Detuvo el bolígrafo y dejó las gafas sobre la mesa. Cerró los ojos y se tomó un instante antes de apretarse en los lagrimales con el índice y el pulgar de la mano derecha, hasta que la oscuridad se cubrió con un manto blanco que poco a poco volvió a fundirse a negro. Se colocó de nuevo las gafas y leyó el último párrafo para decidir si valía la pena volver a dejarse envolver por aquella sombra o era mejor arrancar la hoja, arrugar el folio y hacerlo desaparecer entre las llamas. “Caminaba absorto en sus pensamientos hasta que detectó un cambio en el compás del resonar de sus pasos. Era como si un nuevo par de pies se hubiera sumado a la melodía y el empedrado de la vieja calle escupiera un tronar desordenado. Se paró en seco y también el sonido cesó, y pensó que quizá se estuviera volviendo loco. Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó un arrugado paquete de tabaco, y estiró un pitillo sin filtro antes de llevárselo a los labios. Lo encendió y se guardó el mechero en el bolsillo, y apenas había dado la segunda calada después de empezar a andar cuando volvió a escucharlo de nuevo: sobre la callejuela resonaban dos pares de pasos, pero ahora aquel que le parecía ajeno lo hacía a mayor velocidad. Se detuvo de nuevo, pero sólo un caminar se apagó en aquella ocasión. Al contrario, el otro había aumentado el ritmo y parecía a punto de echar a correr. Instintivamente, arrojó el cigarro al suelo y echó a correr callejón abajo, hacia las sombras…”. Algo en esa última línea llamó su atención. Desde el último punto y seguido en adelante, las palabras se hacían más difíciles de leer. Repasó el cuaderno con el dedo y notó un relieve muy pronunciado, como si hubiera estado apretando el bolígrafo más de la cuenta. Le dolía la mano. Se sirvió otro vaso de bourbon.

 

Mesa de trabajo de Dylan Thomas.

Estaba a punto de encender un cigarrillo más cuando una punzada de dolor le atacó la sien. Cerró los ojos y apretó los dientes para tratar de vadear esa pulsación roja que iba ganando espacio en su cabeza. Bebió con los ojos aún cerrados deseando que aquel líquido ambarino que abrasaba pudiera apagar en parte ese fuego que de nuevo ardía, pero no lo consiguió. Al contrario, al contacto con sus labios la bebida se convirtió en un pequeño torrente de minúsculos cristales que arañaron todo a su paso: la boca, el paladar, la garganta. Tomó aire mientras la tráquea se iba ensanchando y a su boca llegaba un sabor a sangre peculiar: era sangre negra, sucia, como si alguien la estuviera bombeando de un pozo donde había permanecido mucho tiempo estancada. Era sangre de otros tiempos, de otras épocas, de otras personas, que trepaba desde su estómago y trataba de abrirse paso. Contuvo la respiración y se obligó a tragar. Se levantó dando tumbos, mareado, con la fiebre taponándole los oídos. Empezó a sudar y sintió que la espalda se le volvía rígida, como si la columna vertebral fuera ahora una cuerda con dos personas tirando en sus extremos. El primer espasmo no le hizo caer. Tampoco el segundo pudo con él porque se aferró como pudo a una silla. El tercer tirón de la cuerda le dejó tumbado boca arriba, respirando forzosamente por la nariz y por la boca. El calor estaba desapareciendo y su lugar lo iba ocupando un frío feroz. La luz se fue amortiguando y al tiempo que llegaba la penumbra escuchó, desde muy lejos, unos pasos que se acercaban.

 

El escritor Brendan Behan, fotografiado por Hutton Getty.

Le faltaba el aire y se rompió la camiseta para intentar respirar.

Un dolor antiguo nació de nuevo en su estómago, y la piel de la tripa se le estiró hacia arriba, marcando un surco. Como si alguien arañara un tambor desde dentro.

La piel cedió y una pequeña uña negra asomó mientras a los lados caía un hilo de sangre. En la parte baja, más allá del ombligo. Y empezó a subir rasgando de abajo arriba y abriéndole la piel en dos mientras brotaba de su vientre un pozo de sangre negra. Un pequeño alacrán salió de la oscuridad y caminó sobre su pecho hasta colocarse junto a su boca, abierta del todo buscando el aire que ya no podía tragar. Se le metió en la boca y siguió rasgando con la pequeña uña de su cola de nuevo, en dirección contraria, garganta abajo.
El sonido de los pasos era ahora más cercano, y casi oyó cómo corrían antes de que todo se fuera a negro…

 

Otra imagen más antigua del despacho de Thomas.

Esta mañana, cuando me desperté, tenía la hoja en la mano. La última frase estaba más marcada e incluso en algunos trazos de las últimas palabras comprobé que el bolígrafo había atravesado el papel. Me dolía la cabeza, pero era un dolor sordo, lejano, como un recuerdo. Me tragué dos aspirinas con el bourbon que no había bebido la noche anterior y con ese sorbo enjuagué el mal sabor de boca. Leí de nuevo el párrafo pero no hubo ni sombras, ni pasos. Algo palpitó en mi vientre y repasé con la yema de mis dedos una cicatriz que nacía junto al ombligo y subía recta hasta el esternón. Sentí como si alguien, desde el otro lado, siguiera mi movimiento con algo afilado. Leí de nuevo el párrafo y busqué la historia en lo más oscuro de aquella callejuela, y continué escribiendo.
Aún tenía en mis dedos el rastro seco de la sangre negra.

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