En medio de este moscoso de los cuchillos largos que está viviendo el Partido Socialista Obrero Español me han llamado la atención, por su retorcida simetría, las declaraciones de Felipe González y Josep Borrell, ambas en la Cadena SER. En una frase que por obvia haría las delicias de Sigmund Freud en una mañana perezosa, el expresidente del Gobierno señaló que “Regionalmente, nunca hemos tenido peor resultado en el País Vasco, a pesar de las cosas que hicimos… tá, pá, pá…”, y uno no sabe si resulta más oscura la elipsis o la onomatopeya. Por su parte, el que fuera ministro con el propio Felipe, presidente del Parlamento Europeo y (por si fuera poco) ganador de unas primarias socialistas, ha comparado el motín contra Pedro Sánchez con un “golpe de Estado organizado por un sargento chusquero”. A los lectores más maduros la yuxtaposición de golpes de Estado y sargentos chusqueros sólo les evoca una fecha, que no es otra que el fundacional 23-F, de 1981, por supuesto. Un año antes de la igualmente mítica victoria del PSOE, un suceso acaecido en esa España que, si Alfonso Guerra cumplió lo prometido, ya no la conoce ni la madre que la parió.
Tenemos aquí a dos hombres de Estado recordando los presuntos tiempos dorados, dos viejos pistoleros enfrentados en un pueblo polvoriento. Sabemos que son viejos porque hablan del pasado incluso tratando el presente, y no lo digo a mala fe: según tal criterio, esta que escribe supera la centuria. Es, sin embargo, inusual que ninguno de los dos acuda al pasado para legitimar una estrategia, sino para deslegitimar al oponente. Si en las discusiones familiares siempre hay quien tira de hemeroteca, los dirigentes históricos han recurrido al vertedero. A las cloacas del Estado. El PSOE lleva décadas perdiendo votantes, y ahora mismo sus 85 diputados representan a la España que, tan sólida como menguante, se ilusiona con la izquierda amable y sofisticada – ¡europea! – que sacó a nuestro país de la dictadura. Las palabras de González y Borrell aluden a un pasado más sucio de lo que quieren recordar: están arrojándose regalos antiguos, escupiendo mentiras olvidadas. La crisis del PSOE es, como apuntó Lluís Orriols hace una semana, la zona cero de la crisis del sistema de partidos. Las retóricas, no demasiado cuidadas, de González y Borrell evidencian que es el relato sobre qué ha sido España lo que se está deshilachando. Porque, cuando se hizo la democracia, España fue el PSOE, y El País fue su profeta.
Por eso es justo entender la crisis socialista como una crisis nacional. La izquierda española no puede creerse el relato que el PSOE presenta sobre nuestro país por la sencilla razón de que no tiene ningún relato que presentar, sólo una panoplia de fotografías cruentas. La trifulca en Ferraz del sábado pasado supone una dosis excesiva de realismo para cualquier reputación. En el final de la película Persona, Ingmar Bergman muestra los focos, la cámara, toda la tramoya que permite crear una imagen; sin embargo, la propaganda política no comparte objetivos con el cine de arte y ensayo. Desde un punto de vista estético los colapsos del film sueco y el Partido Socialista son igualmente fascinantes, pues convierten la ilusión en decepción, rasgan el velo sagrado del templo, ofrecen a público escarnio la fraternidad brutal entre compañeros de partido. Cuando Borrell se remite a la figura del sargento chusquero está reconociendo, en su propia organización, la caspa de esa España que iban a cambiar. Ya no podemos, ya no pueden, culpar a los poderes fácticos del inmovilismo: el PSOE lleva treinta años siendo un nuevo y gatopardiano poder fáctico.
Y si no, miren lo que hicimos en el País Vasco. Es de justicia poética que el lapsus de Felipe (¿hemos de llamarle por fin don Felipe y eclipsar a Su Majestad?) conecte con la rasposa arenga de Pablo Iglesias en la fallida sesión de investidura de marzo. González abomina de todo lo que huela a izquierda radical y aun así ha asumido su papel en el drama que propone esa izquierda. Esta renuncia, más o menos voluntaria, a los mecanismos de la ficción nacional es síntoma de una decadencia autodestructiva. Es un suicidio electoral, un suicidio político, un suicidio ideológico. Hacía muchos meses que el partido de Íñigo Errejón no estaba tan cerca de la hegemonía del discurso. “Muchos de los hijos de los socialistas están en Podemos”, admitió Borrell, y en las cocinas extremeñas, castellanas, andaluzas donde se sigue escuchando la SER esos padres asintieron reconfortados. En este país de familias, este país en el que el guerracivilismo es un tropo literario, este país de Puerto Hurraco y Pascual Duarte, de autos de fe y García Lorca, el ciclo de muerte y resurrección de la izquierda es la encarnación simbólica del espíritu nacional. Y los padres, o los viejos pistoleros, pueden descansar junto a sus hijos o bien dejarse acribillar, fieles a la ley de Dios y los mercados, por las inclementes balas del tiempo.
Recuerdo una conversación entre varios con mi profesor favorito, que tuvo lugar en mi casa meses antes de su muerte, en 2012. Nos relataba los estropicios políticos de Felipe González mientras era presidente, y su mujer le interrumpió alegando que nadie tiene esa imagen tan mala de él. Respondió, como una centella: “es verdad, la imagen de Felipe González aún no se ha empezado a deteriorar, aún…”
Pues voilà.