Para Gonzalo Muñoz Barallobre.
Aquel que no convive en sociedad,
ajeno a comerciar con la palabra,
sin ley ni hogar, ni tierra en que se labra,
no es hombre, sino bestia o bien deidad.
O acaso adorador de la verdad,
extraño a profanar sacra palabra,
apátrida, sin puerta que le abra,
filósofo, bestial divinidad.
Ausente su presencia en la ciudad,
distante ante el mundano movimiento,
a un tiempo en multitud y en soledad;
cual bestia, sin humano sentimiento,
razón común, más no comunidad,
cual dios, aspira al puro entendimiento.
El filósofo, Mario Rodríguez
De todas las efemérides culturales obligadas del año 2013, la más sonada, nunca mejor dicho, me parece sin duda la del bicentenario del nacimiento de Richard Wagner. Conozco todo lo que Nietzsche publicó en vida sobre el músico -por consiguiente, no la correspondencia con él o sobre él-, pero al propio Wagner, que fue a buen seguro un titán de la escritura tanto como de la música, al menos en lo que a tamaño de producción y ascendiente artístico se refiere, apenas le “he tratado” personalmente. Tampoco he leído todavía, para vergüenza y oprobio míos (pero el propio Nietzsche reconocería que sería absurdo poderlo todo y decirlo todo), la monumental biografía en cuatro volúmenes del filósofo compuesta por el poeta Curt Paul Janz, aunque la tengo entera. Debo confesar también que no trago fácilmente con la idea de que Nietzsche fuese capaz de escribir tan despectivamente de su antiguo amigo y mentor como lo hizo tiempo después de su muerte: implica demasiada implacable titanomaquia intelectual o, si se quiere, demasiada transvaloración de todos los valores por su parte para mi cuerpo serrano. Es verdad que su propósito consistió más bien en dejar claras las diferencias existentes entre ambos en lo que tocaba a concepción del Arte, del Reich alemán, de antisemitismo, de religión, de actitud espiritual en general y hasta de vegetarianismo y castidad, pero ni con esas lo tolero bien. No obstante, una cosa cierta sí que he desvelado acerca de aquella curiosa relación, y es que Wagner ambientó todos los libretos de sus enormes ciclos operísticos (o “dramas musicales”, como él los llamaba, con las objeciones eruditas de ese mismo Nietzsche maduro) en la atmósfera imaginaria de un tiempo y escenarios mágicos y, por tanto, pre-tecnológicos, mientras que en la Obra Magna de Nietzsche, Así habló Zaratustra, ocurre exactamente igual. A lo que se añade que son escasas las veces que aparecen ciudades propiamente dichas en los argumentos de Wagner: no polis griegas, ni signorias italianas ni, por descontado, metrópolis modernas, sino únicamente burgos medievales, como Nuremberg, que desde nuestra actual perspectiva es lo menos que se puede dar por ciudad, aún siendo históricamente relevantes…
Pues bien: mal que le pese a Nietzsche, eso mismo encontramos en sus libros y especialmente en el Zaratustra, esa curiosa Biblia de bendiciones e insultos que representa, se mire como se mire, una de las grandes creaciones del pensamiento occidental. De manera que hay una cierta comunidad temática, o, cuanto menos, estilística, y no por casualidad muy romántica, en el tándem Wagner senior-Nietzsche junior que no he visto comentada en ninguna parte (apostaría a que corren ríos de tinta sobre el asunto en revistas especializadas o tesis consagradas al genio del frondoso mostacho, pero nunca me he tropezado con ello), y de la que voy a intentar hablar algo ahora, aunque sólo sea por buscar poner de actualidad dialéctica al uno a través del aniversario del otro y, de paso, sacar a la luz algún secreto resorte de la actividad filosófica misma que hoy por hoy se subraya poco.
Por cierto, que, de hecho, “el otro está en el uno” incluso en el propio Así habló Zaratustra, años antes del fallecimiento del compositor, no sólo veladamente en el episodio del mago y otros, como se ha señalado frecuentemente, sino también en otros lugares simbólicos de la obra, puede mostrarse en este pasaje característico -y duro…- de La canción de los sepulcros:
Y en otro tiempo quise bailar como jamás había bailado yo hasta entonces; más allá de todos los cielos quise bailar. Entonces persuadisteis a mi cantor más amado.
Y éste entonó una horrenda y pesada melodía; ¡ay, la tocó a mis oídos como un tétrico cuerno!
¡Cantor asesino, instrumento de la maldad, inocentísimo! Ya estaba yo dispuesto para el mejor baile: ¡entonces asesinaste con tus sones mi éxtasis!
Zaratustra, pues, tiene un pasado wagneriano, así como schopenhaueriano, al modo del mismo Nietzsche. El prólogo se inicia con el descenso de la montaña de Zaratustra, que en la edición de Andrés Sánchez Pascual se analoga, como todo, con la vida de Cristo y los evangelios, pero que yo veo más cercano a una parodia del iluminado platónico que baja de nuevo a la caverna a desencadenar a sus semejantes, salvo que aquí la caverna está arriba, y los semejantes resultan ser completamente desemejantes y se burlan del libertador. Antes, Zaratustra vivía cerca de un lago, y a partir de este momento el entorno alegórico del simbolismo espiritual del libro se desarrolla enteramente en términos naturales: islas, bosques, terrenos pantanosos, árboles, grutas, el mar, una rada, un puerto, el cielo y las nubes que lo tapan, prados, cumbres, valles y abismos, pozos y manantiales, barcas, barcos, desiertos, etc.; y, específicamente, animales, desde la serpiente y el águila emblemáticos de Zaratustra hasta el león riente y la bandada de palomas del final, sin contar con el lenguaje fisiológico que se utiliza constantemente para expresar intuiciones. Resulta obvio que con ello Nietzsche respeta también la geografía de su fábula, que estaría situada en la Persia del s. VI a.C., a fin de corregir (queriendo también hacia atrás) al Zoroastro histórico. Sin embargo, se trata de una Persia “intempestiva” en la que ya ha tenido lugar la muerte de Dios y, por tanto, el declive de la Iglesia Cristiana y el nihilismo. Entran en escena, así, sacerdotes y el papa, pero sin Iglesia a la vista; delincuentes ante un juez, pero sin institución de justicia; guerras, sin naciones concretas que las promuevan… Porque Iglesia, Justicia, Nación o el propio Estado (el más frío de los monstruos fríos, dice Zaratustra, allí donde jamás sucederá el übermensch, ese “rayo”…) son formas de organización de la sociedad, y en sociedad no hay para Nietzsche nada en absoluto que pensar y/o crear:
Pero allá abajo -allá todo habla, nada es escuchado. Aunque alguien anuncie su sabiduría con tañidos de campanas: ¡los tenderos del mercado ahogarán su sonido con peniques!
Todo habla entre ellos, nada se logra ya ni llega a su final. Todo cacarea, mas ¿quién quiere aún sentarse callado en el nido e incubar huevos?
Todo habla entre ellos, todo queda triturado a fuerza de palabras. Y lo que todavía ayer resultaba demasiado duro para el tiempo mismo y para su diente: hoy cuelga, raído y roto, de los hocicos de los hombres actuales.
Todo habla entre ellos, todo es divulgado. Y lo que en otro tiempo se llamó misterio y secreto de almas profundas, hoy pertenece a los pregoneros de las callejas y a otros alborotadores.
Para la plebe, la chusma -son palabras suyas-, Nietzsche/Zaratustra reserva metáforas también animales: las moscas del mercado, el rebaño, las víboras y demás. Zaratustra gusta sólo de una pequeña aldea llamada la Vaca Multicolor (también Nietzsche, en sus peregrinaciones por salud visitaba parajes rústicos o agrestes pero a menudo bajaba con gusto a poblaciones pequeñas), y cuando se enfrenta a una gran ciudad escucha al necio que en sus puertas despotrica de ella y dice así:
Me produce náuseas también esta gran ciudad, y no sólo este necio. Ni en una ni en otro hay nada que mejorar, nada que empeorar.
¡Ay de esta gran ciudad! -¡Yo quisiera ver ya la columna de fuego que ha de consumirla!
Pues tales columnas de fuego deben preceder al gran mediodía. Mas este tiene su tiempo y su propio destino.
Esta enseñanza te doy a ti, necio, como despedida: donde no se puede continuar amando se debe -¡pasar de largo!-
Y eso que el necio había proferido críticas muy sensatas, e incluso muy nuestras, como cuando dice: El dios de los ejércitos no es el dios de las barras de oro; el príncipe propone, ¡pero el tendero -dispone! O cuando el mismo Zaratustra retrata el saber en la época de Nietzsche como País de la cultura, es decir, puro envoltorio estético, abigarrado y colorista bajo el cual se disfraza la insaciabilidad del vacío -una crítica, a su vez, que recuerda las diatribas a la democracia de Platón. Toda sociabilidad, por tanto, es ajena a la sabiduría -una sabiduría que no en vano Nietzsche adjetiva de “salvaje”-, nutrida por “gentes de dos cabezas” (es decir, vanos disputadores), como versificaba Parménides, calor del establo que carece de mayor fundamento que el de el afán de algo mejor:
La sociedad de los hombres: es un experimento, así lo enseño yo, una prolongada búsqueda: ¡y busca al hombre de mando!-
-un experimento, oh hermanos míos! ¡Y no un “contrato”! ¡Romped, rompedme tales palabras de los corazones débiles y de los amigos de componendas!
La aristocracia, en efecto, es lo que Zaratustra propone. No una aristocracia del pasado, sino una del futuro, el “futuro pueblo de los solitarios y del ultrahombre”, la de “los hijos de Zaratustra”, y que el itinerario espiritual del libro hace posible por primera vez -o de nuevo, conforme al pensamiento del Retorno. Mientras, el regreso a casa de Zaratustra tras la decepción de los hombres en general y de los discípulos en particular es la patria de la soledad. Tal soledad tiene lugar en la montaña, porque supone el robustecimiento del que está en la altura, símbolo del que después se valdrán profusamente los nazis -en parte gracias a la tarea tergiversadora de la hermana de Nietzsche, una joya. La soledad, las “siete soledades” del que es una aglomeración de nubes que presagian el rayo, soledad lejos de la ciudad de los “meros” hombres que es, como se dice en inglés, solitude y lonelyness a la vez, o sea, soledad del que está voluntariamente solo y también del que extraña a los demás. La vida de Nietzsche sin Wagner fue, en este punto, un desarraigo continuo, pero él se defendió siempre de la autocompasión o de la lástima o indiferencia ajenas como gato panza arriba:
Amo la libertad, y el aire sobre la tierra fresca, prefiero dormir sobre pieles de buey que sobre sus dignidades y respetabilidades. (De los doctos)
Yo soy un viajero y un escalador de montañas, decía a su corazón, no me gustan las llanuras, y parece que no puedo estarme sentado tranquilo largo tiempo.
Entonces algo me habló de nuevo sin voz: “¡Oh Zaratustra, quien ha de transportar montañas transporta también valles y hondonadas” –
Y en múltiples lugares más de toda su obra, más elocuentes y amplios -he seleccionado únicamente aquellos que contienen metáforas naturalistas-, donde se afirma alto y claro que sin soledad no hay frutos, y que “algunos nacemos póstumamente”. Desde luego que la reivindicación de la soledad se hace desde la voluntad de minoría o de excepción o de fragmento[1], minoría que quiere colocarse arriba y que rechaza con arrogancia toda universalidad de sus valores, lo cual da lugar a pasajes auténticamente antipáticos en el Zaratustra pero que le son necesarios, como el siguiente:
¡Mas a los mendigos se los debería eliminar totalmente! En verdad, molesta el darles y molesta el no darles. (De los compasivos)
El Imperativo Categórico kantiano es inmoral de puro amoral, desde un punto nietzscheano, puesto que no odia o ama al objeto que sea por su relación polémica con el sujeto, sino que opera del modo impersonal de la forma del deber -una monstruosidad sin paliativos para él, en mi opinión. “Hay que inventar una nueva soledad para el deseo”, escribía Álvaro Mutis, o para la Verdad… En el fondo, esa ha sido la estratagema (literaria o cognoscitiva, aquí debe decidir cada uno) de la filosofía durante siglos: un individuo, el filósofo, que habla desde la Verdad porque previamente ha huido de la comunidad humana real o figuradamente, en el supuesto de que, más allá de ella, se encuentran sea el Ser, o la Physis, o la Substancia, o la Idea, o Dios, o el Yo, o la Razón, o la Voluntad o el Lenguaje-en-sí, es decir, figuras todas (o nombres…) que yacen en soledad por encima de la gregaria caverna platónica -que, por cierto, allí fuera Platón adivina paisaje también, y no ciudad, conforme a la descripción del mito- y con las que se comunica íntimamente. Sus escenografías respectivas han sido tantas como la gruta eremita de Heráclito, el carro de la Diosa de Parménides, la Academia de Platón (que se situaba en las afueras de Atenas), la vida teorética de Aristóteles, el jardín de Epicuro, la torre tatuada de citas clásicas de Agustín y Montaigne, los monasterios, la estufa de Descartes, la mesa de billar de Hume, la República de los Sabios, las sociedades secretas, los falansterios y muchas otras. Hobbes teorizó la ciudadanía como aquel nivel que se funda en un estado de naturaleza que queda, ya no temido o satanizado, sino definitivamente expulsado por indeseable, junto con la guerra universal. La ciudad niega la naturaleza, y viceversa. Wagner se tenía a sí mismo también por un filósofo, y aunque es cierto que Zaratustra es un anti-Sigfrido, Nietzsche reincorpora muchos de los ademanes teatrales que le reprocha a su maestro: la teoría del genio, visiones sublimes, todo ese decorado de caracteres-tipo, envueltos en alternativas y tensiones anímicas extremas, arropados por el medio ecológico radical de la Verdad desnuda… Con más “substancia”, sí, como reclamaba Nietzsche a Wagner, pero al fin y al cabo puro romanticismo (si Nietzsche me leyera calificarle de romántico me fulminaría en el acto, pero siempre es preferible a “idealista”…), que no es en este caso más que la culminación de la metafísica misma, su consumación como señalará Heidegger.
¿Y si no hay por qué pensar la dicotomía naturaleza-ciudad en lo concerniente a los juegos de la Verdad, de manera que o eliges la verdad exterior o la mentira interior a las sociedades? ¿Y si las fuerzas de la naturaleza atraviesan las controversias de la ciudad y toda ciudad hay que entenderla organizando la nuda naturaleza? Esta posibilidad supera el enfoque de toda una tradición milenaria que termina precisamente en Nietzsche, exceptuando a los sofistas de la Atenas antigua. Hoy, Wagner está encerrado en conservatorios y en Bayreuth, y Nietzsche en las universidades y en la enseñanza pública: esa es la pálida forma de ciudadanía que han conseguido o les hemos asignado.
Wagner y Nietzsche, Nietzsche y Wagner, odi et amo… ¡Cuánto daño ha hecho Schopenhauer!
[1] Voluntad de poder, sí, nunca mejor definida, si es que puede definirse, que en el Nietzsche de Gilles Deleuze de 1965, publicado en Arena libros: “mientras se interprete voluntad de poder en el sentido de “deseo de dominar”, se la hace depender forzosamente de valores establecidos, únicos aptos para determinar quién debe ser “reconocido” como el más poderoso en tal o cual caso, en tal o cual conflicto. Por ese camino se desconoce la naturaleza de la voluntad de poder como principio plástico de todas nuestra evaluaciones, como principio oculto para la creación de valores no reconocidos. La voluntad de poder, dice Nietzsche, no consiste en codiciar, ni siquiera en tomar, sino en crear y en dar. El poder, en cuanto voluntad de poder, no es lo que la voluntad quiere, sino eso que quiere en la voluntad (Dionisos en persona). La voluntad de poder es el elemento diferencial del que derivan la fuerzas en oposición y su respectiva cualidad dentro de un complejo. Por lo tanto ella está siempre presente como elemento móvil, aéreo, pluralista. Una fuerza manda por voluntad de poder, pero también una fuerza obedece por voluntad de poder. A los dos tiempos o cualidades de fuerzas les corresponden dos caras, dos qualia de la voluntad de poder, caracteres últimos y fluyentes, más profundos que los de las fuerzas que derivan de ella. Porque la voluntad de poder hace que las fuerzas activas afirmen, y afirman su propia diferencia: en ellas la afirmación es lo primero, la negación no es nunca sino una consecuencia, algo así como un acrecentamiento de goce. Pero lo propio de las fuerzas reactivas, por el contrario, es ante todo oponerse a lo que ellas no son, limitar lo otro: en ellas la negación es lo primero, y por negación llegan a una apariencia de afirmación. Así pues, afirmación y negación son los qualia de la voluntad de poder, así como activo y reactivo son las cualidades de las fuerzas. Y al igual que la interpretación encuentra los principios del sentido en las fuerzas, la evaluación encuentra los principios de los valores en la voluntad de poder. –Habrá que evitar finalmente, en función de las consideraciones terminológicas que preceden, reducir el pensamiento de Nietzsche a un simple dualismo. Porque, lo veremos, le pertenece esencialmente a la afirmación el ser ella misma múltiple, pluralista, y a la negación el ser una, cargantemente monista.”
Y luego vino Richard Strauss y unió en matrimonio a sus dos grandes maestros.
A su manera. Buen corolario.