Si hay un ejercicio apasionante en la arquitectura es el de los pabellones, pues casi siempre implican una libertad de diseño y de uso que no suele estar presente prácticamente ningún otro tipo de proyecto. También son conocidos en la jerga como “contenedores” espaciales, palabra que nos recuerda esa fuerza primigenia de lo industrial: lo vacío desprovisto de ornamento. Decir esto es, quizás, un poco reduccionista, pues echando un vistazo a la historia de la arquitectura, podemos comprobar que los pabellones han dado mucho juego. Y es que nada tienen que ver el Petit Trianon, con el Serpentine gallery. Sin embargo, ambos aluden a un espacio de libertad, válido para una multitud de actividades.
De entre los edificios incluidos en esta suerte de “tipología”, están los destinados a las exposiciones universales. Me gusta el calificativo de recinto ferial para hablar del suelo que alberga todos esos pabellones, y que insinúa su carácter efímero, su naturaleza imprecisa. Normalmente, acabamos por recordar bastante poco de las arquitecturas de una Expo, pese al empeño institucional por mostrar avances tecnológicos que perduren en la retina. Hay tantas cosas que intentan atraer la atención de los visitantes, que se forma un batiburrillo de imágenes y sensaciones del que es difícil discernir cuál es cuál y de dónde procede. En este intento de ser más que el edificio de al lado, hay unos pocos ejemplos que destacan justo por lo contrario. Uno de esos grandes olvidados, probablemente por su discreto encanto, es el Pabellón de España en Bruselas de Corrales y Molezún.
Con el lema “por un mundo más humano”, la Exposición Internacional y Universal de Bruselas de 1958, es la primera realizada desde el comienzo de la Guerra Fría (para situación de los lectores, la que exhibió el archiconocido Atomium). Frente a sus predecesoras, el recinto de la exposición carecía de trazados, lo que hizo que los edificios adoptaran un carácter más escultórico, repartiéndose entre los árboles. En España, se realizó un concurso de proyectos arquitectónicos, del que se eligió la curiosa propuesta de Corrales y Molezún, de entre las ocho presentadas.
Los 50 en España, desde el punto de vista de la arquitectura, son años de contradicciones. Coinciden temporalmente proyectos como el Ministerio del Aire (1942-1951) o el Santuario de Arántzazu (1950-1954). Justo en esta época, una gran generación de arquitectos (Sáenz de Oíza, Corrales, Molezún, Fisac, Cabrero…) acaba de terminar la carrera, y serán los encargados de operar el cambio. Estos arquitectos fueron conscientes de que España no necesitaba más monumentos, sino aeropuertos, fábricas o estadios. Se nota en sus líneas una cierta fascinación por la arquitectura norteamericana, que será una referencia constante para la modernidad europea.
Fuera del mundo de los arquitectos, resulta difícil explicar un edificio poco llamativo. El pabellón de España en Bruselas es uno de estos casos, sobre todo comparándolo con su espectacular vecino de la fotografía inferior, el pabellón de Reino Unido; o el realizado por Le Corbusier en colaboración con Iannis Xenakis, cuyo fin era el de representar la capacidad técnica de la compañía Philips. Metafóricamente, el edificio español entronca con la tradición de los pabellones de acero y de cristal, aunque con una disposición e intenciones muy diferentes. En las bases del concurso ya se advertía del solar boscoso de contornos irregulares y complicada topografía; con la exigencia, además, de que el pabellón fuese recuperable, desmontable y transportable. La construcción propuesta por Corrales y Molezún, se entiende así desde una óptica de modulación y flexibilidad, que permitió el posterior traslado del pabellón a la Casa de Campo de Madrid y una diferente disposición, aunque menos afortunada.
Basado en la forma del hexágono, los módulos prefabricados son como sombrillas bajo el sol, como señaló Carmen Espegel acertadamente. Construir modularmente ha sido uno de los trending topic de la arquitectura, y que ha traído de cabeza a los arquitectos en multitud de ocasiones. José A. Corrales explica en un libro muy racionalmente cómo llegaron a la conclusión de la necesidad de un edificio flexible: […] había necesariamente que ceñirse al perímetro del terreno y al de las zonas de arbolado. El contorno sería, pues, una línea quebrada o curva. El Pabellón debería ser entonces elástico en planta. El desnivel fuerte del terreno se podía salvar construyendo el Pabellón horizontal sobre el terreno, elevado sobre el mismo o haciendo gran movimiento de tierras, o bien adaptándose al mismo escalonado el Pabellón. Adaptamos esta última solución. El Pabellón debía ser elástico en sección. Precisamente esta “elasticidad” es la que hace sumamente ingeniosa la propuesta española para la exposición de Bruselas, logrando un espacio infinito, discontinuo y diverso.
Mediante la repetición del elemento hexagonal, se consiguió un conjunto capaz de comportarse como un organismo en crecimiento y que iba adaptándose a la pendiente. La estructura metálica base (en forma de paraguas), servía a la vez de sustentación y desagüe, formando la imagen de un bosque de pilares que se extendía en todas direcciones. Prácticamente solo necesitaba de un vestido, que al final también se trasladó como un biombo a la sección y alzado con un módulo único de franjas de 1 metro. Esto que, en palabras técnicas, se llama cerramiento exterior, era en ocasiones opaco (de ladrillo visto) y otras veces transparente (con vidrios sujetos por perfiles de aluminio) para apreciar la naturaleza y la luz de afuera. Cualquier arquitecto daría su cabeza por una solución tan consecuente y bella, a la vez.
En el informe redactado por Luis Martínez-Feduchi y Miguel Fisac, miembros del jurado del concurso, se hablaba de “la extraordinaria calidad del proyecto, que con total originalidad, tiene una espacialidad, un tratamiento de la iluminación y una organización estructural y constructiva rigurosamente moderna y enraizada a la vez, en la mejor tradición española”. Pero, lo que no deja de ser sorprendente que un espacio tan novedoso albergara en su interior el anuncio promocional de la España más casposa de mantilla y peineta. Ese espacio diáfano “de libertad” del que hablaba al principio, fue capaz de albergar actividades tan diversas como bailes regionales, exposiciones, proyecciones o exposiciones, favorecido por el aterrazamiento del terreno. Con mucha razón, Corrales siempre dijo de su proyecto que era un “ejercicio de modernidad salido de un país autárquico de posguerra”.
En esa España empobrecida, se disponía de muy pocos recursos constructivos, así que edificios como este pabellón suponen un ensayo acerca de la economía de materiales y la innovación. También hay una importante investigación acerca del espacio, de cualidades panópticas. No sólo el Pabellón de Bruselas, sino otros ejemplos arquitectónicos de la época, se caracterizan por trabajar “con el aire” que la arquitectura encierra y menos con la compartimentación e imagen. Así, en los primeros sesenta vieron la luz espacios como la Escuela de Caminos de Laorga y López Zanón o el Palacio de Cristal de Asís Cabrero.
Al ver las fotografías, podemos llegar a pensar que el Pabellón de España está (o estuvo) muy alejado de la espectacularidad a la que nos hemos acostumbrado en los últimos años; pero, en verdad, no es más que el desenlace consecuente de unas condiciones del lugar y un enunciado de proyecto. Y digo consecuente en el sentido de que no pretendió ser más de lo que era. Aunque hoy en Casa de Campo no arroje más belleza que la de una estructura abandonada, quedan los restos de una honestidad constructiva que se debería practicar más a menudo.
Se ve que en los 50 colmenas españolas no hubo sólo la de Cela…
Me ha gustado.