¿Alguna vez habéis soñado con una librería llena de estantes de madera que se apiñan unos con otros, formando no sé si trincheras o laberintos, donde escaleras frágiles que resisten sin embargo el peso de cientos de volúmenes suben y bajan a otras trincheras y otros laberintos, siempre de madera, sin un hueco entre los libros de todos los colores y las formas imaginadas? Pues si no habéis tenido nunca ese sueño, ya es tarde. Esa librería existe y está en Chicago.
Pero empezaré por el principio. Una estudiante universitaria europea acude a Wicker Park, al noroeste del centro de la ciudad, buscando un área menos residencial y con más vida de calle que la media de los barrios estadounidenses. Buscando un poco de hogar, vaya, porque estas avenidas amplias con pocos bares y numerosos drive-thrus se nos hacen un poco inhóspitas. A Wicker Park le precede la fama de bohemio, o modernito, aparte de haber constituido el núcleo de la inmigración ucraniana en los primeros 50 años del s. XX (ahora viven hispanos, por supuesto). Entre North Milwaukee Avenue y West Division Street hay bonitas casas de ladrillo rojo y tejados picudos. Un sesentón con gorra de visera riega el césped mientras de un altavoz salen, pongamos, los Creedence Clearwater Revival a todo volumen. “Hey, ladies”, nos saluda. Qué paz. No habremos visto ni a dos hipsters.
Hay locales desastrados con carteles de neón que prometen actuaciones en directo. Hay restaurantes italianos que ofrecen jamón deli. Hay tiendas que venden zapatillas preciosas por más de 80 dólares. Hay, como en todas partes, vagabundos que miran sin ver nada en absoluto, desde un lugar más allá de este sistema. Hay también, para consuelo de nuestras almas preocupadas, Reckless Records, una tienda de vinilos, CDs y cassettes (¡cassettes!) de segunda mano. Y, al lado, está Myopic Books, cuya puerta es demasiado grande como para poder entender que dentro se halla el paraíso. Al entrar, hay dos mesas flanqueadas por sendas estanterías cada una. Detrás hay seis estanterías, tras las cuales hay ocho, tras las cuales se alza la empalizada de libros. Carteles en Times New Roman negra sobre fondo blanco delimitan secciones: ficción, no ficción, arte, arquitectura, cine, rarezas, drogas, suspense. He ido deambulando en zigzag, como hago siempre, acariciando con un dedo los títulos que me atraen. Tengo que empezar por el fondo, así que me he introducido dentro de la empalizada.
Uno a uno, leo los títulos, los saboreo, sopeso sus posibilidades, leo el nombre del autor, rebusco en mi cabeza por si me sonara de algo; quizá, si en alguno de estos pasos el libro se revela “especial”, lo saque y mire la foto del escritor, o lea su biografía, o le eche un vistazo a la contraportada. Ése ha sido el procedimiento, y después de dos bloques estaba tan asombrada por la cantidad de libros que sentía estar despreciándolos al no destacarlos siquiera de sus compañeros de estante. Abrumada, agarro algún apellido conocido. Y de Yates, Richard, pero luego aparecen nombres misteriosos como Yglesias, Helena, o Yezierska, Anzia, y luego veo H de Hurston, Zora Neale, y de Hawthorne, Nathaniel, y de Haddon, Mark, y tantos otros que han escrito y cuyos libros, por azar, nunca entresacaré de la estantería. Pasan los minutos y ni siquiera he localizado la narrativa en lengua no inglesa. Thornton Wilder, premios Pulitzer, la omnipresente Ayn Rand. Huyendo hacia adelante subo las escaleras.
La luz del mediodía entra por un enorme ventanal. En una mesa grande de pino sin barnizar, un chico lee un volumen sobre Tom Petty desde sus gafas de pasta. Veo en Times New Roman: “Medicina alternativa”, y, más tranquila, avanzo en la sala. Nunca he visto un lugar tan luminoso y tan lleno de libros al mismo tiempo. A mi derecha se alza en bloque de libros ordenados alfabéticamente en un orden aún misterioso para mí, pues todavía no sé si tratan de gastronomía o fotografía o física cuántica. “Criticism”, pone en el cartel de arriba. “Criticism”, crítica literaria, las ces parecen la curva de una sonrisa y las íes se rasgan como los ojos en una mirada feliz. ¡Bueno, bonito y barato, señora, me lo quitan de las manos!, me está convoca el cartel, o tal vez me está diciendo cosas más tiernas donde yo sólo veo a Nabokov hablando sobre Dostoievski o un estudio en dos volúmenes sobre novela rusa del s. XIX por 11 dólares o a Susan Sontag, Sobre la interpretación y otros ensayos, por fin en mis manos.
Al rato, me he dado cuenta de que me esperaban abajo y de que fuera había un barrio por visitar. Llevándome los libros que buenamente me han apetecido, me he reunido con mis amigas. He pagado y hemos salido a la calle. He jurado describir este lugar a todo el mundo y también he jurado volver, aunque ahora escribiendo me pregunto qué sentido tiene toda esta exuberancia literaria en una sociedad que no entiende cosas como el placer de comer o la necesidad de una línea circular en el tren suburbano (el plano de metro de Chicago es una especie de estrella de siete puntas con un rizo en el centro). Supongo que, de nuevo, el sentido es evitar que marisabidillas como la que escribe caigan en el tópico: lo reconozco, creo que esta librería estadounidense es una de las más maravillosas que he visto jamás, y ojalá todo lector de bien pudiera disfrutar de este lugar de ensueño. ¿Encontraremos, en algún rincón de este séptimo cielo, alguna clave acerca del mundo fantástico desde el que nos miran los vagabundos?
*Myopic Books está en 1564 N Milwaukee Avenue, Chicago, Illinois, EEUU