Quizá no sea ya el tiempo de los intelectuales. Quizá hayan perdido su prestigio y la capacidad de influencia social que tuvieron en otros tiempos. A menudo se dice que simplemente han desaparecido o que no se meten en política por no complicarse la vida, que se han convertido en estómagos agradecidos de cualquier poder. Pero cuando algunos lo hacen, son rápidamente vilipendiados, ninguneados, descalificados con ataques personales. Lo que siempre ha sido el riesgo de la intervención pública. Siempre. Aunque haya periodos más amables, más proclives al pensamiento libre o países en los que se los valora más, lo que nunca ha sido el caso de España y sí el de Francia, por ejemplo. Desde Voltaire, el ejemplo de un intelectual europeo siempre ha sido un intelectual francés.
Alain Minc hace una crónica de ellos en Una historia política de los intelectuales, un libro fascinante y de imprescindible lectura para tener perspectiva, incluso para no estar de acuerdo con él. De sus aciertos, de sus miserias, de sus relaciones personales, de su tiempo, de sus sueños, siempre amenazados por la distancia con la realidad.
Pero los intelectuales siguen ahí. Y algunos escriben un manifiesto sobre Europa, que leí hace unos días con interés y de pronto me llevó a pensar lo que la idea de Europa había significado para mí. En qué estaba fundada. En qué datos, en qué ingenuidad, en qué miedos, en qué sueños, en qué supersticiones.
Europa, en la primera juventud, era París, Londres, la rive gauche, Piccadilly, las melenas a lo garçon, los Beatles, la costa azul, la libertad del jazz en ciertos cafés nocturnos, la mañana de ardillas en Hyde Park, los libros no censurados, la escuela pública francesa, la vida de este mundo que merecía la pena vivir en serio, Cambridge y Oxford, la Ilustración, la Inglaterra que resistió a los nazis, la nouvelle vage, la ausencia de fronteras, la cultura interminable, la igualdad de oportunidades, el estado del bienestar, la prevalencia del mérito y la inteligencia sobre las castas odiosas y mediocres, los ciudadanos que son capaces de jugarse la vida por una causa justa…
Europa como una promesa de progreso, de amabilidad, de piedad, de inteligencia y racionalidad, de un estado protector que limite el dolor y el sufrimiento, que proteja de los malvados y de los días oscuros. Europa vista desde un país que estaba fuera de Europa, no hace demasiado tiempo. Que vimos cómo entraba en ella, cómo prosperaba, cómo parecía hacerse moderno casi de golpe, ajeno a las lacras históricas que dan tanta pena y tanto asco. Y, sobre todo, pereza.
La entrada en el euro pareció marcar un punto de no retorno, algo que disolvía definitivamente las fronteras, que terminaría ampliando la unidad política, homogeneizando las economías y los derechos. Pero, algo se torció en un momento o se hizo mal desde el principio. La crisis ha despertado los viejos fantasmas que no habían desaparecido del todo. Europa es también una historia enfrentamiento, de disgregación, de nacionalismos sangrientos, de religiones enfrentadas, de guerras.
En el manifiesto, los intelectuales abogan por el federalismo, por una integración política para prevenir los horrores del pasado, la situación de los años treinta. Y lo expresan con un vigor que trasluce urgencia, miedo, un punto de desánimo:
“El teorema es implacable.
Sin federación, no hay moneda que se sostenga.
Sin unidad política, la moneda dura unos cuantos decenios y después, aprovechando una guerra o una crisis, se disuelve.
En otras palabras, sin un serio avance de esta integración política, obligatoria según los tratados europeos pero que ningún responsable parece querer tomar en serio, sin un abandono de competencias por parte de los Estados nacionales, sin una franca derrota, por tanto, de esos “soberanistas” que empujan a sus ciudadanos al repliegue y la debacle, el euro se desintegrará como se habría desintegrado el dólar si los sudistas hubieran ganado, hace 150 años, la Guerra de Secesión.
Antes se decía: socialismo o barbarie.
Hoy debemos decir: unión política o barbarie.
Mejor dicho: federalismo o explosión y, en la locura de la explosión, regresión social, precariedad, desempleo disparado, miseria.
Mejor dicho: o Europa da un paso más, y decisivo, hacia la integración política, o sale de la Historia y se sume en el caos.
Ya no queda otra opción: o la unión política o la muerte.
Una muerte que podría adoptar muchas formas y dar varios rodeos.”
Luego, encuentro una entrevista con André Gluksmann sobre el mismo tema que deshace utopías y apela a hacer política y construir Europa desde la realidad histórica, lo que quizá se ha olvidado, con una ingenuidad que ha dejado crecer las nuevas calamidades:
“Nunca he creído que tras el fin del fascismo y del comunismo se hubiesen acabado ya todos los peligros. La historia no se detiene. Tras la desaparición del Telón de Acero, Europa no ha salido de la historia, aun cuando en ocasiones parezca sentirse ese deseo. Las democracias están muy dispuestas a ignorar u olvidar las dimensiones trágicas de la historia. Vistas así las cosas, yo digo: sí, lo que ahora está pasando es bastante inquietante.”
“Las naciones europeas no se parecen, por lo tanto no se puede fundirlas. Lo que las une no es una comunidad, sino un proyecto de sociedad. Hay una civilización europea, un pensamiento occidental.”
“Europa no representa una unidad nacional, ni siquiera en la cristiana Edad Media. La cristiandad siempre estuvo dividida: romana, griega, luego protestante. Un Estado federal europeo, una confederación europea, es una meta lejana que permanece en la abstracción del concepto. Empeñarse en ello me parece un esfuerzo mal planteado.”
“La propensión de la Unión Europea a las crisis es una manifestación característica de su civilización. No se constituye por su identidad, sino por su alteridad. Una civilización no se fundamenta por necesidad en lo mejor que entre todos se anhela, sino en la exclusión del mal, en hacer del mal un tabú. La Unión Europea es históricamente una reacción defensiva contra el espanto.”
“La pieza central en la decisión de unirse fue el establecimiento, a principios de los años cincuenta, de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), la primera asociación económica supranacional en el campo de la industria pesada: Lorena y el Ruhr [sendas regiones fronterizas francesa y alemana], la unión de la industria pesada como medio para impedir la guerra. Una pieza análoga sería hoy en día, como sabe todo el mundo, una unión europea de la energía. En vez de eso, Alemania ha emprendido su cambio de rumbo energético en solitario. La dimensión europea sigue excluida. Todos negocian por su cuenta con Rusia sobre el petróleo y el gas, A)lemania llegó a un acuerdo para la construcción del oleoducto del Mar Báltico pese a la oposición de los polacos y de Ucrania, Italia participa en el proyecto del gaseoducto South Stream, que atravesará el Mar Negro.”
Distintas visiones de intelectuales que asumen que hay que hacer algo, participar en la vida pública. Que hay que pensar, que utilizar el conocimiento para poner límites al horror, para no repetir errores históricos que son muy cercanos y dieron lugar a tragedias muy grandes. Que escriben libros que deberían leer políticos que dan la sensación de no haber leído, de leer muy poco. Se están corriendo demasiados riesgos. Podemos tener ordenadores, satélites, información. Pero la condición humana tenderá a expresarse de la misma manera si se juntan las mismas variables: crisis económica, corrupción, desprestigio de la clase política, cobardía, estupidez. Quizá estamos ante la situación de más riesgo de nuestra generación. La que nos puede poner definitivamente a prueba.
Me quedo con una palabra: caos. Para construir un orden nuevo (no sé si mejor), primero hay que destruir el anterior (no sólo cuestionarlo). Ese caos me produce pánico, vaya por delante, porque implica mucha crueldad de todo tipo; sin embargo, Occidente sufre desequilibrios: la tecnología y la ciencia están dando pasos de gigante, pero en las escuelas, por ejemplo, se siguen dando aburridas clases magistrales. Es la forma que tenemos que hacer las cosas la que falla. Seguimos pensando y actuando en muchos aspectos, con patrones primitivos, es decir, nos aferramos a antiguos convencionalismos (leyes, protocolos…) como si fueran dogmas. Por ejemplo, la propiedad ni siquiera existe, es sólo una idea establecida por el hombre y el hombre puede cambiar la definición de propiedad, incluso destruir el concepto si le conviniera (sólo estoy especulando). Igual que se podría inventar otros códigos, sistemas de intercambio, otra sociedad (y no aliento el comunismo o fascismo en las variantes conocidas). La cuestión es qué sociedad. Es como si de pronto nos hubiéramos quedado sin ideario, como si los grandes politólogos se hubieran vuelto escépticos y no se atrevieran a proponer soluciones. Ya sé que es difícil experimentar en política, no hay regímenes perfectos…
No creo que hayamos llegado al fin de los tiempos, pero lo mismo esta crisis podría ser algo más que una típica recesión económica del ciclo capitalista de turno. Y lo mismo nos toca pasar un drama para ver surgir otro tipo de civilización, y no sería buena ni mala porque la historia no tiene ningún fin ni moralidad (sólo estoy especulando) ese matiz se lo damos nosotros.