¡Somos más famosos que Jesucristo!

John Lennon

 

La música rock, genéricamente hablando, conforma la estética más característica del mundo contemporáneo. O, por lo menos, así es en gran parte de la franja desarrollada del planeta, hasta el punto de que en la actualidad identificamos el grado de modernidad de un país por su mayor o menor adscripción manifiesta, visible -aun en un nivel puramente simbólico-, al patrón estético occidental, que es precisamente el derivado de la semiótica del rock.

El Japón, por ejemplo, nos parece más moderno, puntero, democrático, “en la onda”, por así decirlo, de los ritmos (de producción, consumo, ocio, etc.) que pautan el presente, que, desde luego China, independientemente de lo que mucho o poco que sepamos -que siempre será inevitablemente tópico- acerca la una y la otra de estas dos pujantes naciones. Pero la diferencia, en realidad, estriba en que alguna vez hemos visto en televisión o en una revista que en el Japón los jóvenes lucen peinados estrafalarios, visten trapos de cuero y tejanos -ellos-, o minifalda y botas -ellas-, pasan sus fines de semana en macrodiscotecas, pubs o raves donde consumen aproximadamente lo mismo que nosotros en lo que se refiere a hábitos y estilos musicales, alimentarios (incluyendo bebestibles y estupefacientes diversos) y, en general, relacionales, mientras que en el gigantesco país chino vaya usted a saber qué oyen, qué visten, qué comen y beben y cómo se relacionan. Cierto que esta visión tiene lugar en un plano peligrosamente superficial, pero no por ello es menos eficaz y significativa desde el punto de vista del imaginario colectivo.

El rock es, si se quiere, no más que una subcultura erigida por el gran capital en el negocio del entretenimiento anestesiado de masas, pero no se puede ya poner en cuestión que “empasta” perfectamente con nuestras vidas, sean cuales sean nuestras preferencias culturales privadas. Joaquín Sabina lo apuntó en una ocasión de un modo más ingenuo, señalando que la música rock y pop “pone banda sonora a nuestros sentimientos” -de urbanitas cansados de todo a la vez que excitados por todo, habría que añadir[1]. De hecho, las bandas sonoras basadas en canciones cortas y poco conocidas del repertorio country e independiente norteamericano de Quentin Tarantino han venido a reemplazar con un tremendo éxito el último reducto de la música instrumental “seria”, que justamente tenía su parvo mercado en el cine. Los sonidos de la tribu (parafraseando a Mallarmé) son, pues, ya prácticamente los mismos para la entera Aldea Global, sin dejar por ello de ser más que eso: “sonidos” -y no sesudas composiciones de y para el gabinete-, y “de la tribu” –es decir, formas de comunión colectiva dirigidas por un gurú a las ordenes del Gran Jefe Blanco-. En este sentido, resulta difícil negar que el rock es la traducción al terreno musical del pensamiento único[2] (que es único pero cambiante, es decir, cada día de una manera única distinta).

 

Se objeta a menudo que el rock entronca directamente con las formas musicales del pasado europeo inmediato, a diferencia de las vanguardias de la abstracción o del jazz, pero no se puede olvidar que la virtud de la música rock reside precisamente en esa virtualidad camaleónica (more David Bowie) para reutilizar el pasado en formas nuevas y más banales y tecnológicas sin tener por ello que rendirle ningún tipo de cuentas –la música llamada culta, en cambio, vive aplastada por una responsabilidad infinita hacia el pasado, sea asumiéndolo servilmente, sea rompiendo con él ciegamente: Bayreuth y John Cage. Además, es la única forma artística viva y no estática ni folklórica que conserva un vestigio del “aura” que, según Walter Benjamin, caracterizaba la condición única de la obra de arte frente a la avalancha de sus reproducciones: tanto las actuaciones en directo (que es donde de verdad el menestral del rock exhibe su competencia y se gana sus cuartos), como, indirectamente, el mercado de las versiones (que autentifican la pieza original por contraste con sus secuelas: tan sólo la versión primitiva porta la voz o la instrumentación genuinas del interprete, que es la que manifiesta el aura), solicitan al espectador a la participación en un espectáculo potencialmente memorable e irrepetible –piénsese, por ejemplo, en el infame proceder de los Rolling Stones sacando rentabilidad a esta mítica del último show.

Bajo la égida del rock se han hecho posibles todas las revoluciones contraculturales de la segunda mitad del siglo XX, incluyendo las revoluciones más libertarias en el campo de la informática (el microordenador, en efecto, nació de un proyecto protagonizado por un grupo radical anti-Vietnam de la universidad de Berkeley que, al comienzo de los setenta, exigía la democratización del acceso a la información), de la emancipación sexual o de la misma integración racial, dado que, al fin y al cabo, el rock no es más que la música copiada a los negros. Junto con el cigarrillo rubio, el pop-art, el ascenso de la alta costura, y otros elementos de la cultura anglosajona triunfante en los años cincuenta, el rock propició el olvido de los profundos y dolorosos traumas de las dos grandes guerras mundiales. Supuso también un retorno a los procedimientos carnavalescos de la cultura popular en el sentido que Bajtin estudió para la literatura en la obra de Rabelais, solo que ahora no únicamente en su dimensión localista, sino a escala universal (en extensión: grabaciones de los Beatles y otras bandas han sido enviadas al espacio exterior; y también en intensión: todo el mundo en todo momento puede llevar encima un mp3). Y no sólo durante un tiempo determinado, tal como se estima la duración media de un estilo o una moda, sino con pretensiones de vitalidad indefinidas -cientos de canciones de rock´n´roll tienen como tema la propia supervivencia, autenticidad y validez eternas del rock mismo, siempre resucitando de sus sucesivas integraciones en el sistema gracias a la identificación con una juventud y rebeldías más metafóricas que reales (incluso revestido de un ambigüo cinismo: el We´re Only In It For The Money, de Frank Zappa, ya en 1967).

Por todo ello, si, como parece plausible, el fin del mundo llega más pronto que tarde, el estruendo de este Ragna-rock -el Apocalipsis de la mitología escandinava- vendrá con toda seguridad servido por el potente tronar de una batería de seis platos y por el aullido distorsionado de vikingas guitarras eléctricas. ¿Qué dirá el vocalista en la hecatombe?: sin duda, chillará un ¡¡Long live Rock´n´Roll!!.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


[1] No en vano, el contexto ciudadano o metropolitano actual es esencial para entender el surgimiento y permanencia de la música popular. En general, como apunta Félix de Azúa en su ensayo sobre Baudelaire (Anagrama), y apoyándose en Georg Simmel, todo el arte contemporáneo se plantea como mimesis de la metropoli, y no ya como imitación de la naturaleza o del estamento dirigente. Lo que añadimos aquí es la insinuación de que ninguna de esas artes han encontrado una realización tan redonda y característica de la transformación urbanocéntrica como la arquitectura -lo cual era de esperar-, y especialmente la música en su encarnación pop.

[2]De hecho, tal pensamiento único se manifiesta mayoritariamente en una lengua única. Los “sonidos” del rock llevan consigo otros “sonidos” consustanciales a los que llamamos letra (lyrics), y que mayoritariamente el oyente ha conocido en su forma anglófona nativa. No puede, realmente, ser de otra manera, porque a la usual brevedad de las piezas ha de acompañar el carácter lacónico y directo de los mensajes, teniendo en cuenta la inmediata comunicatividad que ha de generar un divertimento de masas. Pese a ello, no ha de resultar paradójico que el oyente no-anglófono prefiera y prestigie el inglés que malamente entiende, ya que suma de este modo a la pasión por la energía musical un interés por el código específico en que se vehicula, gracias al cual la más elemental de las simplezas se convierte en un sintagma sumamente expresivo del estilo que se ha aprendido a amar –las letras son, por decirlo así, también eléctricas como la instrumentación, siempre que “suenen” al inglés donde comenzó la cosa.

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