La última cosa que quería para tu cumpleaños era una invasión de reptiles del centro de la tierra.
Superman a Lois Lane en ‘All-Star Superman’, Grant Morrison
Las escenas que llaman “de acción”, las secuencias “espectaculares”, a mí me aburren soberanamente. Para eso se han inventado los aparatos de reproducción caseros: no para “ver mejor” los tramos acrobáticos de las superproducciones -nunca mejor dicho-, sino para pasarlos rápido. Total, todos sabemos que últimamente los hacen tan rápidos que lo mismo da acelerarlos; igualmente habría que crearse una nueva “retención retiniana” propia del s. XIX para aprehenderlos. El Hombre de Acero, con Zack Snyder y Christopher Nolan a los mandos, será, con bastante seguridad, de este estilo. Personalmente, hubiese preferido la dirección y guión de Kevin Smith, que se pondría más del lado del cómic que del cine, y con quien tantas simpatías comparto en común, por otro lado. De hecho, las críticas dicen que el nuevo film ha perdido mucho del encanto y el humor del Superman de Christopher Reeve, y allí podría haber incidido perfectamente el bueno de Kevin. No hay que olvidar que la primera de Reeve, en 1978, había sido escrita por Mario Puzo, David Newman, Leslie Newman, Robert Benton y Tom Mankiewicz, que son palabras mayores. Sólo por leyenda urbana uno podía verla y después tirarse por la ventana (que hubo niños que hicieran eso me suena parecido a los que morían por no respetar las dos horas de digestión en la piscina), porque la historia rezumaba ironía, gran clase y diálogos mordaces. El patético Superman Returns de hace unos años incluso copiaba literalmente algunos de ellos, y allí se acababa su gracia -ahí, y en el momento en que el Luthor de Kevin Spacey le propina una sádica paliza al infortunado chaval que hacía de Reeve…
Realmente, es difícil superar aquella entrega casi inaugural, y mucho más difícil sólo a base de acción, espectáculo y efectos especiales. Christopher Reeve encarnaba un Superman maduro pero sexy, recatado pero galán, en el entorno de una Nueva York modernista que valía el precio de la entrada. Sin embargo, el debate ahora está en si el nuevo guapito-de-cara que hace el papel del héroe lleva los calzoncillos por fuera (rojos sobre perneras azules) o por dentro (traje enteramente azul), sin reparar en que, de todos modos, las “catiuscas” son rojas. Los seguidores saben que los calzones de color pasión fueron una intuición de su creador gráfico, Joe Shuster, cuando quiso vestir a su personaje como un forzudo de circo. Y es que además no importa, como no importó lo más mínimo en el resultado final del look de Christopher Reeve, que era espléndido: lo único que importa de verdad es que sea moreno, esbelto y de raza blanca. Un Superman de otra raza o fenotipo es más inimaginable que un Superman comunista, lo cual, por cierto, se ha ensayado en los tebeos, con previsibles consecuencias. También se han probado otros uniformes, pero no funcionan, porque Superman es, antes que sus poderes, que en el mundo del cómic norteamericano los tiene cualquiera (Majestic, el Capitán Marvel, Gladiador, el deconstruido Supreme de Alan Moore, etc.), su aspecto y su indumentaria inconfundibles, destacando esa prodigiosa, desde el punto de vista del diseño, “S”.
Calzones azules o rojos, Superman es el héroe paradigmático de nuestro nihilismo. No un héroe nihilista, como lo son los imaginados por Mark Millar (sobre todo en Wanted), o un héroe en mitad del nihilismo, como el querido Homer Simpson, sino un héroe que le gusta a la gente en su cualidad de que precisamente no tiene ni puede tener lo que llamamos realidad físico-existencial. ¿Qué le debemos a Superman, si nunca ha hecho cosa alguna por nosotros, puesto que es un simple ícono, puesto que no está vivo? Pues nada, a qué negarlo. No obstante, los cines se llenan para devorar las aventuras de un tipo que poco tiene que ver conmigo, que defiende otro país, otro “modo de vida”, un sistema económico dudoso y problemático y que ni siquiera como ficción pertenece a mi tradición cultural. Ahora bien: no hay que equivocarse, Superman es real, más real que tú y que yo. Su imagen da la vuelta al mundo y produce miles de millones de dólares, mientras que tú y yo valemos una porquería. Si tú o yo tratásemos siquiera de matar a Superman como ente de ficción o como franquicia comercial, si por un momento tuviésemos ese superpoder matagigantes de papel, probablemente nos matarían a nosotros, que sí estamos vivos, o eso parece, en cuestión de días y por un precio irrisorio (incluso muchos de los propios fans, gratis, o, de no llegar a tanto, el linchamiento mediático sería tal que mejor morirse antes). De manera que Superman es real, ya que sus efectos en la realidad son mayores que los de casi todo hijo de vecino, aunque su realidad sea únicamente la de la pura imagen de su aspecto y lo que ese aspecto connota de moralidad, decencia y respeto por la vida en tiempos de inmoralidad, corrupción y destrucción del medio ambiente humano y natural.
Quiero decir que Superman representa todo eso precisamente porque miramos a nuestro alrededor y no lo hay, o sólo lo hay en Superman, que, vaya, no existe. En este sentido, la subcultura de los superhéroes, que arrancó con Superman hace justo 75 años, simboliza la “supracultura” -o supercultura- de la conciencia brumosa del nihilismo. Sabemos de sobra que, de existir fácticamente algo como Superman, no se portaría tan bien con los meros mortales como lo hace en nuestra bendita imaginación[1]. Y sabemos también que, en el fondo, la ética del chico de Kansas (Smallville le llama Lois Lane sarcásticamente en los cómics más lúcidos) sólo nos inspira durante un rato -ya nadie se tira por la ventana así como así…-, además de que Kansas es un sórdido enclave de ese Medio Oeste norteamericano que votó por dos veces a George W. Bush. La legalidad, natural, moral o jurídica, por cierto, tampoco se cumple enteramente en las historietas de Superman. Leyes de la Física -en el mundo de los superhéroes la magia se mezcla con la ciencia/ficción tranquilamente-, de las Costumbres o del Derecho se estiran y se encogen cuando es preciso para que Superman vuele por encima de ellas al servicio del autor que en ese instante le esté insuflando vida y del público que sopla económicamente la capa. De todos los títulos que Superman ha recibido, el menos apropiado es el de Hombre del Mañana, porque, a pesar de todo, el único mandamiento que se autoimpuso expresamente, no matarás, parece cosa del pasado remoto, cuando hasta Sherlock Holmes se ha convertido en un superhéroe que pega mamporros a discreción. Además, de todos los dones de Superman, el que menos se nota es el de la superinteligencia, lo cual resulta escasamente futurista. Cuando Frank Miller lo cogió en Dark Knight Returns, fue para reducirlo a un pelele del gobierno totalmente zarandeado por la astucia diabólica y señorial de Bruce Wayne, Batman. Como decía el Capitán Hispania en el segundo volumen de Superlópez, el hombre de acero es de acero… blandito.
Superman, en fin, se retiró después de las Crisis de las Infinitas Tierras de 1985, para volver rejuvenecido; murió en 1990, para enseguida renacer (Christopher Reeve, en 2004, paralítico y triste, no: la existencia se burla de la ficción); se hizo un hombre casado en 1996, ahora es otra vez felizmente soltero; en sus orígenes fue un héroe socialista, con John Byrne se codeaba con Reagan; se alimentaba de la energía solar, y no dejaba residuo, pero más tarde se hizo vegetariano; se le ha dibujado gordito, como hizo Tim Sale, o apolíneo, como Neal Adams (o expresionista, como en los primeros dibujos animados); coquetea con las terrestres, se diría casto, pero copula divinamente con Wonder Woman; vive en Metrópolis, a la vez que se hospeda en una alegórica Fortaleza de la Soledad típicamente friki; añora Kriptón, pero allí no había periódicos ni servían hamburguesas Es propio de los mitos, al menos en la antigüedad griega, ser abiertos a reescribirse sin que la variedad de versiones haga tambalearse el canon de la fábula principal, hasta el punto de que el auditorio acepta que todas esas variantes son, en su diferencia, igualmente válidas sin contradicción. La Segunda Guerra Mundial hizo de Superman un defensor de los presuntos valores de Estados Unidos (la guerra y las madres americanas, supongo, que no iban a permitir un modelo menos patriótico y mojigato para sus hijos), eso, desde luego, no hay quien lo cambie. A mi todo me parece bien, e iré a ver la nueva adaptación con gusto, lleve los calzoncillos donde los lleve, y aunque una invasión de reptiles interrumpa aparatosamente el relato moral del protagonista, que es lo que más me interesa, y a sabiendas de que pongo mi granito de dólar en bolsillos desconocidos, pero sólo un detalle que no pienso perdonar bajo ningún concepto me estropea el infantilismo aunque no de modo definitivo: he leído que ya no acompaña al héroe la música magnífica, marcial, wagneriana, de John Williams…
[1] E incluso si se portase bien, imposible ser optimistas, como intenté mostrar no hace mucho en un micro-relato de chorra-ficción: http://www.culturamas.es/blog/
Los calzoncillos de Superman, aporte valioso. Me encanta vuestra web. albañiles barcelona
Los calzoncillos de Superman, me ha parecido muy genail, me hubiera gustado que fuese más amplio pero ya saeis si lo bueno es breve es dos veces bueno. Enhorabuena por vuestra web. Besotes.
Me gusta la pre-crítica afable
Recordemos que la civilizacion de Superman es muy avanzada para nuestro entendimiento, por lo que no es raro que para su cultura estos pantalones fueran usados asi!!! De todas formas apruebo el traje de Superman en sus Variables, sigue siendo SUPERMAN!!! Dios tenga en su gloria a Cristopher Reeve el mejor SUPERMAN!!!!