Quizá a un político haya que juzgarlo, sobre todo, por lo que realiza cuando consigue el poder; cuando tiene capacidad de tomar decisiones y hace lo que hace y no otras cosas que podría haber hecho; cuando se arriesga; cuando se sabe transformar para adaptarse a las circunstancias y tiene la capacidad de hacerlo en una dirección no prevista que, pasado el tiempo, parece que fue acertada en relación a otras que hubieran sido posibles; cuando sabe distanciarse incluso de los que más le ayudaron o enfrentar a los más fieros enemigos.
Desde ese punto de vista Adolfo Suárez fue un político muy notable. Quizá no había leído casi nada y era un arribista en toda la extensión de la palabra, porque en la España de entonces no era posible prosperar en política sin simular ciertas querencias y sin seducir a algún “padrino” que, poco a poco, fuera abriendo puertas y relaciones que permitieran trepar un poco más alto. Pero cuando llegó ese momento en el que el que dictador murió y tuvo la posibilidad de liderar un cambio hacía un sistema político más democrático supo hacerlo con determinación e inteligencia, improvisando en una gran incertidumbre en la que los planteamientos eran muy tremendistas, en la que nadie tenía experiencia y dejándose trasmutar, asombrosamente, por el propio objetivo que decidió perseguir.
Es posible que muchos de los poderes fácticos de la dictadura o la propia monarquía, arrastrados por la situación internacional, los cambios sociales o la oposición política, persiguieran un cambio hacia un sistema democrático más o menos limitado para que todo siguiera igual, es decir para que pudieran seguir manteniendo el poder y ciertos privilegios sociales. Se puede discutir si, pasado el tiempo lo consiguieron en mayor o menor medida. Pero parece probado que Adolfo Suárez, quizá impulsado por su propia ambición de poder, intentó ir más rápido y más lejos de lo que muchos de ellos habían previsto. Contra todo pronóstico consiguió en muy poco tiempo desmontar desde dentro el sistema franquista, legalizar todos los partidos políticos, convocar elecciones libres y que se redactara una constitución aprobada en referéndum. Todo esto en medio de la turbulencia social de una dura crisis económica, de un terrorismo que asesinaba cada día y de múltiples presiones por todos lados, incluidas las traiciones dentro de su propio partido político. Y con el fantasma de la guerra civil siempre al fondo.
Su dimisión y el golpe de estado del 23F fue el resultado de hasta qué punto se había quedado solo. Todos terminaron conspirando contra él y fueron demasiados los que, al parecer, estuvieron abiertos a “un golpe de timón”. Por suerte, el intento de golpe de estado fracasó aunque quizá estableció algunos límites que todo el mundo asumió después de verle las orejas al lobo. Desde luego quedó claro que Adolfo Suárez no podía seguir de presidente de Gobierno a pesar de que él se lo pidió al Rey, Calvo Sotelo lo aceptaba y era constitucionalmente posible. A pesar del valor que demostró y cómo encarnó la defensa del espíritu democrático frente a los golpistas, se convirtió casi en un apestado, quizá porque no había seguido el guión que algunos habían previsto para él o porque había pretendido ir demasiado lejos.
Por una extraña casualidad estaba leyendo estos días “Adolfo Suárez: ambición y destino” de Gregorio Morán, un libro fascinante lleno de datos que no conocía o había olvidado y que ayuda mucho a contextualizar otras lecturas o sensaciones sobre los años de la transición y también vislumbrar conexiones con lo que está pasando ahora mismo. Se pueden seguir los rastros de los nombres, de las organizaciones, de cómo las clases dirigentes del franquismo se diluyeron en la democracia y de las extrañas evoluciones de muchos de los que participaron en aquel proceso. Me doy cuenta también de hasta qué punto es difícil juzgar lo que está pasando delante de tus narices porque siempre te falta mucha información y la que se cree tener procede de fuentes que pueden ser más o menos fiables y quizá sesgadas por la propia ideología que se tiene. Sin embargo, de forma inevitable, al final se termina creando una imagen emocional de alguien o de la fiabilidad de unos hechos que es lo que al final genera conductas y lo que permite el margen de manipulación siempre inevitable en la política y que quizá se esté multiplicando en la actual sociedad de la información con sofisticadas técnicas de psicología social. El intento de construcción de una imagen o de una opinión cuya verosimilitud nunca podemos conocer del todo.
Veo por televisión toda la parafernalia de sus funerales y cómo lo han convertido en un mito, de forma evidentemente interesada, algunos de los que tanto lo denostaron y que ahora quieren apropiarse de un legado que no apoyaron o intentaron bloquear en su momento. Observo las reacciones de la gente, sus declaraciones emocionadas y previsibles, las colas bajo la lluvia para verle por última vez. Y pienso que, para la época, fue alguien con una imagen inesperadamente fresca, con una magnífica capacidad de comunicación y con una actitud tolerante que parecía lejana a los principios en los que se había educado. Desde luego, mucho más lejana de la de muchos de los que le rodeaban o de la algunos de los políticos actuales.
Como si en un determinado momento, tras un largo camino, se hubiera atrevido a dejar de fingir y permitir que emergiera el demócrata tolerante y moderno que siempre hubiera querido ser. Aunque también puede pensarse en cómo hubiera actuado si las circunstancias hubieran sido otras y la dictadura hubiera continuado. Porque él era, sobre todo, un político ambicioso con el instinto y los colmillos muy afilados para alcanzar el poder o simplemente para sobrevivir en sus aledaños.
Pero ocurrió lo que ocurrió y, en mi opinión, su figura ha resistido bastante el bien el paso del tiempo: puede decirse que, cuando había que estarlo, estuvo a la altura de las circunstancias, lo que no se puede decir de cualquier vida política. Luego comenzó una etapa mucho más larga, oscura y accidentada hasta que se le cerraron del todo las puertas de la política y le alcanzó la tragedia familiar, lo que, probablemente, le hizo volver a refugiarse en antiguos referentes sociales y religiosos. Hasta que, por fin, el oscurecimiento de su memoria lo convirtió casi en una metáfora del tiempo que le tocó vivir.
Su nombre irá siempre unido al inicio del mayor periodo democrático de la Historia de España y a aquel gesto heroico,en el Congreso de los Diputados, un 23 F. Lo que no es poco para merecer ser alguien memorable y reconocido en este país con tan poca tradición democrática. In memorian
(…) “Y entonces llegó la foto y aparecieron las puertas del cielo: el homenaje al sacrificado. El Rey, de espaldas, echándole el brazo por detrás a un Adolfo Suárez en camisa, recogida hasta los codos, y algo encogido por la enfermedad implacable. En la instantánea caminaban juntos, y tan al unísono, que basta ver el pie derecho de ambos, en la misma disposición demarcha hacia la espesura de un jardín umbroso. Fin de la secuencia. Uno enfermo de Alzheimer y el otro sano desupervivencia cerraban en ese plano final con fundido a rosa una turbulenta historia, paseando tranquilamente —el Rey lleva una mano en el bolsillo— hacia la naturaleza, siempre acogedora, y dándole la espalda al fotógrafo, a nosotros, al pasado. La más hermosa imagen: la alta política convertida en un gesto sencillo y humano que iluminará a quienes pretendan mirar hacia atrás. Y se toparán con esa foto, casi un cuadro de época, que enseña sin ningún género de duda lo grandes, dignos, magnánimos, valientes y sufridores que fuimos todos, sin excepción. Esa foto fue preparada, disparada, retocada, edulcorada y enviada a los españoles, y quedará como el magno resumen del tándem que forjó la democracia. Sin ninguna duda se trabajó a conciencia, con sentido de la oportunidad, y no sin cierta alevosía. ¡Imagínense si ese retrato viene a cerrar un pasado, que se hizo público el 18 de julio de 2008! ¿Nadie recuerda ya aquel otro 18 de julio, y todos los 18 de julios festivos que siguieron a aquel primero de 1936? Pues no; ni se acuerdan, ni tiene ya sentido alguno hacerlo.
(…)Un retrato sacado en el último momento, en el tiempo de descuento final de ese hombre que fue Adolfo Suárez González, ex presidente del último gobierno autoritario y del primero de la democracia. Protagonista de excepción de la transición de la dictadura a la democracia, en el instante postrero posa de espaldas para inmortalizar la definitiva consagración de un pasado y del principal superviviente, el que conservó el poder en las más procelosas situaciones, el Rey.
(…)Porque hay muchas cosas que están condensadas en esa foto. Y no sólo porque sea la última instantánea en que salen juntos los dos supervivientes del período más sorprendente, políticamente hablando, del siglo XX español. Resulta obligado empezar por ahí. Dos hombres de espaldas al espectador, donde uno ayuda a caminar al otro, ahora que la maldita enfermedad de la memoria le ha castigado a no saber quién es él y quién es el otro, y quiénes son quienes le rodean y le observan, y le han convertido en el icono en vida de esa transición, desde la dictadura más larga y brutal de nuestra historia moderna hasta la democracia más larga y asentada que ha conocido España. Ese Adolfo Suárez o, más exactamente, lo que queda de aquel hombre que fue odiado hasta la patología, cuyo nombre representó para sus odiadores innúmeros la vileza y la mentira, y que llegó de derrota en derrota hasta la victoria final. Porque la gran victoria de Adolfo Suárez sobre sus enemigos es póstuma. Esperaron a verle humillado y derrotado para exclamar todos a una: ¡Qué grande fuiste, Adolfo!
(…) “Cuando esa música se hizo coro, resultó que el protagonista ya no podía oír; se había quedado sordo, medio ciego y con esa cara de idiota enfadado que ponen los enfermos de Alzheimer para afrontar la angustia que es vivir sin enterarse de nada que no sea lo que tienen delante. Pero la crueldad de la paradoja está ahí; le cantaron las glorias y las mañanitas cuando ya no podía oírlas, y esperaron a hacerlo cuando estuviera políticamente muerto. Porque un político muere en el momento que ha perdido toda esperanza de ejercer el poder, cualquiera que sea ese poder.”
(…) “Carecía de pasiones personales fuera de la política. Vivía para, de y con ella desde la mañana hasta la noche, y no lo hacía con una concepción profesional de la cosa pública, por interés en la incidencia social o por estar imbuido de ínfulas de liderazgo, sino porque el poder político para él era como una montaña rusa que, conforme avanzaba, iba aumentando su velocidad, embriagándose por el hecho de ir más deprisa. Más que un hombre con vocación política, Adolfo fue un hombre con vocación de poder.”
(…)“Ser un «chusquero de la política», según sus propias palabras, un hombre que había empezado desde los niveles más bajos del escalafón, obliga a considerar el poder como la medida de todas las cosas. Todo debía estar subordinado a ese poder y, por tanto, lo que ayudara a ejercerlo sin cortapisas era positivo, y aquello que lo dificultara, negativo. Durante la primera parte de su vida no hubo otro objetivo que alcanzar la cima. Durante la segunda, no vivió más que para mantener y acrecentar ese poder que tanto le había costado conseguir. ¿Y la tercera? Se le fue en un intento baldío por recuperarlo.”
(…) Qué condiciones exige una carrera de este tipo? En primer lugar, conviene detenerse en las posibilidades que tenía un hombre como Adolfo Suárez para introducirse en la vida política de la España de Franco. Para un joven que nació en 1932 y que, por tanto, no participó en la guerra civil, sin una carrera profesional brillante, sin medios económicos y sin relaciones familiares, no era fácil penetrar en el escalafón del viejo Régimen. La única vía abierta se reducía a la búsqueda de padrinos políticos: Herrero Tejedor, Alonso Vega, López Rodó, Fernández Miranda. Lo curioso es que conforme fue avanzando, gracias a esa labor de «padrinazgo», no corrigió ninguna de sus limitaciones. Si ex[…]
(…) “A una persona de estas características se le exige para triunfar, además de un encanto personal —al que él debió posiblemente el 70 por ciento de su carrera—, una gran sensibilidad para percibir dónde está el poder y cómo llegar a él.”
(…) “Para llegar arriba por el procedimiento del «padrinazgo» resulta inevitable el servilismo y la fidelidad, aunque sean transitorias, a unos caballeros que no le valorarán más que en su categoría de siervo. Y esa condición de criado —y, por tanto, inofensivo— debía ser una máscara que se prolongara en el tiempo tanto como fuera necesario para culminar el objetivo. En algunos casos, la meta consistía en ser director general; en otros, ministro; pero cuando se desea llegar a presidente, cargo que no admite ser compartido por nadie, y que entonces sólo se podía conseguir por iniciativa del Rey, no debe extrañar que el recurso a la adulación, a la promesa incumplida, al engaño y a la astucia, no sólo fuera moneda corriente, sino un procedimiento inexcusable.”
[…] Desde que descubrió su vocación de poder, no existieron más íntimos que sus superiores —Herrero Tejedor, Camilo Alonso Vega, Carrero Blanco, Fernández Miranda—, y posteriormente, ya presidente, ninguno que no fuera su albacea político —Abril Martorell, Rodríguez Sahagún—, cuya primera y única condición era la fidelidad.”
(…)” Y sin embargo durante muchos años nadie le perdonó sus orígenes políticos, su paso por el Movimiento Nacional, como si esa parte del pasado hubiera sido la principal culpable de sus limitaciones. Y no es cierto, y bastaría para probarlo apelar a esos mismos que le rodearon y cuyo pasado fue tan lacayuno y vicario como el suyo. ¿Adónde hubiera llegado hombre tan soberbio y limitado como Leopoldo Calvo Sotelo sin su pasado nacional-católico, reforzado con el braguetazo político de casarse con la hija de Ibáñez Martín, uno de los ministros de Franco más influyentes? Y Alfonso Osorio, una mediocridad política cuya carrera da un triple salto mortal tras la boda con otra hija de un ministro de Franco, nada menos que Iturmendi? ¿Y Lavilla, el algodonoso? ¿Y Herrero de Miñón, el apóstol de la democracia interna y la traición externa? ¿Cuántas veces juraron y perjuraron por Franco y el Movimiento para acceder a sus capellanías en los ministerios? ¿Y qué decir del incorruptible Fernández Ordóñez? ¿Alguien se cree que se llega incólume a la presidencia del INI, tras tantos años de fiscal y bastantes más de secretario del piadoso ministro Alberto Monreal? ¿Y el Garrigues burlón? ¿Cuánto no hicieron su padre y sus tíos adobando al Caudillo en la misa, en la bolsa y en la vida, para que Joaquín llegara con holgado patrimonio al Gobierno, donde él, Suárez, hubo de meterle?”
(…)“Es verdad que habrá muchos capaces de decir que el Régimen de Franco no fue el suyo, que no medraron, se enriquecieron, se formaron y se deformaron en él, hasta que un buen día se sumaron al carro del más vulgar de los suyos, uno de la cantera del Movimiento. Ellos, que habían dejado de leer el diario Arriba por oficialista, pero que leían y escribían en el Ya nacional-católico, o en el ABC aposento de cadáveres, o en Informaciones, que aún conservaba la huella de su nazismo inasequible, o en el flamante Madrid, aguamanil de monseñor Escrivá de Balaguer. Más o menos oficiales eran todos.”
(…) “Eso es lo que dicen en voz alta, luego está lo subterráneo. Un grupo de obispos apela al Rey para frenar el divorcio y el Vaticano advierte que el Gobierno va por tan mal camino que peligra la visita del Papa, prevista para el próximo año.8 Y lo más subterráneo aún, casi de sentina ideológica, es que el Opus Dei incita a la viuda de Herrero Tejedor para que insista en sus presiones antidivorcistas sobre Amparo Illana, la esposa piadosa del presidente.
*Párrafos tomados del libro de Gregorio Morán “Adolfo Suárez: ambición y destino”. Debate, 1988
Me alegra que todavía quede alguien que destaque los aciertos de Suárez. No es que fuera perfecto, ni un santo, nadie lo es, pero me parece absurdo además de injusto que se trate de minimizar por no decir obviar, la importancia de su figura en la historia de nuestro país, remarcando y aumentando si es necesario sus errores.
La idea de que Suárez era demócrata es absurda. Como reformista del régimen, concedió lo que la oposición democrática iba exigiendo, pero sin renunciar a lo básico: conservar los privilegios de los franquistas, apuntalar la monarquía y hacer tabla rasa del pasado, integrándose todos en el nuevo sistema. Pero no era algo planeado, sino que fue cediendo con la presión que ejercía la calle. Pero conservando siempre el poder, que era la única forma de evitar la ruptura. Para ello se sirvió de artimañas varias. La primera la UCD, partido que tenía las de ganar, básicamente por el control de los medios y el apoyo que el cambio gradual había suscitado. El cambio por ruptura no era posible porque la oposición democrática estaba dividida, y el poder de los franquistas era demasiado. La gente se aferró a Suárez porque representaba el cambio, y no estaba la cosa para saltos bruscos. El lo sabía y lo aprovechó. Tampoco hay que olvidar que a aquellas elecciones no concurrieron todos los partidos, los republicanos no se legalizaron.