¿Por qué no me cuentas el cuento de ayer? Ése tan bonito, el de la playa -demanda el niño convaleciente a la madre, que hace todo lo posible por entretenerlo. Ella se acerca a la cama con parsimonia, se acomoda junto al retoño e inicia la historia, arropándola en el candor triste de su voz-.
El plano se difumina y recupera la nitidez en un escenario completamente alejado de la fría grisura industrial que hasta entonces dominaba la película. Desciende hasta el rostro moreno de una niña algo crecida que se baña en el mar. La niña que se alejaba de los adultos y de los otros niños que jugaban a ser mayores, que se retiraba sola a la cala más remota de la isla. A partir de ahí entramos en la imagen de un poema, en un lugar sin cuerpo, fuera de lo palpable: entramos en un estado de ánimo.
Olas, rocas, arena, aire, color, rumores. Todo lo percibimos como si nos habitara, como si lo lleváramos dentro, pero a la vez como si esta parte de nosotros mismos flotase en una lejanía incierta, inaprensible. La historia se reduce a la experiencia, por parte de la niña, de dos misterios: el barco velero sin tripulación que se acerca a la cala y vira antes de alcanzarla, y el canto homérico, surgido de ninguna parte, que lo cubre todo. Transitamos el terreno de una sensación, el cuento carece de final. ¿Quién cantaba, quién?, pregunta el niño. La madre da la única respuesta posible: Todo cantaba. Todo.
Así es como Michelangelo Antonioni, en 1964 en medio del desserto rosso, obró el milagro del cine.