“Pero escapar realmente a Hegel supone apreciar exactamente lo que cuesta separarse de él; esto supone saber hasta qué punto Hegel, insidiosamente quizás, se ha aproximado a nosotros; esto supone saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permite pensar contra Hegel; y medir hasta qué punto nuestro recurso contra él es quizá todavía una astucia que nos opone y al término de la cual nos espera, inmóvil y en otra parte”.
Michel Foucault, El orden del discurso, 1970.
Aunque la doctrina de Hegel conoció un notable éxito académico en vida, y dejo una larga descendencia filosófica tras su muerte, la lectura directa de sus obras maduras produciría una fuerte sensación de pequeñez e ignorancia -acompañada de una aguda jaqueca- incluso a un compatriota alemán. Ortega y Gasset decía que Hegel escribía de esa manera algebraica y abstrusa a propósito, y, en efecto, así es: para él, los altos ideales de la especulación filosófica no habían sido concebidos para ser comprendidos necesariamente por el pueblo llano, sino para dejar constancia conceptual imperecedera, como lo haría un notario, del rumbo intelectual de la humanidad. La “especulación” es justamente ese nivel superior de pensamiento en que toda la historia del mundo se hace transparente al intelecto humano más allá de sus numerosas contradicciones, y tal comprensión no tiene por qué estar al alcance de cualquiera. No es que Hegel fuese especialmente orgulloso (que sin duda lo era): del mismo modo actuaba Nietzsche, que, al contrario de Hegel, fue poco o nada leído en vida y, sin embargo, ahora goza de un auditorio de jóvenes y no tan jóvenes fiel y permanente.
Para entender a Hegel incluso del modo más elemental, hay que partir del estado en que quedo la filosofía después de Kant. Recuérdese que para Kant el conocimiento inmediato de la realidad no es posible conforme al magisterio de Hume, situación a la que el prusiano denominó técnicamente “cosa en sí” onoúmeno. Pero eso no obstaba para que, en el terreno teórico, el noúmeno sea convertido por el entendimiento en fenómeno a partir de los datos caóticos de la sensación, y, en el terreno práctico, donde no existen datos empíricos válidos, el noúmeno funcione entonces como postulado regulativo. En ambos casos, el orden de la realidad no preexiste al hombre, sino que es organizado por este en un acto puro o a priori, que, por puro y universal, sólo puede ser concebido como moral –es decir… ¿por qué la especie humana iba a ser la única en modificar activamente su entorno, en vez de dejarse modificar por él como ocurre a los animales, si no fuese porque eso es más digno de su condición racional?. Gottlob Fichte, que fue discípulo de Kant, así lo interpretó, y procedió en consecuencia a continuar a Kant rectificándolo en estos dos puntos: primero, el momento originario del idealismo trascendental kantiano es la voluntad moral de acción, y no sólo una posición asépticamente racional que no se sabe para qué iba a darse; y segundo, en tal caso no hay distinción alguna entre razón teórica y razón práctica, y las dos provienen de la misma fuente: tal “acción” en tanto que se quiere universal y necesaria, como es propio de la filosofía o metafísica.
Pues bien, Hegel está fundamentalmente de acuerdo con Fichte en todo esto, pero va todavía más lejos. Si a esa “acción” la llamamos “libertad”, ya que se ha arrancado a sí misma del mecanismo determinista natural, hay que reconocer que la libertad es la que organiza el mundo humano más allá de la sujeción natural. Pero el “reino de la libertad”, que representa la esfera humana de la existencia, tiene que ser pensado de acuerdo a dos condiciones: primera, es un reino inteligible, lo que es decir que la libertad se rige por una lógica sistemática; y segunda, ese “reino” no se instaura de una sola vez, sino que integra toda la historia humana. Lo primero se explica por lo que ya hemos visto con Kant y Fichte: razón y libertad -conocimiento y moralidad- deben ser equivalentes, dos nombres o dos caras para un mismo hecho, o, si no, nos situamos más allá de la pretensión universalista de la metafísica y estamos en Nietzsche, para el cual la libertad creadora de mundos no obedece a ninguna lógica y produce, por tanto, fundaciones locales y contingentes. Lo segundo implica que para que la libertad realmente reorganice la realidad primero tiene que meterse físicamente en ella y trasformarla después en concepto, lo cual, contra Kant, reclama un proceso temporal al que llamamos Historia Universal. De modo que, para Hegel, el límite impuesto por Kant a la racionalidad con el término de noúmeno es absurdo y falaz, simbolizando tan sólo la negativa personal del filósofo de Könisberg a “enfangarse” filosóficamente con la jungla de los deseos y necesidades humanos. Cuando esos deseos y necesidades empíricos son aceptados como el verdadero motor de la libertad -y no el gélido imperativo categórico-, entonces piensa Hegel que una filosofía sistemática que pretenda abarcarlo todo ha de dar cabida al entero drama de la historia, con sus muchos males y contradicciones, pero también con el arte, la religión, las costumbres y el poder.
¿Cómo se mete físicamente la libertad racional en la realidad, absorbiendo gradualmente el noúmeno pensable (lo aún no conceptualizado) a fin de traducirlo en fenómeno inteligible (lo ya conceptualizado)?. Hegel responde específicamente en un lugar poco citado de Realphilosophie que mediante el trabajo, pero luego no desarrolla suficientemente la idea –esta será la tarea filosófica de Marx, como veremos en la siguiente entrega. Cualquier actividad, elevada o rutinaria, requiere trabajo, lo que es decir aplicación de fuerza sobre la naturaleza para obtener una obra, y esa fuerza se guía por un fin que ponen inicialmente el deseo o la necesidad. A los deseos o necesidades de un hombre o colectividad particulares los denomina Hegel “espíritu subjetivo”, y a la obra determinada a que dan lugar “espíritu objetivo”. Las obras que forjan los hombres en sociedad condicionan su propia conducta posterior y el significado normativo que se le otorga, funcionando como una configuración (bildung: figura) del espíritu: la sucesión de las figuras del espíritu es la historia de la humanidad, y el conjunto sintético de todas ellas expresa el “espíritu absoluto”. Las razones que asisten a semejante sucesión, que es la de la historia real (prehistoria-antigüedad-
Con lo dicho se deshace un tanto el mito de un Hegel puramente deductivo e idealista -ese fue, más bien, su amigo de juventud Schelling-, pero esto aún no es todo. El espíritu subjetivo no puede encarnar la libertad, porque si un individuo del tipo que sea decidiese libremente la figura de la realidad que le acomoda, entonces entraría necesariamente en guerra sin cuartel con las figuras propuestas respectivamente por los demás individuos. Pero tampoco el espíritu absoluto es dueño de la aplicación íntegra de la libertad, aunque lo parezca, porque nadie puede colocarse en la posición del que ha culminado todas las experiencias racionales posibles y acabado con ello con la historia –aunque esto es lo que aduce el tirano o el líder religioso. Por consiguiente, sólo en el espíritu objetivo es posible el ejercicio de la libertad sin dar lugar al terror, y el espíritu objetivo, que es particular y transitorio, se expresa en cada época en múltiples aspectos, pero eminentemente a través del Derecho. El orden jurídico es la manifestación racional de la organización política de un periodo histórico, y todo el proceso dialéctico debe vehicularse y terminar en la forma de una ley. Así, en este punto se bifurcan dos versiones de Hegel: aquella que hace del estado burgués moderno la cumbre suprema de la historia universal y la expresión consumada de la libertad humana, y otra que piensa que actuar sobre el espíritu objetivo consiste en aplicar una y otra vez una libertad parcial, pero racional, que es siempre crítica de la política vigente. En esta segunda se encuentra Karl Marx.
Claramente me quedo con Marx. Mira la ley Wert