Los humanos modernos somos cibernícolas infodevoradores y estamos infosaturados. Algunos incluso padecemos síntomas de infotoxicidad. Y lo que es peor, el trayecto desde la información a la infosaturación es breve y veloz. Como la vida misma. Pongamos algunos ejemplos.

Primero. Si una persona pretende ver, sin levantarse del sillón, los anuncios que se emiten durante un año en las cadenas de televisión gratuitas que cualquiera tenemos en casa (TDT), insisto, sólo los anuncios de un año, tardaría dos años en verlos. Otro dato: Si una persona anotase los anuncios, marcas y mensajes publicitarios que es capaz de observar durante una hora en revistas de moda al alcance de cualquiera, tardaría dos horas en hacer la lista.

Fotografía Igor Morski

Segundo ejemplo. Hay un curioso estudio denominado “Global Consciousness Project[i], dirigido por Roger Nelson en la Universidad de Pricenton, basado en un análisis matemático muy complejo sobre la interacción de sucesos que afectan globalmente a los seres humanos  (p. ej. un campeonato mundial de fútbol), con la generación de series infinitesimales de números aleatorios en una amplia red de ordenadores ubicados en diversas partes del mundo. La hipótesis es que en ciertos momentos hay tal cantidad de información circulando en las mentes de los seres humanos que se genera un campo global de consciencia tan intenso que afecta a los receptores informáticos. Es algo así como que se pudieran conectar los cerebros humanos y artificiales en un espacio virtual neuro-cibernético. De momento esta investigación está en el terreno de la ciencia-ficción, de hecho constituye el leitmotiv de muchas películas, sin embargo la idea es tan sugestiva como alarmante, pues sus autores son serios y concienzudos. Algún día habrá un megabrain compuesto por cerebros biológicos y cibernéticos del que surgirá una mente auto-consciente, una noosfera que adquirirá capacidad para generar procesos y tareas, hacer preguntas y encontrar respuestas, tomar iniciativas o fijar interdicciones, y entonces gobernará el mundo.

Fotografía Igor Morski

Tercer ejemplo. Ya hay seres humanos cyborg en los cuales la interacción entre el cerebro y un chip sirve para resolver una deficiencia o potenciar una cualidad. Y no es ciencia ficción. El 24 de agosto de 1998, en el contexto del denominado experimento Cyborg 1.0, a Kevin Warwick se le implantó un chip conectado con su cerebro con el cual fue capaz de controlar puertas, luces, etc. En 2004 se le implantó otro más potente con el cual  se conectó a Internet en la Columbia University de Nueva York y movió un brazo robótico en la University of Reading del Reino Unido. Además a su esposa se le implantó un microchip con el objetivo de crear una especie de telepatía cibernética entre ellos que permitió la primera comunicación mental electrónica entre dos seres humanos. La consecuencia fue que en 2010 Neil Harbisson y Moon Ribas (una catalana de Mataró), crearon la Cyborg Foundation, con el propósito promover la potenciación de las cualidades humanas mediante sistemas cibernéticos acoplados a los cerebros, y de paso defender la existencia legal de una nueva categoría de seres, una neo-especie, que podríamos denominar cyberman.

Fotografía Igor Morski

Cuarta observación. Ahora mismo cualquiera de nosotros tiene a su alcance varias pantallas por las que recibe o envía información. Todos los hogares españoles tienen dos o más televisores, casi todos disponen de ordenador y están conectados a internet, ya hay más móviles que personas… pero lo verdaderamente importante es que desde que usted empezó a leer esta frase hasta ahora, estos datos ya han quedado obsoletos. La vida moderna sucede, en palabras de Lipovetsky, en una pantalla global. Vivimos sometidos a una especie de pantallocracia y si no sabemos manejarnos en la selva catódica acabaremos enfermos de pantallofrenia. Una expresión de lo anterior es la aparición de nuevas enfermedades generadas por la relación de los humanos con las TIC. Por ejemplo, la adicción a internet, el síndrome de la vibración fantasma, la depresión de facebook o el síndrome de estrés tecnológico. Obviamente éstas no son enfermedades en sentido estricto, pero si son conductas peculiares, frecuentemente inadecuadas, y algunas veces claramente patológicas. La cuestión clave es si son formas morbosas de la pantallofrenia, o si las pantallas son un mero intermediario por donde se canalizan las neurosis humanas. Para el caso qué más da, si es evidente aprovechamos cualquier grieta de la normalidad para canalizar nuestras ansiedades e impulsos incontrolables.

Fotografía Igor Morski

Pero, dado que éste no es un artículo de patología, no nos interesa esa discusión, ni a cuánto asciende su magnitud e impacto sanitario. Lo cierto es que vivimos con, de, en, entre… pantallas. Ya no sabríamos vivir sin ellas, pues son útiles y atractivas, inocentes y peligrosas. Proyectan una imagen digitalizada del mundo en contraste permanente con la real, hasta el punto de que a veces resulta difícil saber cuál es más verdadera. De hecho si una cosa no sale en la tele, o en internet, no existe. Vivimos sometidos a la escisión desquiciante de la pantallocracia, y parece lógico que algunas personas, las más débiles, inestables o aisladas, sufran esta escisión y, una de dos, o se acomodan y viven en el cibermundo razonablemente bien, o desarrollan alteraciones de conducta. Los modelos neurobiológicos de adicción y vulnerabilidad permiten explicar cómo las disonancias y resonancias informativas condicionan nuestra conducta y modelan nuestros cerebros. Por eso es lógico que a los padres les preocupe la influencia de las pantallas en sus hijos, aunque curiosamente apenas les preocupa que les afecten a ellos mismos y nada en absoluto lo que hagan en el cerebro de los abuelos, y para estos sí que son realmente peligrosas.

Fotografía Igor Morski

Pero, ¿qué sabemos realmente del tema? No abundan los estudios científicos rigurosos, pero podemos aceptar que las pantallas pueden potenciar comportamientos agresivos o de aislamiento, influyen en la vida emocional y relacional, y afectan a funciones cognitivas como la atención o la memoria. Se supone que una cierta cantidad y cualidad de uso de pantallas puede favorecer el aprendizaje, pero que la mayoría de los estudiantes españoles wasapee intensamente a la vez que estudia no puede ser muy bueno para su aprendizaje. Esta es una de las conclusiones de un estudio sobre “La Comunicación del Alumnado a través del WhatsApp elaborado por un catedrático gallego, quien asegura que el abuso del móvil altera el rendimiento escolar y la socialización de los chavales[ii]. Otro interesante estudio titulado Risks and safety on the internet: The perspective of European children. Initial findings from the EU Kids Online”, analiza de forma minuciosa los riesgos de uso y abuso de internet por los jóvenes. Los autores entrevistaron a 23.420 jóvenes de 9 a 16 años, de 25 países europeos, incluyendo España, y a sus padres. Se abordan temas como patrones de uso, acciones realizadas en internet, páginas consultadas, aspectos referentes a sexualidad, contactos, abusos, bullying… Un montón de datos muy ilustrativos para describir el fenómeno y elaborar recomendaciones de uso saludable. Si le interesa no deje de consultarlo online, y si no le interesa, dele tiempo y acabará interesándole.

Fotografía Igor Morski

En definitiva, he ahí suficientes referencias para tomar en serio la cuestión, pues representan fenómenos que afectan a los seres humanos actuales y futuros. Siempre hemos sido seres sociales e informacionales, pero las características y magnitudes del fenómeno en la actualidad determina nuestro modo de ser y de estar en la vida, y por ende puede condicionar nuestro sufrimiento o nuestra felicidad, nuestra salud o nuestra enfermedad. No en vano somos protagonistas de “La Era de la Información”, miembros de honor de una sociedad cuyo pretexto, texto y contexto es la información. Nuestros cerebros ya no son órganos individuales, son instrumentos informacionales comunicados. Casi todos los días se publica algún estudio que demuestra que los seres humanos nos contagiamos informaciones como nos contagiáramos virus. Pero no sabemos si eso es bueno o malo, ni qué consecuencias tendrá estar sometidos a tanta saturación informativa. De hecho Alvin Toffler[ acuñó ya en el 1970 el término information overload”, aunque no se podía ni imaginar lo que pronto iba a suceder.

Fotografía Igor Morski

Ahora bien, insisto, todavía no sabemos qué efecto tendrá la interacción entre esa enorme cantidad y velocidad informacional sobre nuestra conducta, así como en la estructura y funcionamiento de nuestros cerebros, y si será bueno o malo, si nos hará mejores o peores, más felices o más desgraciados.

Lo que sí sabemos es que una de las consecuencias inmediatas de la infosaturación es la sobrecarga que lleva al aburrimiento y la inatención. Otra es un estado de info-vigilancia permanente, una especie de suspicacia temerosa que es un rasgo típico de la psicopatología social hipermodera. En el primer caso se corre el riesgo de caer en la negligencia y el asilamiento, y en el segundo en el miedo o la paranoia, o ambas a la vez. Si a todo eso le sumamos que constantemente estamos sometidos a informaciones de crisis, conflictos, epidemias y catástrofes, entonces casi mejor aislarse de las TIC, pues de lo contrario se hará realidad la vieja frase: “Encienda su televisor, le mantendremos asustado”.

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Otra cuestión pendiente de resolver es qué va a suponer esto para la evolución de los seres humanos. Es un tema importante, que los expertos en información, psicología, sociología y antropología deberían plantearse con la misma rapidez con la que aumenta la infosaturación. Pero todavía nadie lo ha abordado con suficiente profundidad. De hecho uno de los pocos que lo ha intentado ha sido Nicholas Carr[vi], y sus propuestas han generado mucha polémica. Su idea es que estamos rodeados por tantas “superficialidades”, distracciones, vaivenes e interferencias informativas que eso condiciona el funcionamiento de nuestro cerebro y acabará modificándolo. El cree que hay indicios razonables para aceptar que la enorme velocidad y cantidad con que suceden y cambian las cosas en internet va a acabar afectando al funcionamiento de  nuestro cerebro, ya que esos fenómenos no son compatibles con la evolución natural de nuestros procesadores biológicos. Los neurocientíficos en general se oponen a esta propuesta, pero si se lo preguntamos a la gente de la calle opinará que sí, que eso no puede ser bueno para nuestro cerebro.

Fotografía Igor Morski

Así pues, concluyendo, parece razonable aceptar que esta nueva condición humana de hiperconexión, junto con la infosaturación y la generación de sistemas cyborg, puede favorecer en algunos casos un cierto neurodesarrollo y en otros producir cierta neurotoxicidad, y que eso cambiará el funcionamiento, y puede que incluso la estructura, de nuestros cerebros. La evolución neuro-psico-biológica se acelerará y el ciber-evolucionismo acabará siendo una realidad científica. No podemos pensar ingenuamente que todos estos procesos y resultados son mera ciencia ficción, son futuribles cargados de potencia y de riesgo, de vicios y de virtudes, como la vida misma.

Jesús de la Gándara ha publicado sobre este tema  “Cibernícolas: vicios y virtudes de la vida veloz” Ed. Plataforma,2016.

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3 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    El tema me gusta. Yo mismo escribí de la noosfera aquí mismo. Está esa serie, Black Mirror, que os recomiendo: seis capítulos totalmente diferentes que sólo tienen en común el horror ante el futuro pantallocrático, como tú lo llamas. Allí se presenta como la alienación absoluta, la deshumanización completa, etc. Pero creo que hay mucha histeria en eso: esta nueva situación ofrece muchas posibilidades inéditas. Es como cuando se construyeron los primeros ferrocarriles, y la gente pensó que a más de 30 kilómetros por hora les iba a dar un infarto o iban a ser incapaces de respirar. Quiero decir: es cierto que la aceleración de los medios de transporte ha tenido efectos nefastos según cierto punto de vista (desruralización, por ejemplo), pero de infarto no nos han matado ni a 300 kilómetros por hora. Yo tengo hijos, y, por tanto, cierto miedo, pero entiendo que todo está por ver…

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