Recuerdo una curiosidad que saltó a las páginas conspiranoicas de Internet poco después del famoso atentado del 11-S: resulta que si se teclea la serie de caracteres “Q33NY” en cualquier ordenador, y después se transforma el tipo de letra original por la tipografía “Wingdigns” que se halla entre el repertorio elemental de cualquier procesador de textos casero, lo que con toda seguridad se obtiene es esto (pasen y prueben): un símbolo de avión, seguido como dos piezas de lego con ventanitas, más una calavera y, por último, la estrella de David, o, lo que es lo mismo, según decodificación paranoide, “avión contra dos torres – muerte a los judíos”. Pero esto no es aún lo mejor: lo mejor llega cuando uno se entera de que tal código no es una serie cualquiera aleatoria de letras y guarismos, sino que representa nada más y nada menos que el “nombre” convencional asignado por las líneas áreas British Airways al primer aparato que se estrelló contra la primera de las Twin Towers.
Desde luego, se trata de una pura casualidad, pero eso es lo más fascinante del asunto, tal como yo lo veo. La opinión filosófica tradicional -que en esto, como en otras cosas, delata su filiación con la mántica o adivinación arcaica-, ha tendido siempre a ver en la casualidad una manifestación oblicua de designios superiores e inescrutables ocultos entre bastidores. En consecuencia, tales planteamientos subsumen la casualidad misma en el interior de formas esotéricas de causa-lidad; Jorge Luis Borges, por ejemplo, todavía lo pensaba así, haciéndose eco de una famosa máxima spinozista: “(…) Salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad” -primeras páginas de Siete Noches-. También Rosa Montero nos contaba en una ocasión acerca de la vida de un curioso personaje de nacionalidad alemana ya fallecido cuya afición consistía precisamente en tratar de desenmascarar la férrea determinación que, a su parecer, se escondía siempre tras la inocente apariencia de las más simples y crasas casualidades. Se diría, según estas concepciones, que pensar el orden natural es incompatible con la admisión de algún tipo de espontaneidad creadora o simplemente azarosa en la constitución de los fenómenos, y en este sentido el mismo Albert Einstein ya dejo muy bien definida su postura cuando dijo aquello de que “Dios no juega a los dados con el Universo”, afirmación que entronca con las famosas incógnitas que la Física contemporánea ha introducido en las impresionables mentes de los teóricos de la ciencia.
El caso es, en definitiva, que aunque los detractores de la casualidad son muchos, ninguno es capaz de explicar lo que yo llamaría las “casualidades-de-que-no”, es decir, todo ese inmenso y necesariamente desconocido orbe de sucesos que, por casualidad, no han ocurrido, y que, de haberlo hecho, algún cenizo atribuiría al Destino, pero como no han sucedido, ni siquiera detiene su consideración en ellos. Por ejemplo: estos días de tanto viento, muchas macetas colgadas de los balcones son arrastradas por una ráfaga y caen a la vía pública, hasta el momento, y afortunadamente, sin hacer daño a nadie ¿Tenemos que registrar todas estas “casualidades-de-que-no” pasara ningún viandante por debajo de la trayectoria de la maceta como efecto de un oculto designio del Destino? Es claro que nada puede impedir al obstinado determinista, por pura coherencia, el afirmarlo así, pero entonces surge una irrebasable dificultad, que estriba en el número -forzosamente infinito-, de estas casualidades al revés, pues… ¿Quién es el guapo capaz de sostener que hay una explicación para todos y cada uno de estos sucesos en que, pudiendo haber ocurrido algo entendido como extra-ordinario, de facto no ha sido así, habida cuenta de que el computo de la posibilidad extra-ordinaria no cumplida es necesariamente incalculable? Pero, claro, si dicho obstinado determinista no es él mismo infinito, será totalmente incapaz de aportar estas pertinentes explicaciones, y entonces… ¿Por qué habríamos de creerle en las pocas situaciones en las que sí cree encontrar una explicación plausible a una casualidad previamente seleccionada como “interesante”, pero que es tan “casualidad” como las otras? Que sea o no casualidad es, pues, irrelevante; lo que parece importar aquí es que el hecho en cuestión sea “interesante”, “sorprendente”, “extraordinario”, etc. Por tanto, la revelación determinista es tan mágica como especulativamente inútil, que es lo que pretendo ahora demostrar. La casualidad, pues, existe, y no sólo como interpretación de los hechos en función de nuestras previsiones de ellos, sino en el interior de los hechos mismos, en tanto que unos procesos se entrecruzan con otros en una ontología plural sin que exista ninguna lógica global que los gobierne a todos.
En el prodigioso s. V a.C., la Escuela Megárica antigua produjo un famoso argumento conocido como el Argumento Dominador de Diodoro Cronos, puesto que pretendía dominar la incertidumbre introducida siempre por el tiempo. El Dominador es más que un simple aserto que pide desafección o asentimiento razonados: es una dura arma en favor de la hegemonía de una lógica férrea sobre la percepción humana de la realidad. Dice así: si de dos acontecimientos posibles mutuamente excluyentes, uno de ellos llega a realizarse, el otro acontecimiento resulta imposible, pues si no lo fuese entonces se derivaría de algo posible algo imposible. Un conocido proverbio chino de remembranza estoica lo enuncia así: Si tu mal no tiene remedio… ¿para qué te apuras?, y si tiene remedio… ¿para qué te apuras? Expresado más claramente por John Allen Paulos en la pág. 28 de Pienso, luego río, Técnos, el argumento se burla así de nosotros y de nuestro sentido común: La siguiente historia trata de sucesos futuros. Si es verdad ahora que haré una cierta cosa el martes que viene, por ejemplo, caerme de un caballo, entonces, por más que haga por evitarlo (como, por ejemplo, no subirme a un caballo), por más precauciones que tome, cuando llegue el martes me caeré de un caballo. Por el contrario, si es falso ahora que el martes que viene me caeré de un caballo, entonces, por más esfuerzos que haga por que ocurra, por más temerariamente que monte, no me caeré del caballo ese día. Con todo, el hecho de que la predicción es verdadera o falsa es una verdad necesaria, según el principio de exclusión del término medio. De ello parece seguirse que ya está fijado lo que ocurrirá el martes que viene, que, en realidad, no sólo un suceso del martes que viene, sino que todo el futuro está de algún modo decidido, lógicamente preordenado.
La trampa que en este texto se nos tiende consiste en que si, conforme a la fuerza del Argumento Dominador, todo futuro ha de estar escrito desde el momento que las afirmaciones que sobre él se hagan deban de ser por fuerza verdaderas o falsas, desde ahí no tiene sentido que nos planteemos la posibilidad de esforzarnos de alguna manera para que un determinado suceso ocurra a nuestro deseo. Pero el caso es que todos vivimos con naturalidad confiando en que existe un determinado ámbito de la deliberación que sí puede llegar a depender de nuestras conveniencias, como planteó una y otra vez, en esa misma época, el gran Aristóteles. Y, en efecto, Aristóteles, que nunca escatimó un intento por encauzar la discusión de los argumentos embaucadores a los términos adecuados, dio su respuesta al desafío. Fue en el tratado “Sobre la interpretación” (Peri Hermeneias, en griego, o De Interpretatione, en latín) donde se contesta de manera singular al ya citado Argumento Dominador.
Lo que allí, fundamentalmente, se dice es que asumir cabalmente el dictamen de la lógica no tiene por qué conducirnos a los ciegos derroteros del Dominador, porque de ella no pueden derivarse consecuencias que contradigan de tal modo la naturaleza de los sucesos del mundo. Sin embargo, el Dominador pretende romper esta concordancia natural de las cosas con el decir con sentido o lógica, a raíz de una improcedente aplicación del principio del tercero excluido, principio que reza: No es posible que algo ni ‘sea’ ni ‘no sea’: una tercera posibilidad queda excluida. La aplicación del principio para sucesos pasados o actuales no parece acarrear graves problemas, pero éstos hacen su aparición cuando tratamos con sucesos futuros. Efectivamente, conforme al principio del tercero excluido “el hecho de que un suceso futuro concreto tendrá o no tendrá lugar” es una verdad incuestionable, pero esta verdad no nos legitima para ir más allá y, a partir de la resolución final del caso, decir que el desenvolvimiento feliz de tal caso fuera desde un principio verdadero y, por tanto, necesario, o que la no realización de tal suceso acabe por calificarlo de imposible. El error del Dominador, el paso ilegítimo que Aristóteles denuncia, consiste en la pretendida descomposición de una afirmación que se hace sobre un “todo” en dos afirmaciones diferentes sobre cada una de las partes que componen ese “todo”, o, por decirlo con todas las palabras: es legítimo decir que “es necesario que ocurra A o no A”, pero no es legítimo “dividir” (como dice Aristóteles en el texto, pero también podría expresarse matemáticamente diciendo que no es legítimo utilizar por las buenas una ley distributiva) la sentencia para luego afirmar que “es necesario que ocurra A o es necesario que ocurra no A”. La clave está en el lugar en el que queda colocada -a consecuencia de una ilegítima “distribución”-, en cada caso, la partícula “necesariamente”, como puede claramente observarse en el ejemplo aducido por Aristóteles: Es necesario que todo sea o no sea, y vaya a ser o no vaya a ser; pero no se puede dividir y decir que el uno o el otro es necesario. Quiero decir, por ejemplo, que es necesario que vaya a haber una batalla naval mañana o no la vaya a haber, pero ni tendrá lugar mañana una batalla naval necesariamente ni no tendrá lugar necesariamente, aunque necesariamente tendrá lugar o no tendrá lugar.
Lo que Aristóteles reprocha también a este argumento es el hecho de que, no conformándose con establecer la verdad o falsedad de las afirmaciones acerca del futuro (otra cosa es que los hombres podamos saber cuáles son verdaderas y cuáles falsas de antemano), pretende además tachar de entrada el hecho de que una serie de circunstancias convivan como igualmente posibles de hallar realización en el futuro y el hecho, también, de que reclamen, por tanto, nuestra deliberación y nuestro esfuerzo por “torcer” las condiciones favorablemente hacia aquello que más nos convenga. El argumento, pues, no aduce tan sólo que el futuro está escrito, sino que, de paso y más primariamente, niega la coexistencia que se da en el presente -en todo presente, en realidad- de diferentes posibilidades, razón por la que pudiera hablarse cabalmente de un futuro contingente (1).
Pero hay algo más, desde mi humilde parecer: un universo determinista es un universo inexistente, un nuli-verso. Me explico. No quiero decir únicamente que sea un burdo mito, que también, sino que se concibe mal la noción de “existencia”, y así no sale nada inteligible. Como se afirma que todo está ya resuelto en el plano de la posibilidad, de manera que no hay verdaderas alternativas -de manera que no hay verdaderas posibilidades-, entonces que tal universo exista depende de un “plus”, por así decirlo, que es incomprensible o que es otra vez mágico. Ese “plus” o factor añadido es la existencia misma inyectada al plan predeterminado como una especie de “materialización” suya. ¿Y en qué pueda consistir tal “materialización”, si nada nuevo hay en el despliegue temporal del plan que no estuviese ya en el diseño mismo del plan? En realidad, sólo puede responderse que el propio Tiempo, que actúa como la estructura paratáctica (vínculos sintácticos conjuntivos de “y”…“y”) gracias a la cual el libro de la Fatalidad puede leerse secuencialmente y no de golpe mediante una intuición simple –y… ¿quién o qué lo lee? O, por utilizar una metáfora bergsoniana, no hay ninguna otra cosa mística (el Dios de Tomás de Aquino obrando un prodigio sobrenatural) o, por así decirlo, plástica (la “corporeidad” de los estoicos como algo pesado, denso y entitativo) que distinga, por un lado, la esencia del universo con todos sus predicados correspondientes “enrollados” en una unidad de, por otro lado, la existencia “desenrollando” paulatinamente idénticos predicados en el curso múltiple del tiempo –y… ¿quién o qué los desenrolla? Bueno, pues resulta que el Tiempo es un recurso que tampoco nos sirve realmente, ya que desde esta perspectiva no es más que el análisis o exprimido de esos predicados sintetizados o comprimidos en la definición entera del universo, y de nuevo no hay ningún elemento místico o plástico que distinga la esencia cerrada en sí misma del Todo de la esencia abierta a un exterior del mismo, porque… ¿Qué exterior, si hablamos de un universo completo, aislado en sus leyes y componentes, a la manera de P.S. Laplace? Tal cosa o elemento que añadiría “existencia” o bien es empírico, y entonces cae inevitablemente dentro del plan, o hablamos, ya lo he dicho, de magia, puesto que sobreviene desde fuera de él. Si hay plan predeterminado, no hay mundo donde se ejecute -lo que haría a tal designio absurdo, inútil y ciego-, y si hay mundo determinándose, entonces no hay plan o designio que lo dirija enteramente (2). En fin, sólo hay que ver que hasta Hegel tuvo que justificar más tarde la necesidad de la Historia como enfrentamiento de la Idea con un exterior no ideal, de modo que, aunque el desenlace estaba cantado de antemano, por supuesto, no ocurría así con el cómo y el cuándo de cada uno de sus episodios. (Típico también, por otra parte: determinismo de las leyes pero no de lo legislado, como en la Física mecanicista, a fin de que exista alguna contingencia que deje margen a la ciencia pero sólo bajo la forma negativa de alguna clase de infracción ontológica –las innumerables excepciones de la Historia o de la Ley Natural, los ubicuos “decimales despreciables” en la Física aplicada a todo fenómeno irreductiblemente concreto, etc.)
El determinismo, para acabar, resulta tan tentador de aceptar por su apariencia de sencillez como, creo, repugnante a la inteligencia cuando se penetra en su interior. Habría que soltarle firmemente al determinista que si mi futuro está escrito para qué demonios lo voy a vivir, si sólo es una inquietud para mí y una auténtica farsa desde el punto de vista del universo, y luego propinarle sin previo aviso un buen pisotón con la coartada de que tenía que suceder así por lógicas criadillas, y yo qué le voy a hacer, pobre marioneta del Destino… Parece que no, pero este sería un argumento, además de contundente, válido por reducción al absurdo (lo cual no impediría, desde luego, que el determinista reaccionase igual y asistiéndole la misma razón, pero a ver cómo convencer de todo ello a las autoridades competentes, en la figura de agente de policía: esos no entienden ni, todavía más, deben entender jamás el filosofema de que la libertad es una máscara de la ignorancia, como sostenía Spinoza…).
(1) Esta es la definición exacta del término “contingencia”, habida cuenta de que si situaciones opuestas no pueden darse a la vez en el mismo momento, si pueden ser posibles a la vez sin contradicción, manteniéndose viva esta simultaneidad en lo posible incluso cuando una de las dos se ha dado efectivamente. Yo soy moreno, pero eso no desvanece la posibilidad -que sigue ahí- de que hubiera sido rubio si las circunstancias de mi nacimiento, de las que se sigue necesariamente mi aspecto, hubieran sido otras. Y -esto es lo verdaderamente importante-, aún es cierto hoy que podrían haber sido otras distintas (de hecho, mi abuela era rubia).
(2) Esto explica, creo yo, la facilidad con que Kant atacó las pruebas de la existencia de Dios de Anselmo y Descartes, pero no explica, en cambio, porqué convirtió el determinismo en una Antinomia de la Razón Pura, como si fuese meramente pensable.
Brillante. Gracias de verdad.
Es lo que hay… El carácter, nuestro propio cuerpo: eso si que es un Destino de andar por casa, como decía aquel…
Excelente refutación del determinismo. Enhorabuena.
Y toda esa palabrería ha alguna vez ayudado a alguien a vivir bien?
Aristóteles insistía mucho en que para hacer filosofía uno ya tenía que habérselo montado bien de antemano, se siente. La refutación del fatalismo (o de lo que Leibniz denominó “argumento perezoso” o “mahometano”), hoy día, sirve, sin ir más lejos, para cuestionar ciertas religiones de medio oriente y extremo oriente que van haciendo por ahí la pascua a la gente, sobre todo a las mujeres. Aquí tienes una utilidad.