Diamantes en el barro: Truman Capote en “Música para camaleones”

Truman Capote logró su objetivo: su escritura es transparente como un arroyo de montaña. Es tan fina la lente con la que mira que incluso su vanidad se refleja en el cristal; llegamos a ver doble, su yo y el yo que él quiere proyectar. La prosa de Capote se independiza de su pluma y se convierte en bisturí, instrumento científico, disecador de la maravilla y miseria de la carne humana.

 

I. Antes de Vueltas nocturnas.

Truman Capote logró su objetivo: su escritura es transparente como un arroyo de montaña. Sin embargo, esta imparcialidad estrechamente vigilada tiene una contrapartida, ya que muestra tan bien la realidad que los defectos, siempre dolorosos, de Capote quedan descubiertos en igualdad de condiciones que la psicopatía de Perry Smith y Dick Hickock. El resultado neto del trabajo del escritor es una sublimación de la justicia poética, de la que el autor no escapa. Es tan fina la lente con la que mira Capote que incluso su vanidad se refleja en el cristal; llegamos a ver doble, su yo y el yo que él quiere proyectar. La prosa de Capote se independiza de su pluma y se convierte en bisturí, instrumento científico, disecador de la maravilla y miseria de la carne humana.

Esto se hace evidente en el estilo documental, especialidad de Capote y marca de la casa. Dicho sea de paso, sus relatos de ficción son coloridos pero fríos, plásticos y vacuos a un tiempo, hechos únicamente de bonito papel de regalo, acharolado, y de significado incierto, incierta la existencia de algún objeto envuelto por dicho papel. Tomemos, por ejemplo, la exquisitez sintáctica y léxica de Música para camaleones, la pulcritud estructural de El señor Jones o la trascendencia, embrionaria, de la anécdota que ocupa Una luz en la ventana. Son irreprochables ejercicios de estilo. Juegos pulidos. Sólo cuando emerge el drama, como en Mojave, el espíritu turbio de Capote insufla al texto una oscura vitalidad; sólo en la imperfección, en lo no-abstracto, en la tara tangible, se eleva Capote al rango de maestro: a pesar de todo su empeño en tallar en oro sofisticadas joyitas de intrincado diseño, lo que posee el escritor es un verdadero e inusitado talento para embadurnarse en barro vil.

Por eso, insisto, es el periodismo literario o la literatura periodística el hábitat natural del carroñero Capote. Y digo carroñero a conciencia, no como adjetivo sensacionalista, porque nuestro hombre se alimenta de realidad y, más concretamente, de realidad podrida. Probablemente a Capote le ocurría algo, no muy raro, y es que escribía mejor sobre sucesos reales que sobre cualquier argumento que maltramara su cabeza. Podríamos apostar a que junto a esa habilidad semiensayística Dios le había otorgado una preocupante falta de imaginación, lacra que le condenaría inmediatamente a la ignominia en toda concepción tradicional de la literatura. Bien, diría el filósofo ilustrado, dedíquese al ensayo. Sin embargo, Mr Capote carecía de la lógica imbatible que se le exige al articulista de opinión: su profesión ideal hubiera sido la de escritor de diario íntimo. Jardines ocultos, Una adorable criatura, Un día de trabajo, son versiones publicables de lo que escribe uno en sus ratos libres. Por eso Capote se sentía tan constreñido por los géneros literarios, y es que ninguno se ajusta a su personalidad escritora. Así como su efervescencia social, su esplendor divino y efímero de noches y martinis hubiera sido imposible que floreciera en la Inglaterra victoriana (en cuya atmósfera el niño Truman hubiera muerto, marginado, en alguno de los desagües que toda sociedad utiliza paralelos a su propio puritanismo), igual que eso, el genio de Capote no hubiera podido explotar en otro momento que nuestro tumultuoso e implacable s. XX.

Y esta facultad halla su plenitud en la descripción matizada y precisa de caracteres, de la luz y las sombras de cada uno de nosotros. Perry está loco y también es delicado y sensible; Marilyn, secretamente inteligente y por ello desequilibrada, ha sido rota por una sociedad embebida en sus fantasías canibaloides. Él mismo, Truman Capote, es egoísta, se autoengaña con indolente frecuencia, y está morbosamente abstraído en su vida y la de sus célebres amigos, y aun así, hay pocas miradas tan agudas y tan profundamente humanas, capaces de encontrar la singularidad en el más estereotipado de los personajes. Esconde su ternura y la de los otros tras un cortinaje de palabras viperinas, dosificando el brillo

aterciopelado de la sensibilidad auténtica para que tú, lector, lo atrapes al vuelo y te aferres a él consciente de su valor incalculable. Su búsqueda es la de diamantes en el barro; un efecto colateral de la escritura transparente.

II. Después de Vueltas nocturnas.

Truman Capote pertenece a la raza de escritores divididos por la ficción y la vida, como es perfectamente notable en su autorretrato. Es del tipo de los que escriben y ven en una simultánea 1ª y 3ª persona, lo que constituye la forma más penosa de madurez. Póngase en duda esta última palabra: ni Capote ni sus compañeros de desgracias merecen arrogarse tan alegremente el título de maduros, ya que verse en 3ª persona es tanto un ejercicio de justicia como de olvido. Y el olvido de uno mismo es suelo fértil para la irresponsabilidad, la irresponsabilidad (auto)destructiva del artista romántico.

Este desgarramiento se resuelve, a veces, de forma dramática. Capote lo menciona y finge extrañarse ante la sugerencia de su destino, pero no consigue engañarnos. La escritura desmesurada, la escritura que se define con un Yo anhelo (ni el cielo ni el infierno, sino yo mismo), la escritura como indagación de la verdad y siempre la verdad sobre el propio y desconcertado autor, no tiene otro desenlace que una autodestrucción en mayor o menor medida extrapolable a la carnalidad. Capote se mató a lingotazos. Otros hacen que sus trasuntos literarios se arrojen por una ventana. Da igual. Si la obsesión es uno mismo, el resultado no es otro que el desgajamiento explicitado por Capote en Vueltas nocturnas, y no hay mente que soporte la convivencia de dos miradas. La escritura funciona como origen (necesidad de mirar, de contar) y solución (búsqueda de porqués, búsqueda también de la unicidad perdida). Esto nos conduce al punto siguiente.

Truman Capote pertenece a la raza de escritores que, desde que se levantan hasta que se acuestan, escriben su propia biografía. La raza de escritores que, de un modo u otro, se entregan a la escritura-vómito. Así como Capote, al que no le importaría reencarnarse en un buitre, gestiona magistralmente la miseria humana, escribe lo que no puede callar, lo que tiene que expulsar. Distinguimos entre secreciones –sustancias sintetizadas en el interior de la célula y vertidas al exterior– y excreciones –productos secundarios de otras reacciones, normalmente inútiles, tóxicos o participantes de ambas condiciones, que han de ser eliminados sin remisión–. Capote parece secretar sus aplicados relatos iniciales, pero al llegar a la última página de Música para camaleones sabemos que su literatura es de excreción. Nuestro arte se nutre, pues, de carroña. Las frases son el medio inevitable para aliviar la opresión del pecho, el desolado interior, las heridas abiertas, la podredumbre acumulada durante el tiempo que nos ataca. Ahora, contemos con el exhibicionismo: compadeceos, escuchad mi lamento, dice el escritor, y tal vez así se atenúe el dolor. ¿Por qué creemos que la narración de nuestros padecimientos servirá como bálsamo? Se trata de una fe en las bondades del relato tan arraigada que se diría innata. No cabe otra posibilidad que escribir, poner una palabra tras otra.

¿Dios? Capote se burla. Cree en un dios convencional y cree convencionalmente, él, que siempre cuidó su extravagancia. El fulgurante TC desciende a entre los mortales y habla de San Julián. Sin duda, para aquel que ansía un Consuelo, Dios es la opción que se le ofrece por defecto; aun así, algo chirría. ¿Dios? Zzzzzzz, concluye Truman Capote. Parece un cruel y resentido ajuste de cuentas con el inspirador de la vieja Europa; incluso podemos imaginarnos el mismo diálogo en su traducción solemne: ¿cómo puede creer en Dios alguien que sabe retratar el infierno humano? No es posible pensar, de modo sincero, que la respuesta a nuestras preguntas se halla más allá del suelo que pisamos o de los sueños que tenemos. Por eso, drogadicto, alcohólico, TC sigue escribiendo sobre sí mismo, único camino del que dispone para llegar al ser humano. Por eso, porque en sus palabras (vómito, carroña) se encuentra el grito lúcido del demente o alguna certeza entre el caos de la realidad, esto es, porque vemos diamantes en el barro, por eso, digo, leeremos a Truman Capote, homosexual y genio.

 

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