Aquellas meriendas los domingos en su casa tenían algo diferente. Algo de aventura que siempre terminaban sorprendiéndome sin saber porqué. Su excusa era hacerme probar ese tiramisú del que tanto presumía, receta de la nonna; la mía, mantener vivo mi italiano, pero los dos sabíamos que no… que había algo más. Sabíamos que había algo más que una merienda, había un pacto tácito que nos costaba incumplir y al que nos entregábamos encantados una vez y otra.

Nada más salir del ascensor, ya me esperaba con la puerta entreabierta. Subía nerviosa ese pequeño tramo de escaleras que me llevaba hasta él. Me recibía con una sonrisa, un beso rápido, casi con prisa, y me invitaba a pasar adentro. Atravesaba el largo pasillo mientras me quitaba el abrigo y me acomodaba en el salón. Casi siempre tenía preparada la mesa, unas velas, las tazas listas para el café y unos bombones traídos de Italia. Yo me entretenía buscando alguna novedad, mirando sus libros, ordenados por orden alfabético y por nacionalidades: los libros italianos juntos, los de alemán, los de autores españoles también. Los de Filosofía en otro estante, los diccionarios en otro…

Aunque conocía bien su casa, no podía evitar mirar sus fotos, sus cacharros, su piano, las partituras. Miraba todo aquello con envidia infantil. Después corría a su lado y le ofrecía mi ayuda procurando no estorbar en aquella cocina diminuta. Mientras ponía la cafetera, intercambiábamos novedades, reíamos, y nos quejábamos de la vida que nos había tocado vivir, el de su trabajo y yo del mío, hartos los dos de nuestros jefes. Se manejaba bien, no solo en la vida también entre los fogones y eso me gustaba. Me divertía verle trasteando por aquí y por allá, abriendo botes, preparando la bandeja, las servilletas. Preparando una merienda impostada en un salón de ventanas altas y cojines chillones: un trozo de su Italia en Atocha.

Tras el café, venía la sobremesa. Una música tenue envolvía nuestra charla. Un Bellini y luego otro y hablábamos de libros, de exposiciones, de las últimas películas italianas estrenadas en Madrid. Ninguna pregunta sobre nosotros, ninguna promesa, sólo hablábamos de Tabucchi, de la poesía de las azoteas, de lo que me gustaría viajar a Milán si pudiera, de mis ganas de escaparme al lago di Como, de lo tonta que me pongo cuando miro al cielo…

De vez en cuando no podíamos evitar alguna mentira que olvidábamos, en cuanto la tarde se escapaba silenciosa por las rendijas de la persiana. Era entonces cuando corría al piano, y acomodado en su silla de pianista, me invitaba a tocar con él. Ante su insistencia, yo tomaba asiento a su lado. Mis torpes movimientos y sus dedos guiándome por el teclado, daban lugar a una situación que de puro cómica me hacían reír como una niña, y en la que improvisábamos melodías que nos servían de excusa para aproximarnos, para sentir cerca nuestro aliento y acelerar mis nervios.

No faltaba mi suplica casi muda por volver al sofá mientras oía su respiración, esa sensación de querer y no querer moverme del piano, de su lado. Y entretanto mis latidos se ahogaban en susurros. Esos susurros al oído, cada vez más próximos, cada vez más cerca, cada vez más juntos… Pura melodía de un piano afónico, hasta que sin darnos cuenta, su mano se deslizaba en la mía, mi brazo en su cuello, y mi boca en la suya, ¿o era la suya en la mía?

Mecidos por el deseo, el ritual era siempre el mismo. Una batalla de besos me conducían a la habitación donde obediente me dejaba hacer como una actriz italiana que mira a cámara, como la Magnani que siempre quise ser, la que desde el cartel de Mamma Roma nos miraba ajena pero cómplice desde la pared.

Ropa por el suelo, una habitación azul, con más libros, y una pequeña ventana desde la que se dejaba adivinar un tejado. Y la música de Venditti cada vez más lejana, y más abrazos…. y mis labios recorriendo una espalda eterna; dibujando versos en su piel, contando lunares y mis pies, fríos como siempre. Manos lentas y caricias desesperadas. Arriba y abajo, arriba otra vez. Un festín de lujuria, una danza sin ropa con la urgencia de dos amantes solitarios que se quedan con hambre, con ganas de más y saben que no volverán a verse hasta la próxima merienda, hasta el próximo tiramisú de la nonna en ese trozo de Italia en Atocha…

E nella notte cercherai, nella stagione sei tuoi guai,
un po’ d’amore, un po’ d’affetto,
e disperato griderai, in fondo al buio troverai
solo il cuscino del tuo letto.
Non devi piangere, non devi credere
che questa vita non sia bella,
per ogni lacrima, per ogni anima,
nel cielo nasce un’altra stella.

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3 Comentarios

  1. says: Paola

    me encanto, es sensible, sencillo, delicado, solemne, una mezcla de espera y prensencia. La belleza del amor resumida en lo casual de un momento. Hermoso.

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