocablo de semántica mucho más amplia en inglés que en castellano) debió convertirse en entusiasmo y seriedad, porque sus libros rezuman admiración y respeto por los valores, creencias y habilidades prácticas de la época[4]. Con todo, ese entusiasmo no es fácil de transmitir: los aficionados a la épica se sentirán decepcionados en la lectura de sus novelas, por encontrarlas demasiado prosaicas y atenidas al detalle asfixiante de la vida a bordo; a los aficionados al género de los aventuras les ocurrirá lo mismo, al encontrar sus peripecias demasiado escasas y sus protagonistas demasiado vulnerables; y, por último, no menos desencanto producirá en los amantes del bello estilo literario en general, que lo encontraran desmañado, conciso, descriptivamente pobre, digresivo y en exceso aficionado a las elipsis. ¿Cuáles son, pues, sus virtudes, esas mismas que antes apuntaba como representativas de la narración pura actual? ¿Dónde están sus “honduras”, sus “calidades”, tales que justifican que lo traiga aquí a colación en tanto ejemplo no tanto de literatura puntera, como de gran literatura sin más?
Pues bien: aparte de lo intrínsecamente entrañable y bien trazado de sus personajes, que, en nuestra opinión, recaban interés por sí mismos, y del atractivo de la recreación histórica, que aunque exacta jamás se enfoca románticamente, OBrian sólo puede alegar el mérito de su propia vulgaridad. Si tiene alguna peculiaridad, algunas bondades características -y yo creo que sí-, éstas residen en sus insuficiencias tanto como en sus capacidades. Nada hay, en efecto, en su escritura que avale su inclusión entre los grandes prosistas de nuestro tiempo, ya lo he dicho: O´Brian es, sin duda, como también hemos señalado antes, un escritor menor que abandonó las novelas “angustiosas” en favor de estas obras de proyección únicamente comercial y aptas para todos los públicos (siempre que éstos estén armados de, al menos, un grano de paciencia). No obstante, aprendió a amar lo que hacía, y desde el punto de vista del contenido sus relatos son de un vigor y una espontaneidad en la lectura extraordinarios, y, como decía Bajtin, es necesario “tomar también en consideración el contenido, cosa que nos permitirá interpretar la forma de un modo más profundo que el hedonismo simplista”. Un contenido, si se quiere, novelesco, aunque atemperado por la sobriedad de la fidelidad histórica y humana; movido, asimismo, por esa nostalgia asociada a ficciones de independencia, riesgo y vida sana y retirada de la depravación civil reinante en tierra a que me refería antes (y que en la realidad de la vida a bordo se convierten en suciedad, trabajo duro y disciplina, pero nimbadas de una intensa y callada alegría), pero que es la misma que ya alentaba un siglo antes en la narrativa de un Joseph Conrad, sin ir más lejos –ni más cerca…
Y Conrad, qué duda cabe, es un genuino e indiscutible clásico de las letras inglesas, aquel que precisamente ha conferido “dignidad literaria” a los temas marítimos para la literatura más allá de las travesías y naufragios incidentales de la novela ilustrada o bizantina. Sin embargo, Conrad, pese a su mayor cercanía histórica a los hechos recreados, es mucho más romántico que O´Brian, en el doble sentido de que gusta mucho más del exotismo natural de los parajes y travesías descritos y de que incide constantemente en la trascendencia simbólica del periplo humano de sus, a menudo, atormentadas criaturas. O´Brian, en cambio, es más sutil político que patético moralista -porque la moral se supone entre caballeros-, y toma a la naturaleza y al hombre en bruto, lo que se traduce también en un uso mucho más preciso y abundante del lenguaje técnico de la náutica (o del propio de la descripción de las especies animales), como si el auténtico marino de profesión hubiese sido él y no Conrad[5]. Sus lectores -entre los que se cuentan Pérez Reverte, Jacinto Antón y otras personas anónimas que han dedicado sus desvelos a profundizar los entresijos de O´Brian en múltiples páginas web-, en cualquier caso, amamos a ambos, pero reservamos para el viejo de Coillure un cariño especial cuyos motivos trataré de desentrañar en una próxima entrega.
[1] No hay que olvidar que Maturin es un personaje inspirado remotamente en Joseph Banks, el naturalista a bordo en el Endeavour de James Cook, de quién O´Brian había escrito una biografía en su juventud. No obstante, ni el casi legendario Banks, ni el personaje que le encarna en la película de Weir (que apenas se le parece), desmerecen la singularidad de la personalidad creada por O´Brian, como veremos a continuación.
[2] Aunque actualmente está siendo objeto de revisiones biográficas, como la Dean King, y también de exámenes periciales por parte de expertos en náutica, e incluso se están editando sus manuscritos de juventud ¡desde los doce años! En todo caso, el reducido y tardío culto que pueda tributársele (tiene también muchas páginas y foros de Internet dedicados a su figura y obras) se deberá siempre a la saga marítima, pues, como él mismo afirmaba: “Obviamente, he vivido demasiado tiempo fuera del mundo: poco es lo que conozco de la actualidad de Dublín, Londres o París, y todavía menos de la postmodernidad, el postestructuralismo, el rock duro y el rap, de modo que no puedo escribir con mucha convicción acerca del panorama contemporáneo” (en Patrick O´Brian: Critical Essays and a Bibliography, editado por Arthur Cunningham).
[3] Recuérdese que Peter Weir es el responsable de films como Gallipoli, El año que vivimos peligrosamente, El club de los poetas muertos, Único testigo, La costa de los mosquitos, Matrimonio de conveniencia o El show de Truman, entre otras. Si se mira bien, la constante de todas estas cintas es el análisis de la irrupción y adaptación de un personaje o conjunto de personajes en un ambiente o universo de valores extraño al que no pertenecen, y esto se acrecienta al tratarse de un barco, pues no hay más mundo más distinto y autónomo que el de un navío con respecto a las normas y costumbres de tierra adentro (si exceptuamos la ciencia-ficción).
[4] A este respecto, otra de sus escasas declaraciones sobre el particular reza así: “Yo tenía parientes marineros, no nací con la escota en la mano, pero casi. Siempre había querido ser de la Marina Real, pero puede que por falta de inteligencia o de salud, no fue posible, aunque la he seguido a mi manera”.
[5] Una objeción puede levantarse aquí desde la perspectiva fenomenológica: en efecto, podría decirse que justamente aquel que no ha sido marino explicita todo lo que para aquel que sí lo ha sido permanece inexpreso por consabido en el “mundo de la vida” de su profesión. Es cierto, pero también lo es que esa relación detallada de cada maniobra y cada paso técnico confiere mayor credibilidad y modernidad al relato.
Leyendo el final del artículo me ha venido a la cabeza el “Llamadme Ismael”. Qué gran inicio el de Moby Dick. Algo tiene que ver con el espíritu que transmitía O’Brian.
Moby Dick es ultrarromántico, no hay que decirlo, ya desde ese incio, porque no sabemos si oculta algo bajo ese nombre que bien podría ser sólo para uso de su narración. En la saga de O´Brian, en cambio, todo el mundo se llama como le bautizaron (y él sería capaz de decirnos donde), y las ballenas son mamíferos cetáceos, punto. Sin embargo, hay grandeza…
¡…que al pelo me viene tu articulo, mancebo! el otro dia -no queriendo agotar las tres ultimas novelas de la saga y buscando más mares y destinos paradisíacos, me lance al Nostromo.
Veremos a que puertos me lleva. Puertos igual demasiado románticos por comparación…
Ahí das con la política-ficción de Conrad, como en “El agente secreto”, y los mares oscuros como el oporto quedan un tanto a un lado… Pero a disfrutar: no hay un minuto que perder…