Dios, si existe, ha tenido a bien revelar la contextura del cielo en algunos cuentos infantiles. Lo descubrí hace poco leyendo a mis hijos un librito barato y malo de Winnie the Pooh. Trataba del otoño, así en general y sin mayor trama (“la dictadura de la trama”, que decía Juan Benet). Winnie y sus amigos de trapo llevaban una carretilla, pintaban caras en las berenjenas, dejaban posarse las hojas caducas sobre sus cabezas, etc. Al terminar las cuatro páginas del cuento se iban a preparar una taza de chocolate caliente, dando así un sentido gozoso al frío y al viento de esta estación. Ni Dante, ni Milton, ni Swedenborg, ni tantos otros antes y después, dibujaron una alegría tan clara, tan ingenua, tan simple. Pero para vivirla sin reservas hay que ser un niño, un niño, además, más bien pequeño. Cualquier adulto, por inocente y puro que todavía se mantenga, y si eso no es una contradicción en los términos, sería constitutivamente incapaz de aceptar una eternidad de juegos, pasatiempos y nimiedades. El paraíso es un jardín, sí, como indica la etimología, en concreto, ahora lo sabemos, un jardín de infancia. El propio evangelio lo enuncia de modo inequívoco:
El reino de los cielos pertenece a los que son como estos niños. Si no aceptáis el reino de Dios como un niño, no podréis entrar en él, Lucas 18, 15-17
Y resulta que en el resto de los sinópticos se ratifica, para que no haya lugar a dudas:
Cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe. Pero al que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno, y que le hundieran en el fondo del mar… Dejad a los niños venid a mí, y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de Dios, Mateo 18:3, 5, 6; y Marcos 10:14
Los teólogos se han devanado los sesos durante siglos sin ofrecer nada mejor. Lo suyo es la construcción de infiernos aterradores. El infierno es el destino de los adultos, que permanecerán por siempre mayores y resabiados. El Hombre Nuevo que prometían los socialismos y las vanguardias artísticas contenía la imagen de alguien serio y responsable, pero al que no faltaban ciertos caracteres de niño. De hecho, la Historia de la Humanidad se reiniciaba en él. Y el propio Superhombre de Nietzsche no es otra cosa, después de todo, que el dionisiaco “niño que juega”. Así que el Creador, de haberlo, ha diseñado un Edén infantil, y por eso pecaron los Primeros Padres al comer de la manzana del Árbol del Conocimiento: sencillamente se hicieron mayores, con toda la sed, todo el poder y toda la amargura que ello conlleva. El hombre es demasiado grande, demasiado poderoso, como cantaban los Dire Straits, salvo cuando no ha crecido aún. Sería un cierto rasgo de humor de Dios haber mostrado el Reino de los Cielos en un lugar a la vista de todos, pero en el que nadie se fija especialmente, como la carta robada de Poe. No en vano -me acuerdo bien-, aquel humilde librito de Winnie the Pooh para leer a los niños antes de dormir y que tengan dulces sueños, carente de trama ni de historia ni de nada que se le parezca, y que, por eso mismo, podría no acabar nunca y repetirse eternamente, guardaba celosamente el anonimato de su Autor…
Me ha encantado esta publicacion. Aveces me aburren los cuentos de ese oso amarillo. Pero admito que me ha parecido hermoso los colores usados para la recreacion de esta mini historia.