Los grandes artistas de las altas latitudes han tenido siempre bien presente la claridad especial de la luz que consigue filtrarse entre las uniformes masas nubosas que gran parte del año constituyen el único fondo celeste por aquellos lares, una luz reconocible y propia que con elegancia gélida levanta brillos de los lagos y las vastas superficies de tierras peladas. Las conocemos a través de las descripciones Jens Peter Jacobsen, de los poemas de Tomas Tranströmer, de las profundidades de campo de Ingmar Bergman, de los pictóricos e inmensos planos-secuencia de Andrei Tarkovski. Pero uno no comprende toda su intensidad hasta que no la percibe en forma real, hasta que no pone el pie en esos parajes.

Durante una breve visita a Copenhague me detuve un instante ante un estanque helado y una colina por donde se dejaban caer con cuentagotas algunos transeúntes. Aquel pequeño entorno resumía sucintamente toda esta esencia nórdica.

Los círculos de agua pululan en la superficie de la ensenada
y es la única superficie que hay
-lo otro es altura y profundidad,
ascender y hundirse.
Dos troncos de abeto
emergen y se estiran en largas, huecas señales de tambor.
Lejos están las ciudades y el sol.
El trueno está en la hierba alta.

Tomas Tranströmer

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