“Cuento de navidad”: una sugerencia para finalizar el bicentenario de Dickens

“Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y la tontería; la época de la fe y la época de incredulidad; la estación de la luz y la de las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación; todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derechos al cielo , todos nos precipitábamos en el infierno. En una palabra, a tal punto era una época parecida a la actual que algunas de sus autoridades más vocingleras insistían en que, para bien y para mal, se la tratara solo en grado superlativo.” Charles Dickens. Historia de dos ciudades. 1859

La navidad, en esta época que coincide  tanto con la que describió Dickens, era un torbellino de actividad que muy a menudo no llevaba a ninguna parte. Se buscaba la felicidad en las “grandes superficies” comprando todos los productos de moda; acumulando regalos que no hacían ilusión y que era obligado regalar; masticando marisco o dulces que ya no sabían a nada; reuniéndose a cenar con gente a la que se hubiera querido ver en otras circunstancias, de otra manera, después de tanto tiempo y tantos equívocos o quizá simplemente mas descansados, con más tiempo para conversar.

La navidad parecía atrapada por la niebla de todas las luces previsibles y todas los villancicos que cansaban tanto; por todos los programas de televisión que ponían tan triste aunque los presentadores sonrieran tanto; por todas las rutinas que nadie parecía poder romper para no tronchar para siempre otros hilos sutiles y frágiles que se presentían como esenciales, a pesar de todo. La navidad parecía herida por todo lo que parecía que iba a perderse y que muchos habían perdido ya.

Sin embargo en algún sitio, en algún momento de la tarde o de la noche de uno de estos días, en una casa grande y bien iluminada del centro de la ciudad o en un piso pequeño de las afueras de un pueblo grande  o quizá en cualquier apartamento muy humilde, alguien tuvo la idea de apagar todos los televisores y consolas, de cerrar bien las ventanas para que que no se colase el ruido de la calle, de dejar solo la luz de las velas o cualquier otra iluminación un poco tenue y suficientemente cálida. Después, por sorpresa,  invitó a los pequeños y a los mayores a sentarse en cualquier sitio: en las sillas, en los sillones, incluso en el suelo. Primero les contó que a  Dickens le encantaba leer sus textos en voz alta, interpretando a los personajes con voces diferentes y entonces, sin más,  comenzó a leer…

PREFACIO

Con este fantasmal librito he procurado despertar al espí­ritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmi­go. Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.

Su fiel amigo y servidor,

Diciembre de 1843

 Charles Dickens

PRIMERA ESTROFA

 

EL FANTASMA DE MARLEY

Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la me­nor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propieta­rio de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge [L1] había fir­mado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apa­reciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd [L2] como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros ances­tros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por con­siguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley es­taba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamenta­rio, su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemni­zado por él a precio de ganga.

La mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de otro modo no habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos completamente convencidos de que el padre de Hamlet ya había fallecido antes de levantar­se el telón, no habría nada notable en sus paseos nocturnos por las murallas de su propiedad, con viento del Este, como para causar asombro ‑en sentido literal‑ en la mente en­fermiza de su hijo; sería como si cualquier otro caballero de mediana edad saliese irreflexivamente tras la caída de la no­che a un lugar oreado, por ejemplo, el camposanto de Saint Paul.

Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años des­pués, allí seguía sobre la entrada del almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por «Scrooge y Mar­ley».  Algunas personas, nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge, «Scrooge», y otras, «Marley», pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.

¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebaña­ba, apresaba! Duro y agudo como un pedemal al que nin­gún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afi­laba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba ri­gidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azulado sus fi­nos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más calu­rosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado.

Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Nin­guna fuente de calor podría calenta.rle, ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortante que cualquier viento, más pertinaz que cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del tiempo no po­dían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y ne­viscas podrían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se desprendían» con generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía.

Jamás le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¿Cuán­do vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna; ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado por una dirección ni una sola vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; al verle acercarse, arrastraban precipitadamente a sus due­ños hasta los portales y los patios, y después daban el rabo, como diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo ciego!»

Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era preicsamente lo que le gustaba. Para él era una «gozada» abrirse cami­no entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo sentimiento de simpatía humana que guardase las distancias.

Erase una vez ‑concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el día de Nochebuena‑ en que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su despacho. El tiempo era frío, desapacible y cortante; además, con nie­bla. Se podía oír el ruido de la gente en el patio de fuera, caminando de un lado a otro con jadeos, palmeándose el pe­cho y pateando el suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya casi había oscurecido; no había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las ventanas de las oficinas cercanas como manchas roji­zas en la espesa atmósfera parda. Bajó la niebla y fluyó por todas las junturas, resquicios, ojos de cerradura, y en el ex­terior era tan densa que, aunque el patio era de los más es­trechos, las casas de enfrente no eran más que sombras. Al ver como caía desmayadamente la sucia nube oscureciendo todo, se hubiera pensado que la Naturaleza vivía cerca y es­taba elaborando cerveza en gran escala.

La puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de modo que pudiera atisbar a su empleado que estaba copian­do cartas en una deprimente y pequeña celda, una especie de cisterna. Scrooge tenía un fuego muy escaso, pero la lum­bre del empleado era todavía mucho más pequeña: parecía un solo tizón. Pero no podía recargar la estufa porque Scrooge guardaba el carbón en su propio cuarto, y seguro que si el empleado entraba con la pala su jefe anticiparía que tenían que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se arropó con su bufanda blanca a intentó calentarse con la vela; no era hombre de gran imaginación y fracasaron sus esfuerzos.

«¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo guarde!», exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino de Scrooge, que apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a darse cuenta de que venía.

«¡Bah! ‑dijo Scrooge‑. ¡Tonterías!»

El sobrino de Scrooge estaba todo acalorado por la rápida caminata bajo la niebla y la helada; tenía un rostro agracia­do y sonrosado; sus ojos chispeaban y su aliento volvió a con­densarse cuando dijo:

«¿Navidad una tontería, tío? Seguro que no lo dices en serio.»

«Sí que lo digo. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para estar feliz? Eres pobre de sobra.»

«Vamos, vamos»‑respondió el sobrino cordialmente‑.«¿Qué derecho tienes a estar triste? ¿Qué motivos tienes para sentirte desgraciado? Eres rico de sobra.

Scrooge no supo repentizar una respuesta mejor y dijo otra vez: «¡Bah!» ‑y siguió con‑ «¡Tonterías!».

«No te enfades, tío», dijo el sobrino.

«¿Cómo no me voy a enfadar» ‑respondió el tío‑, «si vivo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son las Pascuas sino el mo­mento de pagar cuentas atrasadas sin tener dinero; el mo­mento de darte cuenta de que eres un año más viejo y ni una hora más rico; el momento de hacer el balance y com­probar que cada una de las anotaciones de los libros te resul­ta desfavorable a lo largo de los doce meses del año? Si de mí dependiera ‑dijo Scrooge con indignación‑, a todos esos idiotas que van por ahí con el Felices Navidades en la boca habría que cocerlos en su propio pudding [L3] y ente­rrarlos con una estaca de acebo clavada en el corazón. Eso es lo que habría que hacer».

«¡Tío!», imploró el sobrino.

«¡Sobrino!», replicó el tío secamente, «celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al mío».

«¡Celebraré!», repitió el sobrino de Scrooge. «Pero si tú no celebras nada…»

«Entonces déjame en paz», dijo Scrooge. «¡Que te apro­vechen! ¡Mucho te han aprovechado!»

«Puede que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho», replicó el sobrino, «entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la Navidad ‑aparte de la veneración debida a su sagrado nombre y a su origen, si es que eso se puede apartar‑ siempre he pensado que son unas fechas deliciosas, un tiempo de perdón, de afecto, de caridad; el único momento que concozo en el largo calenda­rio del año, en que hombres y mujeres parecen haberse puesto de acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y para considerar a la gente de abajo como compañeros de viaje ha­cia la tumba y no como seres de otra especie embarcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto en mis bolsillos un gramo de oro ni de plata, creo que sí me ha aprovechado y me seguirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!»

El escribiente de la cisterna aplaudió involuntariamente; se dio cuenta en el acto de su inconveniencia, se puso a hur­gar en la lumbre y se apagó del todo el último rescoldo.

«Que oiga yo otro ruido de usted», dijo Scrooge, «y va a celebrar la Navidad con la pérdida del empleo. Es usted un orador convincente, señor», agregó volviéndose hacia su so­brino. «Me pregunto por qué no está en el Parlamento».

«No te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotros mañana».

Scrooge dijo que le acompañaría ‑sí, de veras que lo dijo‑. Pero completó la frase diciendo que le acompañaría antes en la calamidad.

«Pero ¿por qué?», exclamó el sobrino de Scrooge. «¿Por qué?»


 [L1]Este nombre recuerda en grafismo y pronunciación al sustantivo «scroops», que significa «chirrido» o «crujido» y al verbo «scrounge»., «por­diosear» (en use coloquial indica la acción de conseguir lo que se desea por medio del engaño o tomándolo sin permiso).

 [L2]El autor juega aquí con la idea de muerte total, sugerida por la ex­presión «as dead as a coffin‑nail» («Tan muerto como el clavo de un ataúd») y muerte relativa de «as dead as a door‑nail» («Tan muerto como el clavo de una puerta», que no impide su apertura).

 [L3]El «Christmas pudding» o budín de Navidad es un postre tan carac­rerístico de la Navidad británica como el turrón lo es de la española. Cada familia lo elabora según su propia receta, pno suele tcner forma redondea­da y consistencia dura.

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