La nueva legislatura comenzó, simbólicamente hablando, cuando la ganadora de las elecciones municipales barcelonesas compareció ante las cámaras, levantó su índice derecho y proclamó: “¡Sí se puede!” Esta consigna, a diferencia del “Podemos”, está construida como una réplica. Que sí se podía era la confirmación que necesitaba oír cualquier votante español con una sensibilidad moldeada hacia la izquierda, y es también el apoyo retórico de la carrera de Ada Colau, una mujer que lleva tres años demostrando lo mucho que se puede. Después de su paso por escraches, manifestaciones y tertulias, Ada Colau se retrató como alcaldesa de sus convecinos en Barcelona, demostrando que una política puede tener carrera política, que se pueden ganar unas elecciones a base de trabajar por los ciudadanos, demostrando, en suma, que la imagen puede coincidir a veces con la realidad. Colau se secó los ojos con las palmas de las manos porque estaba llorando, igual que lloraríamos usted y yo si pasáramos de ser disciplinados por la policía a empuñar la vara municipal en menos de una legislatura del PP, demostrando ya que estaba que ella sí que forma parte de la gent normal.
Esperanza Aguirre, por su parte, mostró ante Madrid y España cómo las condesas no lloran. Aguirre y Gil de Biedma, alumna del Instituto Británico, había paseado su casticismo por la pradera de San Isidro y gustado de hablar como las criadas de las zarzuelas, que es como debe de pensar que se habla fuera de sus círculos: para ella no hay mayor desnudez que su gesto sombrío y rígido, el discurso medido, la claridad de la dicción, así que de pronto la imagen de la presidenta del PP en la Comunidad de Madrid también coincidió con su aristocrática realidad. Usted y yo habríamos llorado ante un futuro como el de Aguirre, ese animal político al que por fin acechan sus perseguidores, pero doña Esperanza compareció cansada de folclorismos y de intentar parecerse a nosotros. Al fin y al cabo ella nunca ha querido ser una ciudadana más; su desparpajo le ha traicionado cuando los electores han mirado a otra mujer, Manuela Carmena, que sin ser common people ni fingirlo pone voz a lo que piensa gente como nosotros. Como usted y como yo.
Gente cuya actividad política no es constante, cuyas incertidumbres pesan sobre todas las siglas, y que sin embargo vio el cielo abierto la noche del 24-M. No llegué a tiempo a la cuesta de Moyano y me incorporé a la fiesta en la plaza del Reina Sofía, en Madrid, durante la que será recordada como una fresca madrugada de mayo. Pablo Iglesias habló, aunque no hacía falta animar a una multitud que ya venía ilusionada de casa. El discurso, grandilocuente, no caló porque bastaba la realidad certificada por Colau y Aguirre: el color ideológico de nuestro país ha cambiado. Pensé que dentro de muchos, muchos años, cuando nuestros hijos juzguen nuestra ingenuidad, aún tendré razones para acordarme de cómo fueron las municipales de 2015 y de aquellos que fuimos juntos a la plaza y del discurso de Carmena, porque – al igual que durante mayo de 2011 – en ese momento el acontecimiento político coincidió con el hecho social. Después de la red social, del simulacro y de tanta política-espectáculo hemos conseguido vivir un momento de presente: aquí y ahora. En cuanto al futuro, como no nos pertenece, habrá que seducirlo.
Tenía que meter baza.
El “Sí se puede” es una réplica también contra los simpatizantes pero escépticos, esa gente que podría haber votado Carmena o Colau, pero que no hicieron nada porque no podían sinceramente creérselo ya que la tradición mental de este país todavía es la resignación y la inercia. Conozco unos cuantos. Para ellos, esto es un jodido milagro de difícil repetición, aunque igual de esta van y se reaniman, como esos muertos de película de terror que no terminan en los zombis de moda.
Pero todavía se tiene que poder contra los espasmos del cadáver pperino, que ahora van a jugar a algo así como a hacernos pasar a Colau y Carmena por las Pasionarias del s. XXI. Esta es una democracia de flujo y reflujo, a la primera parece que sólo se da por bueno lo viejo, y lo viejo es ya tediosamente viejísimo.
En cualquier caso, magníficas, una por una, tus palabras, y magníficas también las (¿nuestras?) cosas, por utilizar el título del desfasado -sucesos como estos le van desfasando…- Foucault.
¿Y por qué está Esperancita tan desesperada, valga el oxímoron, que no come, no duerme, no tiene paz, urdiendo planes, reinventando el macartismo, diciendo, como el del chiste, que si en tu caída vas por el piso 12, aún no está todo perdido…? Pues porque el poder no consiste, como imaginamos los pringaos, en tomar decisiones en un despacho que afectaran a la gente de la calle asesorada por quince expertos. Consiste en habilidad social, en cultivar las relaciones. A ver con qué cara se presenta ahora Esperanza en su club de campo, en su restaurante selecto, incluso en su peluquería… Todas las viejas amistades, gente bien, que la contemplaban aterrizar sobre su mesa a hora imprevista (había estado tan ocupada…) del té como una diosa, capaz de conseguirle a tu sobrino un puestecillo aquí o allá, que la chupaban con delectación el culo, ahora la compadecen. No lo expresarán así, pero la compasión estará al fondo, tal vez con un poco de desprecio o de burla disimulados. Los primeros días, Esperanza recibe muchas llamadas: “¿Qué ha pasado? ¿Es que estamos locos? No, Esperanza, tú vales mucho, son esos rojos de mierda, nos van a hundir, mi marido está retirando los fondos del banco, qué escándalo querida”; pero luego empiezan a escasear preocupantemente. Llega un momento en que no sólo nadie llama, sino que, encima, los camareros te sirven ahora con algo de sorna. Y Esperanza ya tiene más de sesenta años, qué va a hacer ahora, marginada de sus propios círculos, en los que reinaba como si aún fuese joven y bella, contraído su mundo a la mera familia. Por último, resulta que incluso a tus antiguos contactos, otrora tan cordiales, empieza a gustarles la Carmena, tan populachera…
Da para una novela, y no mala, lo digo en serio.