Fantasmas

UNO. Toda historia de amor, lo es también de fantasmas.

 

DOS. Que lo viste reflejado en el espejo es un hecho. Un hecho sobrenatural o un hecho natural que tu estrés podría explicar sin dudar. Pero el caso es que allí estaba tu hijo muerto hacía tres años. Para poder estar en el espejo se había ubicado detrás de ti, apenas algo desplazado hacia la derecha. Y tú, que sabías que si te volvías para verlo harías que desapareciera, te sobrepusiste heróicamente –tal vez sólo fue que el miedo te impidió moverte- y le sostuviste la mirada en el espejo. Entonces conseguiste que su imagen se desvaneciera lentamente, ayudada teatralmente por el vaho que flotaba después de la ducha reciente. Una victoria. Cuando entró tu mujer reclamando, entre sensual y risueñamente, que ensayárais el acto necesario para la procreación, caíste en la cuenta de que aún no habías tenido hijo alguno. Despertaste del engaño en que te había sumido ese chico que había aparecido detrás de ti. Lo hicísteis por primera vez, de pie, en el baño de la casa nueva. Nueva para vosotros dos. Antigua para tanta gente.

TRES. Soñaste con él. Te había tratado cuando alguien le había hecho creer a tus padres que necesitabas un psiquiatra, un psicólogo, un médico de esos. Hace más de treinta años. Te despertaste en mitad de la madrugada recordando alguna de las sesiones que habías tenido. En especial ésa que tan bien recordabas. Sabías que el tipo se había convertido en una eminencia. O, al menos, en un tipo mediáticamente reconocido. Te preguntabas a menudo si las sesiones que había tenido contigo habrían contribuido de algún modo a cimentar su éxito profesional.  También te lo volviste a preguntar en mitad de la madrugada, en el sanatorio, más de treinta años más tarde. No lo habías vuelto a ver en todo este tiempo. Sin embargo, por la mañana, mientras desayunabas junto a otros dos pacientes, supiste que era suyo el rostro –y perteneciente más o menos a aquella época- que ilustraba la reseña de su obituario en el diario El País. Descanse en paz, pensaste antes de comenzar a leer.

 

CUATRO. Las cucarachas ya cuchicheaban debajo de la cama. Algunas noches parecían estar especialmente animadas. De algún modo, se comunicaban. Se convocaban. Poseían una sabiduría milenaria, que les había permitido sobrevivir a las hecatombes de todas las eras para atormentarte cada noche desde debajo de tu cama. No mucho tiempo atrás habías aprendido el significado de la palabra quitina. Las sombras se las ingeniaban para hacerse visibles en la oscuridad. Pensabas que también las paredes de tu habitación, cuando ganaban toda la noche posible, estaban recubiertas de una quitina opaca. Te tapabas casi por completo. Mordías las puntas de las solapas del pijama. Rezabas cuando todavía creías que servía para algo. Sudabas. Siempre había un crujido proveniente de alguna parte lejana y muy cercana a un tiempo, que, como un redoble creciente, resaltaba el latido culminante de la madrugada. Nunca dejabas de pensar que esa noche una de ellas subiría lentamente por la cobija –y eso a pesar de ocuparte de que no tocara el suelo- y tu parálisis no podría impedirle llegar hasta tu cara. No tardarían en dar ese paso. Esa nueva conquista. Te agotaba tanto terror. Finalmente te dormías. Entonces las cucarachas desaparecían. Te soñabas goleador de un gol imposible. Por la mañana todo era luz y hasta tenías valor para asomarte debajo de la cama y comprobar que no había nada.

CINCO. Por la mañana, ella se asustó levemente al comprobar que la puerta de la habitación estaba cerrada. Le preguntó si la había cerrado de madrugada. Él le dijo que no.

-¿Quién ha cerrado la puerta de nuestra habitación durante la noche?

-¿La gata?

-Mírala, está aquí dentro, es imposible. Sabes lo que cuesta cerrar esta puerta. La fuerza que hay que hacer.

-Una corriente de aire.

-Todas las ventanas están cerradas. De todos modos, si se hubiera cerrado de un portazo, lo habríamos oído.

-No sé. Yo no he sido.

-Ni yo.

-Ábrele a la gata.

-No, ábrele tú.

Él se levantó sonriente y ella no supo de su escalofrío.

-¿Podrás?

-¿Si podré abrir la puerta?

-Sí. ¿Podrás?

-Cómo no voy a poder abrir la puerta.

Él la abrió haciendo un pequeño esfuerzo, empujándola después de haber bajado la manija. Admitió de viva voz que era algo difícil de abrir y de cerrar.

La gata salió rápidamente de la habitación, rumbo a la cocina donde tiene comida, agua y su batea de arena.

Ellos, entonces, deberían haber ido también a la cocina a preparar el desayuno, pero se demoraron en el cuarto de baño que tienen en su habitación, aseándose, comentando lo bien que se había dormido anoche, por fin, después de tantas noches de calor. Entraron y salieron alternativamente del cuarto de baño sin mirar hacia el salón semioscuro tras la puerta, y siendo conscientes de que no miraban hacia el salón que debían cruzar para llegar a la cocina donde seguramente estaba bebiendo y comiendo la gata.

-¿Cómo se llamaba?

-¿Quién?

-La mujer.

-¿Qué mujer?

-La hermana.

-…

-La hermana de la señora que nos vendió el piso.

Él sonrió antes de decirle que nunca tardaron tanto en ir a preparar el desayuno.

-No sé.

-Su nombre está en la dedicatoria del libro ese.

-Pues míralo.

-El libro que estaba en la casa cuando llegamos. El que le dedicaron en los años cuarenta.

-Sí, sé de que libro hablas. Míralo.

-Está en la biblioteca.

-Míralo.

-En el salón.

-Sal y míralo.

-Voy a ducharme.

-¿Antes de desayunar?

-Creo que se llamaba Julia.

-Hoy llegamos tarde.

-La luz.

-¿Qué?

-Está amaneciendo más tarde. Cada día.

-Sí.

-¿Nos duchamos?

-Hoy hay que comprarle comida a la gata. Ya casi no le queda.

-Esta tarde.

Dejaron la puerta del cuarto de baño entreabierta. La pareja se metió en la ducha. Ella comentó lo bien que se estaba allí, bajo el agua caliente. Él le respondió que sí.

-Dan ganas de quedarse aquí.

Él volvió a responder que sí.

-Sí, amor.

 

 

Para seguir disfrutando de Roberto Villar Blanco
¿Y si muero a los 51? (Tributo a James Gandolfini)
Ayer –da igual qué ayer- conocimos la noticia de la muerte del...
Leer más
Participa en la conversación

3 Comentarios

  1. says: xibeliuss

    El “Capítulo 2” es una escena descartada de “Rosemary’s baby”, seguro. No sé porqué la quitó Polansky, le hubiese quedado de miedo.
    Me ha gustado, Blanco. Aquí hay una película (o más)
    Abrazos

  2. says: Antonio M

    Cuando uno crece con fantasmas, luego, habita ese tipo de casas y le pasan ese tipo de cosas y escribe estas estupendas películas, con esas terribles escenas que nos dan miedo hasta que llega la luz del día. Entonces disfrutamos con ese diálogo y al final, nos deja de importar, quién o qué fue lo que cerro la puerta, porque para Julia, el concepto espacio – tiempo no existe, ella puede cerrar la puerta desde mil novecientos cuarenta y la gata la puede atravesar, cuando tu la abres en dos mil trece. Una verdadera historia de Fantasmas.

    Un abrazo, Sr. Villar.

Leave a comment
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *